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Domingo, 27 de noviembre de 2005
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Juan José Saer: "La grande"

Una semana en la vida

A pesar de ser la última novela de Juan José Saer (inconclusa, por otra parte), la muerte del autor no clausuró un ciclo ni La grande es una summa literaria: asistimos más bien a una realimentación del ciclo interminable de su narrativa, de su estilo inigualable y de sus personajes inolvidables.

Por Carlos Gamerro
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La grande
Juan José Saer
Seix Barral.
435 páginas.

Una reseña suele ser el lugar del juicio positivo o negativo y de su razonada justificación. Tratándose de Juan José Saer, y de uno de sus libros más ambiciosos, quien la escribe puede dar el primero por sentado y justificado y dedicar las pocas líneas asignadas a cuestiones de mayor peso y envergadura. Es difícil escribir sobre La grande sabiendo que es la última novela del autor (podría haber sido de otra manera, podría, Saer, haberla terminado, y publicado como una más, y fallecido antes de acometer la siguiente). Sabiendo que es la última, y también la más extensa, la primera tentación es la de considerarla una summa saeriana, la pieza que corona una obra, la cierra, coloca la última piedra. Nada más lejos de la realidad. La grande no es El tiempo recobrado, ni El ocaso de los dioses, ni tampoco La hermandad del anillo. Y esto no porque el proyecto saeriano se viera interrumpido por la muerte del autor (esa posibilidad que, retrospectivamente, hace temblar: qué hubiera sido de nosotros si Proust, si Wagner, si Tolkien no hubieran llegado al final). El proyecto de Saer siempre fue, en cambio, literalmente infinito, inconcluso por definición. La mayoría de sus novelas y cuentos se continúan unos con otros, reaparecen los mismos personajes, se desarrollan historias laterales, y siempre se comparte el espacio geográfico (la ciudad de Santa Fe y alrededores), pero Saer no escribe sagas, ni ciclos novelísticos, ni tampoco se aplica a su obra la imagen del árbol y las ramas (faltaría en ese caso la obra central que haga de tronco, como en Onetti La vida breve). Quizás, si de metáforas se trata, se podría pensar en las novelas y cuentos de Saer como distintos segmentos de un río, no un río que navegamos –y que por lo tanto podamos conocer en su continuidad– sino uno al que llegamos, en distintos momentos, por tierra, conociendo a veces tramos menores y otros mayores, y no del todo seguros de si se trata del mismo río cada vez. Puede que La grande cierre alguna historia (la de Escalante, el jugador de Cicatrices) pero son muchas más las que abre. Dicho de otra manera, La grande es la última novela de Saer, pero no su novela final.

La grande no sólo no concluye la obra de Saer sino que está, además, ella misma inconclusa. El proyecto comprendía una semana en la vida de diversos personajes de Santa Fe y Rincón, de martes a lunes. De estas siete jornadas, el autor sólo llegó a completar seis; la última, “LUNES . Río abajo” se reduce a apenas una oración: “Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino”. Antes de lamentarnos por la irreparable pérdida sufrida por nuestra literatura, vale la pena preguntarnos qué es lo que hubiera concluido este inconcluso capítulo final. Elegir la semana como unidad no es inocente: a diferencia del día, o del año, la semana (como la hora y el minuto) es un corte arbitrario en el flujo temporal, y por esto se corresponde tan bien al orden de la vida humana, que empieza en cualquier lado y no termina, sino que se interrumpe, en cualquier otro, sin concluir nada, sin rematar un sentido ni atar cabos sueltos. El día del Ulises de Joyce funciona por metonimia: según la formulación de Borges “en un día está la historia universal”; pero la semana de La grande es una semana y ya. Así, La grande seguiría estando inconclusa aunque Saer hubiera escrito el capítulo final, y este capítulo faltante permite que su incompletud pase del plano contingente al mítico: esa única oración del lunes es el final que La grande pedía, así como para El castillo de Kafka el único final posible es la falta de final. El personaje de Diana, la bellísima mujer a la que le falta una mano –y se salva de convertirse en diosa gracias a esa imperfección– puede funcionar como emblema de la novela en su (inconclusa) totalidad. Sobre todo si tenemos en cuenta que Diana es manca no por un accidente sino de nacimiento. Si los escritores no fueran seres de carne y hueso que tienen toda una vida por fuera de su obra, uno estaría tentado a arriesgar la idea de que Saer murió para que su obra quedara inconclusa y alcanzara así su destinada perfección.

