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Domingo, 25 de agosto de 2002
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El nombre del padre

LA HIJA DE SINGER

María Inés Krimer


Sudamericana

Buenos Aires, 2002

144 págs.

POR JORGE PINEDO

Según la tradición jasídica, treinta días dura el shloshim, ritual correspondiente al duelo por el cual los objetos han de permanecer en su lugar, una luz encendida día y noche, los espejos impedidos de devolver la imagen de los vivos. Sabio precepto que, en distintas versiones, Occidente comparte y sirve a fin de que la sombra de quien partió deje de proyectarse, absoluta, sobre los que quedaron. En ese trayecto debe sumirse Diana Singer, abogada de cuarenta y tres años, divorciada, al recibir por teléfono la noticia de la muerte de su padre. De Buenos Aires retorna a una Paraná que ha dejado en ese instante de ser mítica para pasar a empapar todo con la módica realidad de la vida y de la muerte.
El personaje pergeñado por María Inés Krimer (Paraná, 1951) encara su duelo con un estoicismo que la aleja del estereotipo de la histérica melancolizada, ajena e indiferente. Se trata más bien de un Marlowe femenino sin trama detectivesca ni resaca de bourbon, pero con la misma economía en el fraseo, el cross en el retruécano, el detalle como soporte. La hija de Singer, novela premiada por el Fondo Nacional de la Artes, pone en escena una doble (tal vez múltiple) filiación: la de Diana, con semejante apellido proveniente de un gaucho judío y ferroviario, y la de los cuentos tradicionales del Premio Nobel 1978, Isaac Bashevis Singer. En su confluencia –como la de los ríos que enmarcan los pasajes embravecidos del relato– construyen una memoria al modo de, apenas, una lectura. Nada menos, pues ambos Singer se hacen uno en ella. Arrojan sobre Diana sus imágenes, hacen que el recuerdo se agolpe en las escenas troqueladas por los fragmentos del presente. El pretérito en que Diana se enuncia es así siempre femenino, imperfecto; reitera las construcciones predicativas, salta por encima del hilo académico del relato y remata en oraciones cortas, aledañas al sarcasmo.
Despojada de toda adjetivación, la prosa de Krimer se sustenta en el realismo del retazo contextual: los caracoles después de la lluvia, la mano que aprieta una bolsa, la piedra de la calle, la textura del saco. Objetos de una constelación, cada uno de ellos, que en forma aislada constituirían un inventario vano, pero que en su referencia mutua construyen atmósferas, recrean sensaciones, postulan afectos, casi huelen, saben. Juegos de contrastes alimentan una devoción atea (la de una hija por su padre) en la impiadosa estofa del ritual milenario. Religiosidad otra vez doblemente puesta a prueba en la voraz irrupción de la pérdida: “Por un momento pensé en el creador del universo. Si existía, tenía más cosas que hacer que hablar conmigo, como por ejemplo darle a cada árbol una forma distinta”.
A diferencia de Veterana (1988), su primer volumen de relatos, en esta novela Krimer aborda los personajes femeninos con una soltura de discurso absuelto de cualquier reivindicacionismo, lo que le permite dibujar con mayor nitidez la especificidad de cada perfil. Así, la magnífica escena con la modista o la cotidianidad de una peluquería admiten que la convulsión de la realidad social ingresen por la puerta y se vean a través de la ventana.

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