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Domingo, 13 de enero de 2002
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Entre mundos

El 7 de diciembre pasado fue la ceremonia en la cual el anglo-indio Naipaul aceptó el Premio Nobel. El vértigo de la realidad política argentina nos había impedido, hasta ahora, obsequiar a nuestros lectores el discurso que el escritor pronunció en la ocasión.

Por Vidiadhar Surajprasad Naipaul

Esto es inusual para mí. He dado lecturas pero nunca discursos. He dicho a la gente que me pide discursos que no tengo discursos para dar. Puede parecer extraño que un hombre que ha trabajado con palabras y emociones e ideas por cerca de cincuenta años, no tenga unas pocas para decir. Pero cuanto tengo de valor está en mis libros. Con suerte, si tuviera algo nuevo que decir, eso tal vez llegue hasta mí mientras escribo, y me tomaría por sorpresa. Ese elemento de sorpresa es lo que busco cuando escribo. Esta es la manera de evaluar lo que hago, y nunca resulta una cosa fácil de hacer.
Proust ha escrito con gran penetración sobre la diferencia entre el escritor como escritor y el escritor como un ser humano. Uno puede encontrar esta reflexión en Contra Sainte-Beuve, un libro armado con sus primeros escritos. Sainte-Beuve, un crítico francés del siglo XIX, creía que para entender a un escritor era necesario saber lo más posible acerca del hombre exterior, los detalles de su vida. Se trata de un método seductor: usar al hombre para iluminar su trabajo. Y puede parecer incuestionable. Pero Proust fue capaz de desestimarlo convincentemente. “Este método de Sainte-Beuve”, escribe Proust, “ignora lo que un pequeño grado de autoconocimiento nos enseña: que un libro es el producto de un ser diferente al ser que manifestamos en nuestros hábitos, en nuestra vida social, en nuestras vicios. Si tratamos de comprender ese ser particular, buceando en nuestras profundidades, y tratando de reconstruirlo desde allí, quizás entonces lleguemos a él”.
Estas palabras de Proust deberían estar con nosotros cada vez que leemos la biografía de un escritor o la biografía de cualquiera que depende de aquello que llamamos inspiración. Todos los detalles de la vida y las rarezas y las amistades pueden ser develadas para nosotros, pero el misterio de la escritura permanecerá inalterable.
Proust es un maestro en la ampliación feliz. Y quisiera volver a Contra Sainte-Beuve sólo por un instante. “En efecto”, escribe Proust, “se trata de la secreción del más profundamente interior de los seres, escrita en soledad y para alguien solo, que uno hace público. Lo que uno brinda en la vida privada –en la conversación... o en esos escritos de salón que no son mucho más que una conversación impresa– es el producto de un ser superficial, no aquel interior que uno puede sólo recobrar haciendo a un lado el mundo y el ser que frecuenta ese mundo”.
Cuando escribía esto, Proust no había hallado aún el objeto que habría de conducirlo a la felicidad de su gran trabajo literario. He citado sus palabras, antes, en otros lugares, porque ellas definen mi trabajo. Confío en mis intuiciones. Fue así desde el comienzo. He confiado en mis intuiciones para hallar mis objetos de escritura, y he escrito sobre ellos intuitivamente. Tengo una idea cuando comienzo; pero sólo comprendo completamente aquello que he escrito después de unos años. He dicho antes que cuanto tengo de valor está en mis libros. Iré más lejos ahora. Digo que soy la suma de mis libros. Siento que en cada etapa de mi carrera literaria se podría decir que el último libro contiene a los otros.

Una vida, un mapa
Ha sido así a causa de mis antecedentes familiares y culturales, al mismo tiempo extremadamente simples y extremadamente confusos. He nacido en Trinidad, una pequeña isla en la boca del gran río Orinoco de Venezuela. Trinidad no es estrictamente Sudamérica, y tampoco estrictamente el Caribe. Fue desarrollándose como una plantación colonial del Nuevo Mundo, y cuando nací en 1932, ésta tenía una población de cerca de 400.000 habitantes. De éstos, 150.000 eran hindúes y musulmanes, casi todos de origen campesino, y casi todos procedentes de la llanura del Ganges.
