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Domingo, 29 de octubre de 2006
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Tomás González > Primero estaba el mar

Tragedia con vista al mar

Un relato sugerente de un escritor colombiano que se puede empezar a conocer.

Por Rogelio Demarchi
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Primero estaba el mar
Tomás González
Norma
130 páginas

Tomás González nació en Medellín en 1950 y es autor de varias novelas, un libro de cuentos y un poemario. Si bien es poco conocido en su país, hasta el punto de ser considerado “el secreto mejor guardado de la literatura colombiana”, su obra ya ha sido traducida al alemán y ha recibido críticas positivas de (nada menos) la Premio Nobel Elfriede Jelinek. Hasta donde uno puede saber, la nouvelle Primero estaba el mar es el primer texto suyo que llega a la Argentina.

El título no es otra cosa que la línea de un poema, por decirlo de algún modo, perteneciente a la cosmogonía de una comunidad indígena colombiana; como primero estaba el mar, “era el espíritu de lo que iba a venir (...) era pensamiento y memoria”. Y hacia el mar se van, como quien renuncia a la civilización y opta por la naturaleza, Elena y J., denominación demasiado kafkiana de un personaje como para pasarla por alto y, por lo tanto, primera señal que permite (aun si tentativamente) ubicar a González en una zona bastante precisa de la literatura.

El lugar elegido está casi en el límite de Colombia con Panamá, y en el corazón del viaje se ubica la compra de una finca importante, lo que abre la perspectiva de un emprendimiento rural que incluye cría de ganado, sembradíos, tala de árboles y hasta la apertura de un almacén, cuestiones en las que J. y Elena tienen cero experiencia. Es que, como se lo define en una carta, J. es una “mezcla de literato, anarquista, izquierdista, negociante, colono, hippie y bohemio”, que necesita, casi con desesperación, apenas ha pasado sus 30 años, en la segunda mitad de los ’70, salirse lo antes posible de la decadente sociedad en la que se siente asfixiado e impotente, ponerse a una considerable distancia y probarse a sí mismo si es capaz de plasmar en la realidad lo que durante tanto tiempo ha soñado. Y, por supuesto, el único resultado posible de esta ecuación es el fracaso más estrepitoso, jalonado por una serie de frustraciones que van erosionando la confianza en el proyecto, en uno mismo y en la pareja hasta que todo deja de ser lo que era y el sueño transmuta en horrenda pesadilla.

Lo más curioso de la novela, y por eso mismo lo más atractivo, lo que gravita en el sostenimiento de la lectura, es la forma de narrar de González: si por un lado anticipa el trágico final de J. en más de una oportunidad, lo que quiere decir que no hay salvación posible, por el otro cuenta la historia con un laconismo tan extremo que llega a dar la impresión de no tener el más mínimo interés en contarla. Provocar esta paradoja en el lector es algo poco común.

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