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Domingo, 19 de noviembre de 2006
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Nota de tapa

Ampliación del campo de batalla

Por Mauro Libertella
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Es como un artefacto del mismo Duchamp. El último libro de Graciela Speranza, Fuera de campo (Literatura y arte argentinos después de Duchamp), puede interpretarse desde muchos y variados ángulos, como si estuviéramos frente a la maqueta en miniatura de los callejones más conceptuales del arte del siglo XX. ¿Suena ambicioso? Sí. Pero el ensayo está tramado como un laberinto de relatos críticos, lecturas, historias e imágenes que liberan al conjunto de una solemnidad en la que fácilmente podría haber caído. Esa especie de summa duchampiana, cruzada algo vertiginosamente con un sólido canon de la literatura argentina, arma un libro-ensayo-instalación tan curioso como coherente consigo mismo. Hay algo en la propuesta, en esa idea de bocetar los legados más fuertes de Duchamp en el pulmón del arte contemporáneo y ver cómo funcionan en cinco escritores y un artista argentinos (de Borges a Kuitca), que permite una proyección al infinito.

Una vez enunciado este “efecto Duchamp”, toda la literatura que vendrá podría pensarse, si se quiere, según su resistencia o su docilidad para ser leída bajo esta lente. Y es también una proyección hacia atrás, un modo de revisar las lecturas ya estancadas de ciertos libros y conferirles una nueva mirada que haga temblar un poco el lugar en donde estaban cómodamente adormecidas.

Fuera de campo no es estrictamente un libro de crítica literaria. Tampoco es un tratado de arte, ni una biografía crítica de Duchamp. Es, arriesguemos, una lente argumentativa, un espejo deformante en el que un puñado de escritores se miran para verse ahora flotando en la corriente de múltiples bifurcaciones que el arroyo de Duchamp instaló en el océano del siglo XX. Desde esta lente, los contornos de la tradición local son más nítidos, pero también más desarmables. Vista en perspectiva internacional, y puesta a jugar con otras artes y discursos, la literatura argentina encuentra una nueva especificidad, algo propio, pero también, y al mismo tiempo, se posiciona con toda naturalidad entre los pliegues del arte europeo del siglo pasado.

Este punto de tensión entre lo local y lo global ha sido acaso una de las búsquedas críticas de Graciela Speranza a lo largo de su obra. Si tomamos Primera persona, sus conversaciones con narradores argentinos, y Razones Intensas, aquel volumen para el que entrevistó a grandes nombres internacionales como Susan Sontag o Harold Bloom, hay un rumor que es el mismo. También ha buscado, podemos decir, y este último libro sería en ese sentido una culminación, abrir el discurso de la crítica literaria a otros campos, hacer un fuera de campo en la intervención crítica. Recordemos por ejemplo el modo de poner la obra de Manuel Puig en relación con las artes plásticas –pop, neovanguardias– o, ahora, los lazos estéticos entre Borges y el cine. En 2003 publicó Oficios ingleses, una novela en donde se resume un poco esa mezcla de mundos en combustión. Speranza también ha sido guionista de cine y enseña literatura argentina en la carrera de letras de la UBA, además de codirigir la revista Otra Parte.

EL EFECTO DUCHAMP: LA IMPLOSION EN EL ARTE

En Fuera de campo hablás de lo que podríamos llamar un efecto Duchamp en el arte contemporáneo. ¿Qué rasgos estéticos caracterizan ese efecto?

–El legado de Duchamp en el arte contemporáneo es enorme. Sólo ahora, mirada en perspectiva, su obra aparece como fuente de unidad estética por detrás de prácticas aparentemente muy diversas, como el pop art, el happening, el arte conceptual, el arte de instalación, de posproducción. No es fácil caracterizar ese efecto pero creo que hay tres improntas estéticas que su obra promueve y potencia claramente. La primera, quizá la más sorprendente por la sintonía con Walter Benjamin, es la centralidad de la reproducción, la copia, los desvíos. Duchamp y Benjamin se encontraron una sola vez por azar en un café de París en 1937, pero Benjamin quedó deslumbrado con una copia reducida del Desnudo bajando la escalera que le mostró Duchamp, una escena que resume bien algo que está en el aire de los tiempos, el impacto de los nuevos medios de reproducción en el arte del siglo. En segundo lugar, los movimientos claros de las artes hacia fuera de sus campos y sus medios específicos. Ya no hay límites precisos entre las artes, ya no hay artes puras sino un “arte en general”, y los artistas encuentran en el fuera de campo una energía estética renovadora. Y por último, una preminencia de la idea, un giro conceptual.

