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Domingo, 30 de julio de 2006
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Patrick Barber: La Venecia de Vivaldi

Estación Vivaldi

Un excelente libro sobre música hace foco en Vivaldi, uno de los más famosos desconocidos de los agitados tiempos barrocos.

Por Diego Fischerman
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La Venecia de Vivaldi
Patrick Barber
Paidós.
210 páginas.

Apenas unas trece cartas firmadas por él, unas Cuatro estaciones escuchadas hasta el hartazgo y casi nada sobre su vida. Eso es lo que se sabe de Antonio Lucio Vivaldi. De esa carencia parte uno de los mejores libros sobre música escritos en los últimos tiempos. Patrick Barber, profesor universitario en Francia y autor de Vie quotidienne à l’Opéra au temps de Rossini et de Balzac y de tres libros acerca de los castrados, bordea a Vivaldi como quien recorre los canales de la Serenísima y elige elaborar, mucho más que una biografía, un profundísimo –y además divertido– estudio cultural de la Venecia barroca.

La ironía de Igor Stravinsky acerca de que Vivaldi escribió, en lugar de muchas obras, infinitas veces la misma, aparece, entre otros lugares comunes, puesta en el foco de un mercado de la ópera que concitaba a toda la población y al que el compositor buscó seducir repetidamente sin lograrlo nunca del todo. Venecia, ávida de fiestas y novedades, se muestra aquí más cercana al Hollywood de los años ‘50, capaz de fagocitarlo todo y a todos, que de lo que actualmente se imagina en relación con la música llamada clásica. Lo que entra en tela de juicio, sobre todo, es la figura del compositor tal como fue cristalizada alrededor del mito beethoveniano. Como todavía sigue siendo cierto para el rock, por ejemplo, el compositor de música, a partir del siglo XIX, debía ser alguien torturado por su necesidad de crear, por la indiferencia u oposición del medio, por la mediocridad apabullante del mercado burgués y, en lo posible, por males incurables. Una muerte joven ayudaba, desde ya, y desde Mozart a Kurt Cobain, pasando por Schubert, Mendelssohn y Jim Morrison, varios se ocuparon de cumplir el designio. La manera en que un músico se veía a sí mismo en los mediados del siglo XVIII era bien distinta y, así como se escribían obras de tesis, donde el autor intentaba plasmar la summa de su saber, también se componían toneladas de música de entretenimiento. Y cuando una ópera no tenía éxito, las arias, los coros o todo a la vez volvía a ser usado en otro contexto o, simplemente, con otro argumento.

La Venecia de Vivaldi recorre meticulosamente ese mundo, las leyes escritas y no escritas de los famosos orfanatos de niñas, la vida religiosa (que, en Venecia, era vida festiva), las particularidades del ambiente de la ópera y de la gran invención de ese tiempo, el teatro a la italiana, donde confluían desde los más ricos a los más humildes pero en que, los distintos pisos, en una traslación casi literal de las diferencias sociales, los ubicaba sin que hubiera peligro de mezcla aunque sí de suciedad, dado que los de más arriba se divertían casi tanto como con la escena con escupir a los de abajo. En los palcos, por otra parte, “se comía, se bebía y se fumaba”, como contaba un viajero, y, según De Brosses, también citado en el libro, “el ajedrez iba de maravilla para llenar el vacío de los largos recitativos”. Entre las joyas de esta investigación se encuentra el relato que el periódico Pallade Veneta publicó, en 1687, contando las impresiones del bajá turco de Rumania ante una ópera (posiblemente Elmiro, de Pallavicino), desde aplaudir el descenso de la araña que iluminaba la sala, preguntando después si la obra había terminado, hasta tomarse las batallas en serio y terminar lamentándose: “¡Oh!, Y en Constantinopla guerra, peste y hambre, siempre ayunar, siempre llorar, nunca alegrarse; Dios no nos debe de ver, ya que da todo su amor a los cristianos”.

Conciso, bien escrito, impecablemente documentado, La Venecia de Vivaldi permite acercarse, a partir de la reconstrucción del universo social en el que circulaban sus obras, a uno de los autores de popularidad más paradójica. Pocas composiciones son tan conocidas como Las cuatroestaciones. Y, como reacción, en pocas pasa tan desapercibida para los eruditos su extraordinaria modernidad y la riqueza con la que extrema los recursos estilísticos de su época. Pocos como Vivaldi, en todo caso, son tan desconocidos siendo tan famosos.

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