Ésta era mi pequeña comunidad. El grueso de la inmigración de la India ocurrió en 1880. La gente se comprometía por cinco años a servir alEstado. En el final de ese período se les daría una pequeña porción de tierra, quizás cinco acres, o un pasaje de regreso a la India. En 1917, como consecuencia de la agitación iniciada por Gandhi y otros, este sistema fue abolido. Y quizás por eso u otras razones, la promesa de la tierra o la repatriación no fue cumplida para los últimos en llegar. Esa gente quedó totalmente en la indigencia. Dormían en las calles de Puerto de España, la capital. Yo los veía. Por esa época yo no sabía que habían sido desposeídos –esa verdad me llegó mucho después– y ellos, entonces, no me impresionaban. Esta fue parte de la crueldad de la plantación colonial.
Nací en un una pequeña ciudad llamada Chaguanas, en una isla a dos o tres millas del Golfo de Paria. Chaguanas era un nombre extraño, para deletrear y pronunciar, y muchos entre la población hindú –eran mayoría en el área– preferían llamarla con el nombre de la casta hindú de Chauhan. Tenía 34 años cuando me enteré del verdadero nombre de mi lugar de nacimiento. Vivía en Londres (había vivido en Inglaterra durante 16 años), estaba escribiendo mi noveno libro.
Solía ir al Museo Británico para leer documentos españoles acerca de la región. Estos documentos –recopilados por los archivos españoles– habían sido copiados por el gobierno británico en la década de 1890 en los tiempos de una desagradable disputa de límites con Venezuela. El archivo comienza en 1530 y termina con la desaparición del Imperio español. Había estado leyendo acerca de la tonta búsqueda de El Dorado y la criminal intervención del héroe inglés, Sir Walter Raleigh. En 1595, incursionó en Trinidad, mató a todos los españoles que pudo, y remontó el Orinoco buscando El Dorado. No encontró nada, pero cuando regresó a Inglaterra dijo lo contrario. Para avalar su historia, Raleigh publicó un libro, y por siglos la gente creyó que había encontrado algo. La magia del libro de Raleigh, que es realmente muy difícil de leer, reside en su larguísimo título: El Descubrimiento del extenso, rico y hermoso imperio de Guiana, y su relación con la gran y dorada ciudad de Manoa (que los españoles llaman El Dorado) y las provincias de Emeria, Aromaia, Amapaia, y otros lugares, junto con sus ríos. ¡Qué real suena! Pero él apenas había estado en el gran Orinoco.
Y, entonces, como a veces sucede con los hombres de gran confianza en sí mismos, Raleigh fue capturado por sus propias fantasías. Veinte años después, viejo y enfermo, lo dejaron salir de su prisión de Londres para ir a Guiana y hallar las minas de oro que él había dicho que había encontrado. En esta fraudulenta aventura murió su hijo. El padre, en nombre de su reputación, en nombre de sus mentiras, había mandado a su hijo a la muerte. Y entonces, Raleigh, lleno de pena, sin nada por qué vivir, fue enviado a Londres para ser ejecutado.
No pude encontrar más referencias sobre los Chaguanes en los documentos del Museo. Quizás haya habido más documentos sobre ellos en la montaña de papeles del archivo español de Sevilla que los eruditos del gobierno británico perdieron o no consideraron lo suficientemente importantes como para copiar. Lo cierto es que la pequeña tribu de alrededor de mil habitantes –que había vivido a ambos lados del Golfo de Paria– desapareció tan completamente que nadie en la ciudad de Chaguanas o Chauhan supo nada sobre ellos.
Vivíamos en la tierra de los Chaguanes. Cada día –yo recién había comenzado la escuela– caminaba desde la casa de mi abuela pasando las dos o tres grandes tiendas, la casa China, el Teatro, y las olorosas pequeñas fábricas portuguesas que hacían el barato jabón azul y el barato jabón amarillo en largas barras que eran dejadas afuera para secarse y solidificarse en las mañanas. Cada día yo pasaba ante estas cosas eternamente iguales hacia la Escuela Estatal de Chaguanas. Detrás de la escuela había cañas de azúcar, tierras del Estado subiendo hasta el Golfode Paria. La gente que había sido desposeída hubiera tenido allí su propio tipo de agricultura, su propio calendario, sus propios códigos, sus propios lugares sagrados. Ellos hubieran seguramente entendido el tipo de alimento usual en las corrientes del Orinoco hacia el Golfo de Paria. Ahora todas sus habilidades y todo lo que concierne a ellos ha sido obliterado.