Un giro conceptual, ¿es algo nuevo?

–Siempre hubo pensamiento en el arte, por supuesto, pero a partir de Duchamp y su batalla contra el “arte retiniano”, el arte de la pura visualidad, la preeminencia de la idea es clarísima, al punto de reducir el arte a un enunciado, una definición. El “Esto es bello” como criterio de definición estética se reemplaza por un “Esto es arte”. En el libro sigo el rastro de estas tres transformaciones, evidentes también en la literatura y en el arte argentinos.

Cruzaste a Duchamp, artista central, con una serie de escritores centrales pero de una tradición periférica.

–A simple vista esa parece la operación más arbitraria. Pero quizá la arbitrariedad mayor es partir de esa visita de Duchamp a Buenos Aires en 1918, cuando yo misma me encargo de demostrar que es poco lo que Duchamp ha dejado a su paso, y es más bien el vacío como en todo su arte lo que resulta estimulante para la especulación crítica. ¿Qué se ve a través de la lente duchampiana que todavía no hemos podido mirar? En algunos casos se trata de reponer diálogos reales con Duchamp, como en Cortázar o Aira. En otros, como en Macedonio, Borges, o Puig, sin esa causalidad eficiente, se puede pensar la interacción entre pensamiento, visión y palabra que también aparece en la literatura y el arte argentinos. Borges y Duchamp, por ejemplo, nunca se conocieron y nunca se mencionan entre sí pero la coincidencia de algunas preocupaciones estéticas, quizás mediadas por Paul Valéry, es indudable.

¿Y qué deja ver esa óptica en la literatura argentina como tradición?

–Quizás lo más evidente es la cualidad paradójicamente excéntrica de nuestra tradición central, de ahí su sintonía e incluso su anticipación a muchos hallazgos de las vanguardias centrales. Es curioso, pero nuestra literatura moderna no tiene en su canon muchos escritores fácilmente asimilables a eso que en la literatura inglesa o norteamericana se llama el main stream.

Y este recorte, que piensa el efecto de Duchamp en un puñado de escritores de una tradición más bien rara ¿cómo se empapa de los debates más fuertes del siglo XX?

–Probablemente el entusiasmo de este recorrido deriva de que Duchamp lleva a repensar algunos de los debates estéticos más importantes del siglo XX, a partir de sus encuentros y desencuentros con las vanguardias históricas, su marca en las vanguardias más recientes y, por extensión, en las vanguardias argentinas. Por ejemplo, ¿en qué medida es posible pensar a Duchamp como surrealista? ¿Cuánto se aparta del surrealismo? Estas precisiones son muy oportunas para reconsiderar las relaciones y diferencias de Cortázar con el surrealismo y con Duchamp. Luego, también, una línea que lleva a Guy Debord, el situacionismo y a Godard, en la que el marxismo transforma la dialéctica de la copia y el desvío duchampiano en práctica estética política, muy estimulante para pensar el uso de la cita, el plagio, el apócrifo en Ricardo Piglia. Pero también está la herencia de androginia, transformismo y libertad sexual de Duchamp en el arte pop, sobre todo en Andy Warhol, que se traduce en nuevas formas estéticas y anima la contracultura de los sesenta, que sin duda alcanza a Puig.

No parece nada casual que esas discusiones del siglo XX se estén tocando con Duchamp.

–El artista norteamericano Donald Judd dijo alguna vez que Duchamp “inventó el fuego”, en la medida que “encontró” el primer “objeto encontrado” del arte, el ready-made. Y efectivamente, con el ready-made Duchamp cambió el rumbo del arte moderno respondiendo una pregunta muy sencilla: ¿es posible hacer obras de arte que no sean obras de arte? Las consecuencias de ese descubrimiento estético son enormes. Duchamp, un modelo de desprejuicio y libertad, el más inigualable quizás, el más genial, cambió totalmente las reglas del juego del arte.

UNA LITERATURA EXCENTRICA

Pasemos a los escritores que trabajás. Cuando leés a Borges trazás algunas relaciones narrativas con el cine ¿de qué se tratan?

