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Domingo, 13 de mayo de 2007
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Nota de tapa

Los defensores de Bovary

Hace 150 años se publicaba Madame Bovary y, lejos de la canonización de la que hoy goza, el escándalo fue mayúsculo. Asediada por un proceso legal, acusada de ofender la moral y la religión, la novela contó con apenas tres defensores ardientes: el poeta Charles Baudelaire, la escritora George Sand y el crítico Sainte-Beuve. Ninguno de los tres conocía personalmente a Flaubert, y con los tres el escritor entabló relaciones sumamente peculiares.

Por Eduardo Berti

En estos días se cumplen 150 años de la salida de Madame Bovary, publicada en abril de 1857. Mucho se ha escrito desde entonces sobre la importancia y la influencia de esta obra (“perfección”, dijo Henry James; “el código del arte nuevo”, resumió Zola) o incluso sobre el proceso legal que debió enfrentar su autor, acusado de “ofensa a la moral pública y la religión” por el juez Pinard. No tanto se ha dicho, en cambio, acerca de quienes en su momento, y pese a cierto contexto hostil, defendieron públicamente la novela.

Entre los no tan abundantes defensores contemporáneos de Madame Bovary se destacaron tres celebridades: el crítico Sainte-Beuve, la novelista George Sand y el poeta Charles Baudelaire. Este último publicó, en octubre de 1857, un artículo en L’artiste. Allí afirmaba, tras comparar la obra con su antecesora, que Flaubert “voluntariamente veló en Madame Bovary las grandes facultades líricas e irónicas manifestadas en La tentación de San Antonio”. Y un par de líneas más abajo: “Muchos críticos lamentaron que esta obra, realmente bella por la minuciosidad y la vivacidad de sus descripciones, no contenga ningún personaje que represente la moral, ni que encarne la conciencia del autor. ¿Dónde está el legendario y proverbial personaje encargado de explicar la historia y de guiar al lector? En otros términos, ¿dónde está el fiscal? ¡Qué cosa absurda! Una auténtica obra de arte no necesita de ningún fiscal (...) y es el lector quien debe sacar las conclusiones de la conclusión”, agudo argumento que se hace eco del objetivo de Flaubert: un libro donde “la personalidad del autor esté completamente ausente”.

Se ha dicho ya que Baudelaire y Flaubert tuvieron vidas casi paralelas: ambos nacieron en 1821, ambos publicaron su obra fundamental en 1857, y pocos meses después del proceso en torno de Madame Bovary fue Baudelaire el acusado de atentar contra la moral con su libro Las flores del mal. Los dos tenían, además, como editor a Michel Lévy, el mismo que según varios biógrafos de Flaubert hizo que su autor cargase con todos los gastos causados por el juicio.

Tal como en el caso de Baudelaire, ni Sainte-Beuve ni George Sand eran amigos de Flaubert en el momento de alabar su novela. A diferencia de Baudelaire, sí lo fueron a continuación, aun cuando Flaubert, previamente, hubiese manifestado no pocas reticencias sobre la obra de ambos: “Todos los días leo a George Sand y me indigno regularmente durante unos quince minutos”, puede leerse en una carta de 1855.

Cuando Sand publicó, el 8 de julio de 1857, su opinión favorable a Madame Bovary, ella y Flaubert apenas se conocían personalmente y lejos estaban del lazo que entablarían después, cuando Sand visitó a Flaubert en su casa de Croisset, cerca de Rouen, o cuando Sand redactó una larga carta con recomendaciones para Salammbô, o cuando Flaubert le leyó a ella numerosos pasajes de La educación sentimental.

El Flaubert de Madame Bovary es, a ojos de George Sand, “un Balzac desprovisto de toda concesión a las amabilidades novelísticas, un Balzac áspero y contrito, un Balzac concentrado, si puede decirse algo así”. La novela está “ejecutada con mano maestra, digna de admiración”.

El comentario fue beneficioso para que la primera edición (unos 6600 ejemplares) se vendiera a buen ritmo. Pero de todas las críticas favorables, ninguna parece haber sido tan determinante como la de Charles Agustin Sainte-Beuve: en primer término porque se publicó casi enseguida (el 4 de mayo del ‘57, en Le Moniteur), en segundo lugar porque la opinión de Sainte-Beuve era palabra santa por entonces, lejos de los embates posteriores de Proust o de Malraux, quienes le reprocharon la “simpleza” de explicar las obras a través de las biografías de los autores.