Habla, memoria
El mundo está siempre en movimiento. La gente ha sido desposeída en todos lados en algún momento. Pienso que me sentí shockeado en 1967 por este descubrimiento acerca de mi lugar de nacimiento porque no tenía idea sobre ello. Pero ésa era la forma en que la mayoría de nosotros vivíamos en la colonia agrícola, ciegamente. No había ninguna conspiración de parte de las autoridades para mantenernos en esa oscuridad. Pienso que era más simple que el conocimiento no estuviera allí. Ese tipo de conocimiento acerca de los Chaguanes seguramente no fue considerado importante, y no era tampoco fácil de recuperar. Hubo un pequeña tribu y ellos eran aborígenes. Habíamos visto a esa gente –en la enorme tierra que fue llamada B.G (Guiana británica)– y ellos eran un especie de broma. Gente que yacía tendida y enferma, conducta conocida por todos los grupos de Trinidad como warrahoons. Solía pensar que era una palabra inventada para sugerir gente sin orden. Fue sólo cuando comencé a viajar por Venezuela, en mis cuarenta, cuando comprendí que esa palabra sólo era el nombre de una tribu de aborígenes allí.
Había una vaga historia cuando yo era niño –y ahora esa historia me afecta profundamente– que decía que hace tiempo los aborígenes habían llegado en canoas desde el continente, caminaron a través de la selva en el sur de la isla, y en un determinado lugar tomaron cierto tipo de fruta o hicieron algún tipo de ofrenda, y luego se volvieron a través del Golfo de Paria hasta el estuario del Orinoco. El rito debió haber sido de suma importancia para haber sobrevivido a través de cuatrocientos años después la extinción de los aborígenes en Trinidad. O quizás, aunque Trinidad y Venezuela tengan una misma flora, ellos sólo hayan venido por un tipo especial de fruta. No lo sé. Y ahora toda la memoria se ha perdido; y ese sitio sagrado, si existió, se ha vuelto un lugar común.
El pasado es el pasado. Pienso que esa fue la actitud general. Y nosotros, hindúes, inmigrantes desde la India, tuvimos esa actitud hacia la isla. Nosotros vivíamos una vida en su mayor parte ritualizada, y ya no había nadie competente en esas creencias, del cual comenzar a aprender. La mitad de nosotros en esas tierras de chaguanes pretendíamos –quizás no pretendíamos, quizás sólo sentíamos, nunca formulándolo como una idea– que habíamos traído una especie de India con nosotros, que podíamos desplegar como una alfombra en el llano de la tierra.
La casa de mi abuela en Chaguanas tenía dos partes. La del frente, de ladrillo y yeso, estaba pintada de blanco. Era como una especie de casa de la India, con una gran terraza con barandas en el piso de arriba, y un salón para la plegaria en el piso de abajo. Era ambiciosa en sus detalles de decoración, con lotos en la base de los pilares y esculturas de los dioses hindúes, todo realizado por gente que trabajaba sobre la base de sus memorias de la India. En Trinidad ésta era una rareza arquitectónica. En el fondo, la otra parte de la casa, unida a la primera por un salón de bridge en la parte superior y una serie de pilares de madera en el estilo francés-caribeño. La puerta de entrada estaba en ese lado, entre las dos casas. Era una puerta alta de acero corrugado con marco de madera, realizada así por un fuerte prurito de privacidad.
Así, cuando niño, tuve conciencia de la existencia de dos mundos, el mundo de afuera de la alta puerta de acero corrugado, y el mundo de adentro en casa, o en todo caso, el mundo de la casa de mi abuela. Esteera un remanente de nuestro sentido de casta, que excluye y deja afuera. En Trinidad, donde en tanto recién llegados éramos una comunidad en desventaja, esa idea de exclusión fue una forma de protegernos; nos facilitó, por el tiempo que fuera, vivir a nuestra manera y de acuerdo con nuestras propias reglas, vivir en nuestra India, que iba desapareciendo. Mirábamos hacia adentro; vivíamos nuestros días domésticos; el mundo de afuera existía en una forma de oscuridad; no preguntábamos acerca de nada. Había una tienda musulmana al lado. La pequeña galería de la tienda de mi abuela terminaba contra su pared lisa. El nombre del dueño era Mian. Era todo lo que sabíamos de él y de su familia. Supongo que lo habremos visto, pero ahora no tengo ninguna imagen mental de él. No sabíamos nada de los musulmanes. Esa idea de extrañeza, de la cosa que debía permanecer afuera, se extendía aún para con los otros hindúes. Por ejemplo, comíamos arroz en el mediodía, y trigo en la noche. Había alguna gente extraordinaria que alteraba ese orden natural y comía arroz por las noches. Yo pensaba en esa gente como extranjera –pueden imaginarme por esos tiempos con menos de siete años, porque cuando tuve los siete toda la vida de la casa de mi abuela en Chaguanas se terminó para mí. Nos mudamos a la capital, y luego hacia las colinas del noroeste. Pero los hábitos de la mente engendrados en ese adentro y afuera permanecieron por largo tiempo. Si no hubiera sido por las breves historias que mi padre escribía yo no hubiera sabido casi nada de la vida en general de nuestra comunidad hindú. Esas historias me dieron mucho más que ese conocimiento, me dieron una especie de solidez, una base para pararme en el mundo.
