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Domingo, 15 de enero de 2006
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Michel Houellebecq: La posibilidad de una isla

El francés más actual

Aunque Houellebecq lo niegue, La posibilidad de una isla ya estaba implícita en las páginas finales de Las partículas elementales. Agrega, eso sí, mayor distancia con la literatura y un acercamiento al papel de performer mediático de su autor: las paradójicas trampas que la actualidad le tiende al escritor francés más irreverente.

Por Alan Pauls
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La posibilidad de una isla
Michel Houellebecq
Alfaguara
439 páginas

Sobre el final de Las partículas elementales (1998), una coda apretada, escrita en el tono de divulgación periodística que Michel Houellebecq baraja casi tan bien como la agenda de los apocalipsis contemporáneos, la sociología de entrecasa y los retratos de chicas en hot pants, proyectaba una de las líneas narrativas de la novela –las hipótesis sobre clonación del biólogo Michel Djerzinski– contra el fondo de un futuro relativamente cercano –el año 2029– para constatar que ese puñado de especulaciones audaces, retomado por un sucesor sin prejuicios, Frédéric Hbczejak, y oportunamente financiado por créditos de la Unesco, había engendrado por fin “el primer representante de una nueva especie inteligente creada por el hombre a su imagen y semejanza”. Apenas despuntado el siglo XXI, la nueva biología consumaba la poshumanidad que había puesto en marcha el mercado capitalista.

De ese epílogo exaltado, que disparaba la actualidad más álgida hacia el género de la ciencia ficción, nace la nueva novela de Houellebecq, La posibilidad de una isla. El autor podrá decir que no, que en rigor el libro nació de un extraño fantasma solipsista concebido por una periodista alemana (que lo imaginó monologando en una cabina telefónica mientras afuera el mundo había terminado), y algunos, también, que nació de la alianza bizarra que Houellebecq selló hace un par de años con los raelianos, la secta que saltó a la fama en el 2003 cuando anunció que había creado el primer clon humano, y que de algún modo, con su liberalidad sexual y su mesianismo seudocientífico, modela la tribu de elohimitas que alborota buena parte de La posibilidad... Y sin embargo, todo se deja adivinar ahí, en esas nueve últimas páginas de Las partículas...: está, por supuesto, el tema de primera plana –la idea de una especie, la humana, que por primera vez en la historia del mundo es capaz de llevar a la práctica “la posibilidad de su propia superación”–, pero también está el leitmotiv más “literario” de un escritor que cada vez parece compenetrarse más con su papel de performer mediático y necesitar menos a la literatura: una novela que va y viene entre dos tiempos –el presente y el futuro; el futuro que relee el presente para ejecutar lo que dejó inconcluso– y organiza el mundo en pioneros y herederos, originales y copias, linajes biológicos y literarios, actualidad y posteridad, diagnósticos y anticipaciones.

La posibilidad de una isla confirma, entre otras cosas, que el aliento profético del final de Las partículas... (más tarde, en el 2001, elevado por los medios a la categoría de videncia con Plataforma, donde un atentado islámico en territorio asiático parecía prefigurar el golpe contra las Torres Gemelas) no era un simple efecto del síndrome milenarista. Lo que en 1998 fue sólo un epílogo, ahora, en el 2005, es una novela de 439 páginas. Daniel 1, su protagonista “actual”, es un stand up comedian de éxito (cuando empieza la novela tiene 6 millones de euros en el banco) que orilla los cuarenta y, apremiado por los síntomas de decrepitud que ponen al desnudo en él el desparpajo de una novia demasiado joven, decide sumarse a la secta de los elohimitas y buscar la inmortalidad vía los avances de la ingeniería genética. El protocolo de la vida eterna incluye cuatro pasos: dejarse tomar la muestra de ADN que servirá para la clonación, ceder bienes y riquezas materiales a la causa elohimita, redactar un testimonio autobiográfico (un “relato de vida”) y por fin suicidarse en público. De la larga cadena de clones que depara ese primer retoño celular, Houellebecq rescata principalmente dos: Daniel 24, un neohumano algo pomposo que describe con mayúsculas las metamorfosis del planeta (“la Gran Desecación”, “la Hermana Suprema”, “el Retorno de lo Húmedo”, “la Tercera Reducción”); y Daniel 25, que vive solo, no conoce el sufrimiento ni las emociones, ignora la sexualidad y mata el tedio de ese posmundo sin lunas ni soles haciendo lo mismo que miles de años atrás hacían –con un desapego bastante similar– los monjes en los conventos: glosar las memorias de un remoto antecesor.

