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Domingo, 11 de diciembre de 2005
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Annie Cohen-Solal: "Sartre: 1905-1980"

El hombre del siglo

Los cien años del nacimiento de Sartre resultaron una buena ocasión de reeditar la destacada biografía de Annie Cohen-Solal. Una visión amistosa y completa del filósofo multifacético. Una lectura importante para terminar el 2005.

Por Sergio Di Nucci
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Sartre: 1905-1980
Annie Cohen-Solal
Edhasa
766 páginas

Habrá siempre más de un Sartre: un Sartre a medida de cada lector. Es un honor que no comparte con los otros grandes filósofos del siglo XX francés: el Premio Nobel Henri Bergson al comienzo, Michel Foucault al final resultaron a la larga demasiado técnicos, demasiado universitarios. Nunca pueden ser, como el Apóstol, todo para todos. En cambio, hay un Sartre artista, y otro militante y escritor comprometido; un nietzscheano y un marxista, un tercermundista que debate sobre la angustia y la revolución; uno anarquista-libertario y otro totalitario maoísta, un antisionista radical y sin concesiones, y otro que acepta gustoso un doctorado Honoris Causa por una universidad israelí.

La biografía de Annie Cohen-Solal transita los extremos de un recorrido vital que no siempre fue dialéctico sino muchas veces simplemente contradictorio, en el sentido no mejorativo del término. En Sartre: 1905-1980, la autora analiza justamente esta particular sensibilidad sartreana que se caracterizó por lo contradictorio y controversial. O, para consignarlo en sus propias palabras, su objetivo ha sido reencontrarse con el “escritor cuya experiencia intelectual se cruzaba, absolutamente, con todos los envites del siglo pero que nunca había adoptado por completo ninguno de esos envites”. El volumen es fruto de años de investigación, de cientos de entrevistas a quienes amaron u odiaron a Sartre (la indiferencia es menos frecuente), de visitas a archivos, de viajes por Francia, Europa y América.

En el 2005, Sartre cumpliría 100 años. Parecen demasiado pocos porque Sartre es una figura de un pasado ya más remoto y sobre todo irrecuperable. La actualidad de Sartre queda reivindicada por el libro de Cohen-Solal. La primera edición de esta biografía es de 1989, y ahora es reeditado de cara a la conmemoración del año, o mejor, del siglo, sartreano. Es, hasta el momento, la mejor biografía. O la más completa, porque hay otra importante, aunque menos “biográfica” y más evaluativa, de Bernard-Henri Lévy. La de Cohen-Solal revela aristas nuevas y cortantes del biografiado, sin descuidar los detalles de una vida compleja y rica.

El caso Sartre resulta ejemplar de una época en que las mayores referencias intelectuales estuvieron, casi sin excepción, del lado de la confusión y no de un orden que prometía ser más estable. En 1943, mientras en Stalingrado la Unión Soviética se debatía entre el ser y la nada, apareció en la serenidad de la Francia ocupada por los nazis un grueso libro de dialéctica formal y escolástica existencial, El ser y la nada. Sería la obra cumbre del “existencialismo ateo”. El anti-universitario Sartre, honorablemente, escribía en la tradición neutralista de las universidades francesas. No era difícil prever la vena anti-marxista del mismo autor que años más tarde intentará llevar a cabo la peligrosísima aventura de combinar ese existencialismo con el marxismo.

Por eso mismo, a comienzos de la década del ’60, el excelente ensayista Jean-François Revel podía asegurar que la mayoría de los intelectuales europeos que se ubicaban políticamente en la izquierda eran intelectualmente reaccionarios. La confusión no solamente continuaba: se había agravado. “El ateísmo de Sartre, la indiferencia de Heidegger han contribuido menos a alejar a las personas de la religión que a que celebren con vivos colores metafísicos sus penas y angustias, sus culpabilidades y desamparos desde luego irreductibles.” La de Revel puede resultar hoy, para algunos, una frase caduca: indigna a las sensibilidades para quienes la contradicción es siempre sinónimo de riqueza y no de inconsistencia intelectual, política o moral. Sucede, para mayor desolación, que la propia noción de contradicción carece de sentido para los involuntarios herederos culturales de los fenomenólogos de la alineación, los que insisten, entre otras cosas, en una izquierda de colegio secundario (la izquierda como un lugar en la memoria antes que como un encuentro para construir el futuro) o en un mundo desprovisto de sentido: el mundo de una clase (libre, neutra, vaga) que se angustia, se interroga sobre el absurdo cósmico y se plantea problemas metafísicos en torno al Obrero-en-sí, a la Puta-en-sí, al Negro-en-sí. El juicio de Revel, con distinto sentido de su valor, era el de casi todos: las contradicciones de Sartre le permitían gustar, finalmente, a todos. Los sartreanos irritan menos de lo que gustan creer, y aun de lo que debieran. Sartre escribía una carta furiosa a De Gaulle, y el general le respondía, con toda la buena educación del país que inventó las maneras versallescas, “Cher Maître”.

La autora de esta biografía, ya convertida en clásico, no duda de la capacidad de Sartre, de su vigor para el debate y la confrontación. Y sobre todo para los gestos eficaces: como cuando rechazó el Premio Nobel en 1964 con la muy válida razón de que “el escritor debe negarse a que lo transformen en institución”. Cuando se lee a Sartre, aunque sean los textos elegidos con acierto por su biógrafa, no se puede dejar de experimentar una extraordinaria impresión de vértigo; la física se vuelve metafísica, la química alquimia, la racionalidad se trueca en misticismo, Hegel es un prestidigitador, Lenin es un sacerdote, los sacerdotes son deterministas, los patrones levantan las banderas rojas y los deportados cotizan en Wall Street. Es un malabarista asombroso, un argumentador casuístico, jesuítico. Pero si pasa el primer momento de estupor, y se quieren encontrar las causas del vértigo, se descubrirá que el filtro es un cocktail, una combinación sabia de la prosa de los maestros-pensadores, un devenir de Hegel, una frase de Marx, una intención de Husserl, un suspiro de Kierkegaard, un movimiento de Freud, una observación de Brice Parain, un término de Lévi-Strauss, un sueño de Hyppolite, una audacia de Lenin: precisamente, un encadenamiento de elementos yuxtapuestos cuyo cemento es un artificio muy bien dosificado.

La vida de este autor artificioso es la que cuenta Cohen-Solal. Una historia poco imparcial porque la autora es la abogada de Sartre, no su juez. Pero el juicio último quedará para los lectores. Que no escuchan el alegato de la otra parte. La canonización del autor de Saint-Genet ya estaba decidida de antemano. El mismo lo sabía. Después de su muerte, Simone de Beauvoir hizo en La ceremonia de los adioses el retrato poco halagador de los últimos años de vida del filósofo, que comía demasiados embutidos, se emborrachaba y meaba cuando no debía, insistía con el corydrane y se dejaba convencer por jóvenes sectarios o religiosos o las dos cosas. Cohen-Solal es más hagiográfica: hasta gustosa, analiza los sueños del maestro.

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