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Domingo, 12 de agosto de 2007
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Nota de Tapa

Los incompatibles

La amistad entre el estudioso de las religiones Mircea Eliade y el novelista Mihail Sebastian era tan prometedora como el mundo en el que nació: la esperanza palpable de un futuro mejor para Rumania, de un esperado debut literario para ambos y el amor compartido de una mujer excepcional. Sin embargo, el surgimiento del nazismo lo oscureció todo y los arrastró a un desencuentro inimaginable pocos años antes. Ahora, la publicación azarosa de una serie de libros permite reconstruir la historia de esa amistad desde todos sus puntos de vista –signados, todos, por una extraordinaria peculiaridad rumana: la compatibilidad de incompatibles–.

Por Juan Forn
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Mihail Sebastian // Mircea Eliade

Como Heidegger, Mircea Eliade también tenía un esqueleto en el placard. Como en Heidegger, los pecados políticos de Eliade implicaron una traición a un ser querido. En el caso de Heidegger, a su amante, la joven Hannah Arendt. En el caso de Eliade, a su mejor amigo de juventud, el escritor Mihail Sebastian. A diferencia de Heidegger, Eliade nunca volvió a ver a su víctima: Mihail Sebastian murió un año después de que terminara la Segunda Guerra. Pero tal como Heidegger fue (para muchos incomprensiblemente) perdonado por Arendt, Mihail Sebastian terminó condenando sin proponérselo a Eliade desde la tumba, cuando su cadáver llevaba más de cuatro décadas enterrado y Eliade llevaba el mismo tiempo disfrutando de su gloria académica en Estados Unidos.

Quizá sea imprescindible ser judío y rumano para entender en su justa proporción la trágica historia de Eliade y Sebastian. O quizás alcance con leer la formidable novela autobiográfica El regreso del húligan, de Norman Manea (y su libro de cuentos Felicidad obligatoria y sus ensayos de Payasos, El dictador y el artista), para entender que una historia no termina hasta que alguien no la cuenta, alguien para quien esa historia contiene cifrada su identidad como escritor.

Vayamos por partes. Norman Manea es judío y rumano (“un judío del Danubio” como prefiere decir él), nacido treinta años más tarde que Eliade y Sebastian en la Bucovina, confín del Imperio Austro-Húngaro que después de la Primera Guerra se convirtió en territorio rumano. A diferencia de sus vecinos, Rumania (el más latino de los países mitteleuropeos) peleó aquella guerra en el bando opuesto al Kaiser y, en el reparto posterior a la victoria, el Tratado de Versailles la premió con los territorios de Bucovina y Besarabia. Nunca fue tan grande y próspero el territorio rumano (Bucovina, por ejemplo, hoy pertenece a Ucrania); nunca fue más mendaz el comportamiento de los rumanos: en esa encrucijada, la que va del año ’30 a la entrada en la Segunda Guerra del lado de los nazis, ubica Norman Manea el comienzo de la quiebra moral de su país, con la escalada nacionalista antisemita que no sólo habría de arrasar con la amistad entre Eliade y Sebastian sino que, décadas después, terminaría convirtiendo a la Rumania de Ceaucescu en el único régimen totalitario del mundo que practicaba el comunismo y el fascismo a la vez.

Eliade y Sebastian se conocieron a mediados de los años ’20 al ingresar en la Universidad de Bucarest. Los dos querían ser escritores, los dos mostraban un talento igualmente promisorio, los dos eran (como los también jóvenes Emil Cioran y Eugene Ionesco) discípulos del famoso profesor de lógica y metafísica Nae Ionescu. Eliade era, como su maestro, cristiano ortodoxo. Sebastian, cuyo verdadero nombre era Iosef Hechter (ya veremos por qué adoptó en sus documentos ese nom de plume en 1935), había nacido en el mismo pueblo que su maestro, Braila, pero era judío. La amistad entre ambos jóvenes se desarrolló bajo la tutela de Ionescu y de una joven llamada Nina Mares, que sería primero novia platónica de Sebastian y luego se casaría con Eliade. Nina pasaba a máquina los primeros textos de Eliade y Sebastian mientras ellos recorrían el país dando conferencias como miembros de la asociación cultural Criterion, pregonando el advenimiento de una nueva literatura rumana (eran años de ferviente curiosidad intelectual en aquel país: para entenderlo cabalmente, puede mencionarse el hecho de que los editores franceses, italianos y alemanes vendían casi una décima parte de su producción en librerías rumanas).