Si hay algo en La grande que merece la constante atención –y la explícita reflexión filosófica– del narrador y de muchos de los personajes es la fugacidad de la vida, del tiempo: el pasado irrecuperable, el presente inasible, el futuro imprevisible. Ya como sentimiento, ya como certeza intelectual, ésta encarna en la vida de los personajes, en sus reflexiones, pero también –y fundamentalmente– en la experiencia misma de leer la novela. Porque si al comenzarla sus 435 páginas (vastas y llenas de texto de margen a margen, como es costumbre del autor) la hacen parecer tan interminable y hasta intimidante como la vida contemplada desde la juventud, a medida que se acerca el final el lector se encuentra rogando que no termine, que siga, que dure más. Sobre todo porque sabemos que con ésta se terminó. Y sin embargo en La grande también está el tiempo natural, el de los ciclos, el de la renovación. Esa última semana no es cualquier semana, es la última del verano, y esa última oración, en apariencia tan inocente, nos devuelve al tiempo cíclico de las estaciones y puede considerarse un reenvío al resto de la obra saeriana, una invitación a leer, o releer, todo hacia atrás. De esta peculiar combinación del tiempo del individuo y la sociedad (lineal, arbitrario e irrecuperable, en el cual todo desaparece y se pierde para siempre; tiempo de tragedia, en fin) y del tiempo de la especie y la naturaleza (cíclico, natural, en el que todo vuelve transformado; tiempo de comedia, sin fin) extrae La grande su potencia y esa particular combinación de pesimismo y optimismo que deja en el alma del lector. Leer La grande es lo más parecido a vivir y morirse que nuestra literatura puede ofrecer (la lectura como petit mort, o quizás, en este caso, grand mort). Y si bien el pesimismo juega con dados cargados y posiblemente gane la partida al final, el de Saer es de ésos –como el de Bergman–, o incluso con reservas –el de Bernhard– que nos llenan de un inexplicable y probablemente injustificado orgullo de pertenecer a la raza humana, de alegría de haber vivido y de ganas de seguir. Este efecto de lectura –que en La grande se manifiesta con particular poder– se encuentra en las antípodas del de leer, por ejemplo, a Fogwill, que genera tanto asco de ser humano que dan ganas de morirse o, en el mejor de los casos, de que se mueran todos los demás.

En La grande reaparecen personajes de Saer, desde los conocidos Tomatis, Elsa, el Gato y Pichón Garay, Barco, Washington Noriega, Marcos y Clara Rosenberg, a los más nuevos Gutiérrez, Nula, Gabriela Barco, etc. Están los vivos y los muertos, los jóvenes de los sesenta y los jóvenes de hoy, algunos de éstos, hijos de aquéllos, y ya se anuncia la nueva generación (los hijos de Nula y Diana, el embarazo de Gabriela). A diferencia de García Márquez, que decide destruir Macondo para que no lo sobreviva, o incluso Onetti, que coquetea con la idea de consumir su Santa María en un incendio neroniano y tras decidir que no vale la pena el esfuerzo prefiere dejar que se muera sola, Saer tiene la generosidad de querer que su mundo siga, se continúe, aunque él ya no esté.

Quizá, quizá no, algo que hubiera aclarado el último capítulo es la relevancia de ciertos elementos, como la investigación de Soldi y Gabriela sobre el movimiento precisionista y su líder, el infame Brando (al igual que en Lo imborrable, Saer se complace, tal vez bajo el influjo de su larga estancia en Francia, con sus historias de intelectuales resistentes o colaboracionistas, en imaginar escritores que vendieron su alma a la dictadura, cuando es sabido que la última dictadura argentina no daba dos mangos por las almas de los escritores), o la sumisión a éste de Calcagno, padre ¿putativo? de Lucía. Porque si es verdad que en La grande ninguna de las historias concluye, la mayoría se desarrollan, no paran de crecer. En cambio estas otras –quizá por haber ya transcurrido, y estar muertos sus protagonistas– son estáticas, y tampoco se mueve, o se aclara, su relación con el presente.

Es, dicho sea de paso, altamente recomendable leer La grande a razón de un capítulo por día: seis de trabajo y uno –que puede considerarse de descanso o de contemplación– para la oración final. Quizá la medida de la semana no sea tan arbitraria después de todo, sino que corresponde al orden divino, más que al humano o natural. El tiempo que Dios, o uno de sus demiurgos, en este caso, necesitó para crear su mundo sin fin.

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