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Domingo, 27 de mayo de 2007
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Rescates

La escuela romántica de Heinrich Heine

Por Mariana Enriquez
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Por razones varias y seguramente complejas de analizar, en el mundo de habla hispana Heinrich Heine (1793-1856) es conocido casi exclusivamente por su obra como poeta romántico: en su momento Buch der Lieder (Libro de canciones) fue un volumen popular que hasta se leía en las escuelas. Después de ese poemario, Heine no sólo se distanció del Romanticismo sino que se convirtió en crítico cultural, periodista, publicista, ensayista. De esa faceta, poco y nada se conoce en castellano. Como bien apunta Roman Setton en la introducción a La escuela romántica: “Hoy Heinrich Heine se encuentra relegado a los especialistas, eruditos y amantes de las curiosidades”.

A su rescate se lanzó la colección De la Alemania (Editorial Biblos), que ofrece obras en alemán nunca antes traducidas: de hacerlo se encarga el taller de Traducción de Textos Filosóficos y Literarios de la Universidad de San Martín (próximamente editarán una antología de cuentos policiales germanos y textos inéditos de Hegel).

Pero este rescate de Heine con su ensayo La escuela romántica es de los que merecen el mayor entusiasmo. Primero porque de su autoría sólo se conseguía en algunas librerías de viejo el excelente Los dioses en el exilio, y segundo porque este autor, que trabajó rabiosamente durante la primera mitad del siglo XIX, es tan poco acartonado, tan lúcido, tan sencillo y tan gracioso, que su olvido es por lo menos sorprendente.

La escuela romántica fue escrito como respuesta a De l’Allemagne de Madame de Staël, el libro que introdujo el Romanticismo alemán en Francia. Heine, que perteneció a la escuela, ya no la soporta cuando escribe su ensayo. Entonces afirma que elogiar esa escuela es promover “tendencias ultramontanas”. Y luego se encarga de exponer su caso: en síntesis, que el Romanticismo es funcional a los intereses de la nobleza alemana, católica y nostálgica de la Edad Media.

Tras tomar posición, comienza ya no sólo a desmenuzar el Romanticismo, sino toda la literatura alemana. Y dice, por ejemplo, de Goethe: “Yo no niego en absoluto el mérito intrínseco de las obras maestras de Goethe. Ellas decoran nuestra querida patria tal como las bellas estatuas decoran un jardín, pero son estatuas”. Del patriotismo y el espíritu germano: “El patriotismo del alemán consiste en que su corazón se estrecha, se contrae como el cuero en el frío, odia lo extranjero, ya no quiere ser un ciudadano del mundo, un europeo, sino solamente un teutón provinciano”; “Una locura francesa no es, ni con mucho, tan loca como una alemana; porque en esta última, como diría Polonio, hay método. Se cultiva esa locura con una pedantería sin igual, con una aberrante gravedad, con un fundamentalismo que son inimaginables para un superficial demente francés”. Con gran malicia y detalle, cuenta que A. W. Schlegel era sexualmente impotente (para resaltar la “esterilidad” del Romanticismo), dice que Ludwig Tieck “era poeta, una calificación que no merece ninguno de los Schlegel” y de Von Arnim “usualmente, es serio como un alemán muerto. Un alemán vivo ya es una criatura suficientemente seria, ¡pero un alemán muerto!”. Cada daga lanzada tiene su razón de ser, y Heine también dedica páginas francas y sin ironías a las canciones populares alemanas y el Quijote. Pero su fastidio con una escuela literaria que considera retrógrada y oscurantista sigue fresco a casi dos siglos de distancia. Además, resulta relevante para las discusiones literarias actuales: Heine cree en la responsabilidad social y política de la literatura y, “como hombre de movimiento” y socialista incipiente –era muy amigo de Marx– se opone a la literatura hecha de “cuestiones artísticas”, que llevaría al “indiferentismo” y al “quietismo”. Y, encima, La escuela romántica es un ensayo muy accesible, facilísimo de leer y muy pero muy divertido.

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