El mundo de afuera existía en una especie de oscuridad; y no preguntábamos nada. Era ya lo suficientemente grande como para tener alguna idea de la épica hindú, el Ramayana en particular. El niño que llegó cinco o más años más tarde que yo en nuestra amplia familia no tuvo esa suerte. Nadie nos enseñó hindú. Alguna vez alguien escribió para nosotros el alfabeto y eso fue todo. Se esperaba que el resto lo hiciéramos solos. Por eso, fuimos perdiendo nuestra lengua. La casa de mi abuela estaba llena de religión; había muchas ceremonias y lecturas, alguna de las cuales duraban días enteros. Pero nadie traducía para nosotros, que no podíamos entender la lengua. Así nuestra fe ancestral se alejaba, se volvía misteriosa, no pertinente para nuestra vida de todos los días.
No hacíamos preguntas acerca de India o de la gente de la familia que había quedado atrás. Cuando nuestra manera de pensar cambió y quisimos saber, ya era demasiado tarde. No sé nada de la familia del lado de mi padre; sólo sé que algunos provenían de Nepal. Más allá del mundo de la casa de mi abuela, allí donde comíamos arroz al mediodía y trigo en la cena, sólo había un gran mundo desconocido, en esa isla de sólo 400.000 habitantes. Estaban los africanos o descendientes de africanos, que eran la mayoría. Había policías, había maestros. Había también una capital, hacia la que muy pronto todos deberíamos partir por nuestra educación y trabajos, y en la que nos asentaríamos permanentemente, entre extraños. Había una población blanca, no todos ellos ingleses; y portugueses y chinos, todos inmigrantes como nosotros. Y aún más misteriosa que éstos, había otra población a la que llamábamos españoles, pagnols, gente de tez morena que venía del tiempo de los españoles, antes de que la isla fuera separada de Venezuela y del Imperio español, un tipo de historia absolutamente más allá de mi comprensión infantil. Para darles una idea de mi procedencia, he tenido que acudir a conocimientos e ideas que llegaron a mí mucho más tarde, especialmente con mis escritos. De niño no sabía casi nada, nada más de lo que había podido pescar en la casa de mi abuela. Todos los niños, supongo, llegan al mundo de esta manera, sin saber quiénes son. Pero para el niño francés, digamos, ese conocimiento está esperándolo. Ese conocimiento ha de estar rondándolos todo el tiempo. Y hade llegar, indirectamente, en la conversación de sus mayores, en los periódicos y en la radio. Y en la escuela, el trabajo de generaciones de estudiosos, adaptado a sus manuales escolares, ha de proveerles de cierta idea acerca de Francia y los franceses. En Trinidad, brillante muchacho como fui, me hallaba rodeado por áreas de oscuridad. La escuela no iluminaba nada para mí. Estaba tapado de hechos y fórmulas. Todo debía ser aprendido de memoria; todo me resultaba abstracto. Una vez más, no creo que haya habido un plan o complot para que nuestros cursos fueran así. Lo que aprendíamos era el standard del aprendizaje escolar. En otro lugar, quizás hubiera tenido sentido.

Escrito sobre negro
Con mi limitado historial cultural era muy difícil para mí entrar de manera creativa en otras sociedades o en sociedades que estuvieran muy lejos. Amaba la idea de los libros, pero encontraba muy difícil leerlos. Lo mejores eran para mí los del tipo de Andersen y Esopo, atemporales, de ningún lugar, no excluyentes. Y, por último, en el sexto año de la universidad, empezaron a gustarme algunos clásicos literarios. Supuse que era porque tenían las cualidades de los cuentos de hadas.