–Borges tomó del cine, sobre todo, ideas estéticas. En principio, un modelo de la traducción desviada que está en muchas de sus ficciones y es el tema de Pierre Menard. Mediante el western, por ejemplo, dice Borges, el cine consigue volver a la épica, un género que la literatura ya había abandonado. El cine puede entonces recuperar y desviar la tradición, traduciendo una obra literaria a otro tiempo, otro espacio, otro lenguaje. Y eso es lo que él hace con los relatos “desviados” de Historia Universal de la Infamia, algunos tomados incluso del cine. La secuencia del saloon en la historia de Billy the Kid es probablemente la mejor traducción del cine a la literatura que se haya escrito y al mismo tiempo es extraordinariamente literaria. Pero creo que la verdadera iluminación de Borges como espectador de cine es el descubrimiento del carácter superficial del cine, que asimila al funcionamiento igualmente superficial del lenguaje y la representación. El arte es puro simulacro, imagen que gira en una superficie plana, un argumento muy eficaz para su batalla contra el realismo y el arte de lo profundo.

¿Y cómo te enfrentaste a esa imposibilidad que parece tener la crítica para leer a Aira por fuera de la dicotomía amor-odio?

–Ese era el gran desafío: cómo salir de esa dialéctica falsa de culto obsecuente o desprecio que dominó durante años las lecturas de Aira. Quería poder nombrar esa fuerza operativa tan inclasificable de su literatura y una vez más la clave de la lectura fue caracterizar una operación conceptual, difícil de describir con las herramientas críticas convencionales. El propio Aira ha insistido en la noción del continuo y en la imposibilidad de leer la novedad de la empresa en una sola novela. Pero la operación, la centralidad del procedimiento en el conjunto, se ve con más claridad a la luz de Duchamp, y vía Duchamp se recupera el diálogo evidente con Raymond Russell. Bajo la superficie del continuo de novelitas de Aira, como bajo la superficie de la literatura de Russell, no hay nada. Muy oportunamente, además, a través de algunas lecturas críticas de arte contemporáneo, llegué a la idea batailleana de “lo informe” que me ayudó a caracterizar una literatura que quiere ir contra el proyecto, la forma perfecta, la corrección, la verticalidad del sentido, del valor.

En el libro oponés ese continuo de Aira con la forma perfectamente cerrada, hipercorregida de Borges.

–Efectivamente. Frente al orden borgeano, el desorden de lo informe en Aira. Frente a la intriga bien tramada, la improvisación. Frente a la hipercorrección, la huida hacia delante, el azar, lo heterogéneo. Pero si el libro finalmente los reúne es porque sin duda la preeminencia de la idea es central en las dos literaturas. Eso sí, con consecuencias muy dispares. El modelo borgeano aspira a la perfección del proyecto, del estilo propio, de la obra única y total. El modelo de Aira, en cambio, es un gran antídoto contra la tiranía del proyecto, las constricciones compositivas, el fetiche del estilo. El acento está puesto en el avance. Aira inventó una fórmula muy envidiable de hacer literatura que permite sentarse a escribir todos los días, dejándose llevar, movido por la imaginación, la potencia de la improvisación, sin pensar en las consecuencias. Hay algo de felicidad infantil reconquistada, ¿no?

¿Y quién te quedaba afuera del recorte?

–Muy notoriamente Saer, por ejemplo, que más que buscar en el fuera de campo, defiende orgullosamente la especificidad poética de la literatura, contra la contaminación con otros lenguajes. En esa batalla, claro, nos dejó una gran literatura y una prosa incomparable. Su cualidad poética se ve muy claramente desde esta perspectiva.

Bueno, esta perspectiva pareció dejar de lado los cuentos de Cortázar para volver a leer desde otro lado a Rayuela, una novela que las nuevas generaciones no tienen en alta estima.

–Sí, la reevaluación de la herencia cortazariana, no a partir de los cuentos con los que se suele salvarlo sino a partir de Rayuela, periódicamente denostada, es totalmente deliberada. Era una especie de cuenta pendiente. Releyendo la novela, queda claro que el artefacto Rayuela, muy duchampiano, abrió infinitamente los límites del género. Lo admitan o no sus herederos, transformó la novela en una forma flexible, lábil, abierta a infinidad de materiales y combinaciones. Hay que pensar qué era la novela argentina y latinoamericana antes de Rayuela. Imposible imaginar la narrativa de Puig a Alan Pauls, de Aira a Bolaño o Mario Bellatin, sin la vía abierta por Cortázar.