Este rasgo no es falso y, por cierto, puede advertirse en el corolario de su reseña sobre Madame Bovary: “Hijo y hermano de distinguidos médicos, Gustave Flaubert mueve la pluma como otros el escalpelo”. Lo más interesante de la lectura de Sainte-Beuve no reside allí, sin embargo, sino cuando recuerda que la obra fue objeto de un debate extraliterario pero que ahora, tras el fallo y la “sapiencia de los jueces”, “pertenece al arte y solamente al arte”, o ante todo cuando afirma que en la novela se reconocen “nuevos signos literarios: ciencia, capacidad de observación, madurez, fuerza, un poco de rudeza”.

Si tras el elogio de Baudelaire, el vínculo entre éste y Flaubert casi no se alteró; si tras el elogio de Sand nació una amistad sincera (Henri Troyat cree que Flaubert pasó a ser conmiserativo con la obra de su amiga, al extremo de defenderla ante terceros), después de las alabanzas de Sainte-Beuve nació entre éste y Flaubert un vínculo más complejo, sujeto a los conflictos habituales entre crítico y artista.

Flaubert respondió a las ponderaciones de Sainte-Beuve con una carta del martes 5 de mayo de 1857. En ella tilda al artículo de “recompensa”, ya que en sus años de estudiante él leía con agrado Volupté y Les Consolations. Biógrafo alguno localizó jamás ninguna referencia a estas lecturas de juventud y sí, en contrapartida, un par de alusiones poco amables (“Me agrada advertir que usted se suma a mi odio hacia Sainte-Beuve”, carta de 1844 a Louis de Cormenin) o mordaces: “Aquí todo es tan claro como dentro de un horno o de una frase de Sainte-Beuve” (primera versión de La educación sentimental, 1845).

La poeta Louise Colet (amante de Flaubert y destinataria de algunas de sus cartas más significativas) acaso estaba al corriente de esas opiniones adversas, puesto que en Lui, su novela de 1860 en la que Flaubert aparece bajo el nombre de Léonce y Sainte-Beuve bajo el alias apenas discreto de Sainte-Rive, le hace decir a un personaje llamado Albert (e inspirado en Alfred de Musset) que Léonce, o sea Flaubert, “desprecia sin comprender la bella novela psicológica sobre el amor” de Saint-Rive (Volupté, de Sainte-Beuve), pero que así y todo esto no impedirá que “si un día publica su obra, vaya a mendigarle a Sainte-Rive unas frases elogiosas”.

En honor a la verdad, ni el novelista mendigó ni el famoso crítico lo habría aceptado. En la citada carta del 5 de mayo, Flaubert le pide a Sainte-Beuve que no lo juzgue tan sólo por este libro, se declara “romántico” y le comunica que por un buen tiempo no escribirá otra novela semejante. Lejos de ser anodina, la confesión es profética. Su novela siguiente (Salambô) se ubicó en los antípodas del realismo de Madame Bovary y distó de agradar a Sainte-Beuve, quien consagró al libro una reseña en entregas (¡tres lunes consecutivos, desde su temible columna!) y, aunque tuvo la deferencia de bajar su pulgar sólo en la tercera entrega y de forma apenas atemperada, no hizo concesión alguna en nombre de su vínculo con el autor.

Dice Michel Brix que Sainte-Beuve solía citar de memoria un pasaje del Arte poética de Horacio (“No hay que decir para qué herir a un amigo a causa de un detalle anodino. Esos detalles conducirán al poeta a serios problemas, si no le son señalados”) y que, ante todo, era un acérrimo defensor de la independencia del crítico. La prueba está en lo ocurrido tras su reseña de Madame Bovary. Los elogios no sólo fueron retrucados seis días más tarde desde un órgano oficialista; casi a la vez, Sainte-Beuve recibió serios reproches de las esferas gubernamentales. El crítico reaccionó escribiéndole el 16 de julio una carta al ministro de Instrucción Pública, Achille Fould, en la que, todo indignado, renunciaba a su cargo como docente en el Collège de France. Flaubert siempre reconoció este gesto.

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