Cuando comencé a ser un escritor, aquellas áreas de oscuridad que me rodeaban cuando niño comenzaron a ser el objeto de mis escritos. La tierra, los aborígenes, el nuevo mundo, la colonia, la historia, India, el mundo musulmán, al que también me sentía ligado, Africa, y luego Inglaterra, donde escribía. Esto quise decir cuando hablé de mis libros formándose unos sobre los otros, y de mí como la suma de mis libros. Esto quise decir cuando dije que mis antecedentes familiares y culturales, la fuente y la inspiración de mis escritos, eran al mismo tiempo extremadamente simples y extremadamente complejos. Deberían haber visto cuán simple era en el país de los Chaguanas. Y pienso que entenderán cuán complicado ha sido para mí como escritor. Especialmente en los comienzos, cuando los modelos literarios que tenía, los modelos que me había brindado lo que sólo puedo llamar mi falso aprendizaje, se manejaban con sociedades enteramente diferentes. Pero quizás ustedes piensen que con un material tan rico no debería haber tenido problemas para empezar y seguir adelante. Lo que dije acerca de mis antecedentes procede, de todas maneras, del conocimiento que adquirí con mis escritos. Y deben creerme cuando digo que el patrón de mi trabajo sólo comenzó a estar claro en los últimos dos meses o algo así. Leí pasajes de mis viejos libros, y vi la conexión.
Dije que era un escritor intuitivo. Así fue, y así sigue siendo ahora, cuando estoy cerca del fin. Nunca tuve un plan. Nunca seguí un sistema. Trabajé intuitivamente. Mi objetivo, cada vez, era escribir un libro, crear algo que fuera fácil e interesante para leer. Y tuve que hacer los libros que hice porque no había libros acerca de esos objetos, a los que yo pudiera acudir y que me dieran lo que yo quería. Tuve que esclarecer mi mundo por mí mismo.
Y cuando esa necesidad de India fue satisfecha, otras aparecieron: Africa, Sudáfrica, el mundo musulmán. El objetivo fue siempre completar mi mundo de imágenes, y el impulso llegaba desde mi infancia.
Cuando empecé no tenía ni idea acerca de cómo proseguir. Yo sólo quería escribir un libro. Traté de escribir en Inglaterra, donde permanecí después de mis años de universidad, y me pareció que mi experiencia era muy poca, no era verdaderamente la necesaria para escribir un libro. No podía encontrar en ningún libro aquello que me acercara a mis antecedentes familiares y culturales. El joven francés o inglés que desea escribir puede encontrar una serie de modelos que lo guíen en su camino. Yo no tenía ninguno. Los simples detalles de la vida caótica de nuestra extensa familia .-los cuartos de dormir, los tiempos de comer, la cantidad verdadera de personas-. parecían imposibles de manejar. Era demasiado loque había que explicar, ya fuera acerca de mi vida en casa o acerca del mundo de afuera. Y al mismo tiempo, también había mucho acerca de nosotros .-de nuestros ancestros e historia-. que yo no sabía.
Finalmente, un día llegó hasta mí la idea de comenzar con la calle Puerto de España hacia la cual nos mudamos desde Chaguanas. No había allí una puerta de acero corrugado que dejara afuera el mundo. La vida de la calle estaba abierta para mí. Fue un intenso placer para mí observarla desde la terraza. Cuando empecé a escribir, fue sobre la vida de esta calle. Quería escribir rápido, evitando el cuestionamiento interno, y de eso modo simplifiqué. Suprimí los antecedentes del niño narrador. Ignoré la complejidad social y racial de la calle. No expliqué nada. Permanecí, como si dijéramos, en la planta baja. Presentaba a la gente tan solo como aparecía en la calle. Escribía una historia por día. Las primeras eran muy cortas. Estaba preocupado pensando que el material no sería suficiente. Pero entonces la escritura hizo su magia. El material comenzó a aparecer para mí desde diferentes fuentes. Las historias se hicieron más largas; no podían escribirse en un solo día. Y entonces la inspiración, que en cierto momento parecía tan fácil, llevándome, llegó a su fin. Pero un libro había sido escrito, y ya tenía en mi propia mente a un escritor desarrollándose. La distancia entre el escritor y su material creció en los dos libros posteriores; la visión fue más amplia. Y la intuición me llevó hacia un extenso libro sobre nuestra vida familiar. Mientras escribía ese libro mi ambición como escritor crecía. Pero cuando terminé, sentí que había hecho todo lo que podía hacer con mi material de la isla. Lo fortuito, entonces, me rescató.