Sebastian adquirió pronto renombre como periodista al graduarse, Eliade prefirió enseñar en la universidad (un viaje por la India que hizo a fines de los años ’20 definió la orientación intelectual de su carrera), pero los dos jóvenes seguían apostando en secreto por las novelas que estaban escribiendo y que el profesor Ionescu había prometido prologar. Así llegamos al año 1934. Sebastian termina su novela y se la entrega a Ionescu para que la prologue. Entretanto, soflamado por los nuevos aires que soplan desde Italia y Alemania, Nae Ionescu ha comenzado a alejarse del cosmopolitismo paneuropeo y a predicar las bondades del fascismo mussoliniano y del programa de depuración nacionalista que pregona Adolf Hitler desde las páginas de Mein Kampf. Ionescu no se había sumado aún al movimiento ultranacionalista Guardia de Hierro (hecho que produciría el quiebre de Criterion), pero el texto que escribe para la novela de Sebastian (una saga sobre los judíos del Danubio titulada Desde hace dos mil años) es de una virulencia estremecedora. En todo el prólogo se refiere a Sebastian no por el nom de plume elegido sino por su apellido judío, sostiene que la identidad rumana se basa “inalienablemente” en el cristianismo ortodoxo y dice cosas tan incendiarias como: “Iosef Hechter, tú estás enfermo porque sólo puedes sufrir. Iosef Hechter, ¿no sientes cómo se apoderan de ti el frío y las tinieblas?”

Aunque Sebastian le dijo demudado a Eliade, cuando le mostró el prólogo: “Es una auténtica condena a muerte”, no se atrevió a retirarlo antes de la publicación. El libro produjo el previsible escándalo. Acusado por izquierda y derecha (de “enemigo” por los judíos y de “paria” por los nacionalistas), Sebastian no sólo adoptó en sus documentos su seudónimo literario sino que escribió una respuesta a todos aquellos ataques, un libro tan breve como potente que tituló: Cómo me hice húligan (ese mismo año Eliade había publicado por fin su novela, llamada Los jóvenes bárbaros –en rumano Huliganii–; es sugestivo señalar que, en los años comunistas en Rumania, aquel término se usaría para señalar a todo enemigo del régimen). Lo cierto es que Eliade fue uno de los pocos integrantes de Criterion que salió a defender a Sebastian, pero lentamente él también adoptó el rumbo ideológico de su mentor Ionescu, para entonces apodado “el Sócrates legionario”. En 1936 Eliade escribió: “Me tiene sin cuidado si Mussolini es un tirano. Me interesa una sola cosa: que ha transformado un Estado de tercer orden en una de las potencias del mundo” (esta sugestiva mirada internacional no se limita a Italia; también dijo lo siguiente sobre Hungría y Bulgaria en 1937: “De los jefes políticos de la Transilvania heroica, castigados y humillados durante siglos por los húngaros, el pueblo más imbécil que existe en la Historia después de los búlgaros, esperamos nosotros una Rumania nacionalista, armada y vigorosa, implacable y vengadora”).

Mucho han discutido los intelectuales rumanos que se quedaron y los que se exiliaron si Eliade perteneció o no a la Guardia de Hierro. Lo cierto es que, cuando en 1938 la plana mayor legionaria (incluyendo a Ionescu) fue encarcelada, Eliade se trasladó de apuro a Londres, donde luego se sumó a la legación diplomática del gobierno militar de Antonescu en Inglaterra, hasta que la entrada de Rumania en la guerra del lado nazi lo obligó a trasladarse a la embajada de su país en Lisboa (en Portugal pasó Eliade toda la guerra; allí escribió encendidos elogios al tirano Salazar y a los “mártires” franquistas de la Guerra Civil española). Sebastian permaneció en Rumania, sobrevivió por milagro a las purgas antisemitas y, en determinado momento de 1942, cuando Eliade volvió a Bucarest de incógnito (llevando un mensaje de Salazar para Antonescu), intentó contactarlo para pedirle ayuda, pero Eliade evitó verlo. Hasta entonces, Sebastian otorgaba el beneficio de la duda a su amigo, pero ese episodio decretó el fin de la amistad.