¿Y las nuevas generaciones?

–Es evidente que en la literatura argentina abundan los experimentadores y también ahora hay intentos muy estimulantes de nuevas mezclas, nuevos dispositivos, nuevos cruces de lenguajes. Claro que no se llega a una redefinición radical de la literatura como la de Puig o Aira todos los días. Por el momento veo hallazgos puntuales: la mediación de la telenovela en el realismo de superficie de Rabia, la novela de Sergio Bizzio, por ejemplo, o la galería muy variada de modelos cinematográficos alternativos que le dan forma y ritmo al nuevo realismo de Martín Rejtman, para hablar de dos libros más o menos recientes de escritores no tan nuevos. Se escribe mucho y muy variado y eso es un muy buen síntoma. Pero no hay que impacientarse. Para ver transformaciones de peso hace falta un poco de distancia.

Quizás haya algo de aquello que Harold Bloom llamó “la angustia de las influencias”. En el canon que armás se puede adivinar la pesada influencia de los grandes nombres sobre los jóvenes.

–La marca de Aira, es cierto, como alguna vez sucedió con Borges, está en mucha literatura reciente y no es fácil descubrir apropiaciones creativas de su herencia. Lo mismo pasa con Puig. Probablemente, la naturaleza francamente conceptual de sus renovaciones los vuelve muy influyentes pero inimitables. Imposible imitar la rueda de bicicleta. Pero hay reapropiaciones muy creativas del ready-made. Habrá que esperar un poco.

¿Y qué dirías que le han dejado a la literatura argentina estos escritores?

–El legado más evidente de Puig y de Aira es de libertad, de autorización. Y también quedaron en evidencia los convencionalismos de la literatura. Es una libertad que por supuesto puede ser muy benéfica pero también muy riesgosa para los incautos. En la “mala literatura” de Aira y en los experimentos más extravagantes de Puig hay muchas destrezas prácticas, gran poder de invención y gran eficacia formal, que no siempre se aprecian. Se puede recorrer toda la literatura de Aira y la de Puig sin encontrar incorrecciones sintácticas o falta de gusto en las elecciones léxicas. No sé si se podría decir lo mismo de algunos de sus epígonos.

¿Cómo ves el estado actual de la crítica?

–Creo que estamos frente a un momento de inflexión en los estudios críticos que va más allá de la crítica argentina. La crítica se ha enriquecido durante las últimas décadas con una variedad muy amplia de saberes teóricos pero hay también algunos síntomas alarmantes, como cierta hipertrofia de los aparatos teóricos, a veces fragmentarios o despegados de sus fundamentos filosóficos, o incoherentes en su eclecticismo. Hay un déficit de cercanía de los textos, de close reading como lo llaman los sajones, que lleva a desatender algunas tareas centrales del crítico: la caracterización de poéticas, de singularidades formales, cuestiones de intención y de valor estético. James Wood, un crítico inglés que me gusta mucho, decía hace poco que los profesores, los historiadores y los críticos debían recuperar su capacidad de argumentar la eficacia formal y el valor estético de las obras. Decía casi textualmente: “¿Quién se preocupa hoy, enseñando Retrato de una dama por décima vez, por explicar en clase por qué es un libro extraordinario?”.

¿Recuperar cierta pasión crítica?

–Sí. Me gusta el ensayo crítico que avanza mediante hallazgos inesperados, conexiones imprevistas, y va detrás de un enigma, como un folletín o un relato de aventuras. Me gusta esa posibilidad del ensayo de pensar a medida que se escribe. Una vitalidad que no encuentro obviamente en el ensayo burocrático que llena casilleros, en el historicismo árido o jergoso, en la crítica que aplica las teorías de moda o se contenta con armar tramas institucionales, mapas del campo literario, “operaciones”, “colocaciones”. Roland Barthes, por supuesto, es un modelo inigualable del encuentro entre la idea y el goce en el ensayo crítico, de racionalidad apasionada. Susan Sontag decía que Barthes había renegado de los papeles vulgares de constructor de sistemas, de autoridad, de mentor, para reservarse el ejercicio del gusto, que implica naturalmente el elogio. No veo mejor definición de un buen crítico.

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