El viajero accidental
Comencé a viajar. Viajé por la región caribeña y comprendí mucho más acerca del asentamiento colonial del que había sido parte. Estuve en la India, mi tierra ancestral, durante un año. Esa fue una experiencia que partió mi vida en dos. Los libros que he escrito acerca de estos dos viajes me llevaron hacia nuevas formas de la emoción, me dieron una visión del mundo que nunca había tenido, me enriquecieron técnicamente. Fui capaz en esa ficción que entonces llegó a mí, de manejar el inglés tan bien como el caribeño –y qué difícil había resultado esto–. Fui capaz también de entrar en todos los grupos raciales de la isla, cosa que nunca había podido hacer.
Esta nueva ficción era acerca de la fantasía y de la deshonra colonial, un libro, acerca de cómo el desposeído miente acerca de sí mismo y se miente a sí mismo, desde el momento en que es la única fuente de información. El libro se llamó El hombre simulado (The mimic man). Y no trataba de mímica. Hablaba del hombre colonial simulando la condición de verdadero hombre. De hombres que habían crecido en el descreimiento de todo acerca de ellos mismos. Leí algunas páginas de este libro el otro día –no lo había vuelto a mirar desde hacía treinta años– y se me ocurrió que yo había escrito allí sobre de la esquizofrenia colonial. Pero no pensé en ello en ese entonces. Si lo hubiera hecho, nunca habría sido capaz de escribir. Los libros se daban intuitivamente, y sólo lejos de cualquier observación.
He realizado este pequeño recorrido por los primeros años de mi carrera para tratar de mostrar el escenario en el cual, en sólo diez años, mi lugar de nacimiento fue cambiando o desarrollándose en mis escritos: de la comedia de la vida de una calle al estudio de un tipo de extendida esquizofrenia. Lo que parecía simple se volvió complicado.
Ambos, la ficción y el libro de viajes, me han dado mi modo de ver las cosas; y ustedes podrán entender por qué para mí todas las formas literarias son igualmente valiosas. Esto se hizo evidente cuando me senté a escribir mi tercer libro sobre la India –veintiséis años después delprimero–: que lo más importante acerca de un libro de viajes es la gente con la cual el escritor había estado en contacto durante sus viajes. La gente tenía que definirse por sí misma. Una idea muy simple, pero que requería un nuevo tipo de libro, una nueva forma de viajar. Y ese fue realmente el método que usé después, en la segunda oportunidad, cuando viajé por el mundo musulmán.
Siempre me he manejado solo, por intuición. Nunca tuve un sistema literario. Nunca tuve ideas políticas como guía. Mi padre, que escribió sus historias en tiempos oscuros, y sin buscar recompensas, no tenía ideas políticas. Quizás porque hemos estado muy lejos del poder por tanto tiempo. Esto no ha dado un punto de vista especial. Siento que estamos más inclinados a ver la gracia y la pena de las cosas. Cerca de treinta años atrás fui a la Argentina. Eran los tiempos de la guerrilla. La gente esperaba el regreso del exilio del viejo dictador Perón. El país estaba lleno de odio. Los peronistas esperaban saldar viejas cuentas. Uno de esos hombres me dijo: “Hay buena y mala tortura. La buena tortura es la que haces a los enemigos del pueblo. La mala tortura es la que los enemigos te hacen a ti”. La gente del otro lado decía lo mismo. No había verdadero debate acerca de nada. Sólo había pasión y una jerga política tomada prestada de Europa. Escribí: “Cuando la jerga vuelve los asuntos de vida en abstracciones, y cuando sólo una jerga compite con otra jerga, la gente no tiene causas. Sólo tiene enemigos”. Y las pasiones, en Argentina, todavía siguen trabajando, aún vencen a la razón, consumiendo vidas. No se ve aún una solución.
Estoy cerca de finalizar mi trabajo ahora. Estoy contento de haber hecho lo que hice, contento de haberme empujado en la creación tan lejos como pude ir. Porque, gracias a mi modo intuitivo de trabajo, y aun por la naturaleza desconcertante de mis materiales, cada libro llegó como una bendición para mí. Terminaré como comencé, con uno de los más maravillosos fragmentos de Proust en Contra Sainte-Beuve. “Las cosas maravillosas que debemos escribir si tenemos talento”, dice Proust, “están dentro de nosotros, indistintas, como la memoria de una melodía que nos deleita aunque seamos incapaces de recapturar sus tonos. Aquellos que están obsesionados con esa nebulosa memoria de verdades que intentan recapturar, son los hombres que están dotados... El talento es como esa especie de memoria que finalmente los hará capaces de volver esa música más cercana, para escucharla claramente, y tomar nota de ella”. Talento, dice Proust. Yo diría suerte, y mucho trabajo.
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traduc. Silvia Tejedor

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