“La mutación no puede ser mental sino genética”, arengaba Houellebecq con su sensibilidad bífida, tan propensa a la apatía como al furor, en Las partículas elementales. En La posibilidad de una isla, en cambio, la mutación es más bien regresiva, eminentemente literaria, y todas las especulaciones científicas à la page que la novela pone en juego sobre la replicación, la sucesión generacional, los linajes humanos y la evolución de la especie, todo lo que emparienta a su autor con la clínica compulsiva del presente y el alarmismo profesional de los Baudrillard o los Lipovetsky (mucho más que con las distopías de Orwell, Huxley, Philip K. Dick o Margaret Atwood), parecen rendirse a los pies de los misterios de un texto –a fin de cuentas, el relato de vida de un bufón, un “Zaratustra de las clases medias”, alguien que, como casi todos los héroes houellebecquianos, construyó su carrera “sobre la explotación comercial de los bajos instintos” y “esa absurda atracción de Occidente por el cinismo y el mal”– que dos mil años después de escrito, cuando el cuerpo de su autor ya no es ni siquiera polvo, sigue liberando ráfagas inesperadas de energía, despabilando gente adormilada y avivando utopías arcaizantes. Mientras describe “universos”, caracteriza “tipos” y define “tendencias” –mientras simula ser contemporáneo y malogra al balzaciano que hay en él con los resultados de sondeos y encuestas de opinión–, Houellebecq tiene el talento no menor pero sórdido, general, como vencido, de esos sociólogos, semiólogos o mitólogos que brillaron en el ‘68 y ahora se dejan atrofiar sin remedio a la sombra de los publicistas que los contratan. Lo extraño –lo interesante– es que el antídoto contra ese confort de diagnosticador a sueldo, siempre hábil para el name-dropping (Stendhal, Catherine Millet, Steve Jobs, Michel Onfray, Larry Clark, Harmony Korine), el labeling (los elohimitas son una “tribu india high tech) y demás tretas del conceptualismo publicitario, no es el retorno al arte, ni a los valores tradicionales, ni a la profundidad (aunque también hay una seriedad kitsch típicamente houellebecquiana: la constatación de que “en el fondo uno nace solo, vive solo y muere solo”, por ejemplo). No: el antídoto es la emoción simple, el sentimiento trivial, el afecto del que prácticamente es imposible decir nada inteligente; en otras palabras: la vulgaridad. “He tenido que conocer/ Lo mejor que hay en la vida/ Dos cuerpos que disfrutan de su felicidad/ Uniéndose y renaciendo sin fin”, dice una estrofa del último poema que Daniel 1, antes de suicidarse, le escribe a Esther, la modelo que le reveló lo vieja que empezaba a ser su carne y su amor imposible. Los versos –que no desentonarían en el festival de la canción de San Remo, ni en Viña del Mar, ni en algún próximo álbum musical de Houellebecq– son sin embargo la mecha tonta, y por eso inapelable, que enciende en una neohumana llamada Marie 23 el deseo de desertar del posmundo y salir en busca de la posibilidad de una isla; es decir, de una utopía humana. Provocador, depresionista militante, paladín del desapego, Houellebecq nunca parece tan entusiasmado como cuando profetiza con fervor, con un frenesí de adolescente ruborizado, el mismo pasado que se dedicó a escarnecer con fruición. Efecto irónico de la “actualidad”, el escritor más urticante de Francia nunca cree tanto en lo que escribe –nunca es tan genuino– como cuando abraza la causa perdida de la ingenuidad.

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