En agosto de 1944, cayó el régimen pronazi de Antonescu, los rusos entraron en Bucarest y Rumania se sumó a los aliados en la arremetida final contra Alemania. En diciembre de 1944 Sebastian se enteró de la muerte de Nina Eliade y escribió en su diario: “Una ola de recuerdos se levanta desde el pasado. Su cuartito en el Pasaje Imobiliara: la máquina de escribir en la que copió las novelas de Mircea y mía, su inesperado amor, su boda civil en secreto, nuestros años de amistad fraternal y después los años de confusión y desintegración hasta la ruptura, la enemistad y el olvido. Todo está muerto, desaparecido, perdido para siempre”. Menos de tres meses después, rehabilitado por el nuevo gobierno con una cátedra en la recién fundada Universidad Libre y Democrática, Mihail Sebastian esperaba el tranvía para ir a dar su primera clase cuando un camión lo atropelló y lo mató en el acto. Eliade escribe al respecto en su Diario portugués: “Me he enterado por Radio Rumania de que Mihail Sebastian murió ayer. La noticia me trastorna. En mis sueños era una de las pocas personas que me habrían hecho soportable Bucarest. Incluso durante mi clímax legionario lo sentí cerca de mí. Contaba con esa amistad para volver a la vida y la cultura rumanas. ¡Y ahora se ha ido aplastado por un camión! Con él también se va mi juventud. La mayoría de la gente que he querido está en el más allá. Me siento más solo que nunca. Adiós, Mihail”.

Terminada la guerra, Eliade se trasladó a París, donde fue profesor de la Ecole des Hautes-Etudes. En los años ’50 emigró a Estados Unidos, donde alcanzó la celebridad mundial como estudioso de las religiones y donde murió, en Chicago, en 1986. A diferencia de Cioran, que en la vejez confesó con escarnio sus simpatías legionarias de juventud (en sus diarios evoca varias conversaciones con Ionesco en las que, abochornado, se pregunta: “¿Cómo pude ser tan insensato?”), Eliade dejó escritos cuatro tomos de memorias pero nunca echó la menor luz sobre su pasado legionario (el médico de cabecera que firmó su certificado de defunción era otro rumano exiliado de nombre Alexandru Ronett, fervoroso legionario que había dado asilo en su hogar norteamericano a la sobrina del sanguinario jefe de la Guardia de Hierro, Corneliu Codreanu).

Poco después de que Beno Sebastian, el hermano menor de Mihail, muriera en París en 1990, su hija entregó para su publicación el diario que llevó Mihail entre 1935 y 1944, un texto que había sido sacado clandestinamente de Rumania y que Beno se negó a dar a conocer en vida. Eliade llevaba diez años muerto cuando el texto por fin se publicó, en 1996, y desató la polémica. Bajo la presión de la adversidad y del horror, Mihail Sebastian conserva en las páginas de su Diario la gracia de la inteligencia. El tono intimista, la mezcla de afecto y horror con que retrata la evolución de sus amistades (en particular las de Eliade, Cioran y Nae Ionescu) y los infortunios que le tocan vivir es demoledora. Sebastian nunca creyó que sobreviviría a la guerra. Pero escribía esas páginas no para la posteridad sino únicamente para sí, para mantener secretamente su relación con la escritura (como judío, tenía prohibido publicar y desempeñarse como periodista).

El texto más explosivo que se escribió sobre la relación de Eliade y Sebastian lo hizo Norman Manea. Exiliado él mismo del régimen de Ceaucescu, y antes sobreviviente de un campo de concentración durante la Segunda Guerra, Manea sufrió en carne propia el antisemitismo rumano y esa bizarra combinación de stalinismo y fascismo que asfixió durante décadas a su país. El texto en el que compara el Diario de Sebastian con las Memorias y el Diario portugués de Eliade se publicó en la prestigiosa revista The New Republic (con el título “Felix culpa”) y le valió amenazas de muerte provenientes tanto de la Rumania poscomunista como de los grupos de exiliados rumanos en Estados Unidos. Manea se convirtió para los rumanos en lo que Orhan Pamuk representa para los turcos. Eso no evitó que Manea duplicara la apuesta unos años después con su novela El regreso del húligan, suerte de summa autobiográfica que funciona a la vez como novela picaresca, ensayo político y fresco histórico del siglo XX rumano, y que le ha valido desde su aparición la candidatura al Nobel.

Celebrado por autores como Claudio Magris, Philip Roth, Milan Kundera, Saul Bellow, Imre Kertesz y Antonio Tabucchi, el formidable libro de Manea propone un contrapunto entre el primer viaje que realiza a su tierra natal después de exiliado (comparable al que Tzvetan Todorov hace a Bulgaria en El hombre desplazado) y la historia de su vida en Rumania desde el momento en que sus padres lo engendraron en Bucovina, el mismo año en que Eliade publicó su novela huligánica y Sebastian su manifiesto antihuligánico (la referencia no es gratuita: los padres de Manea lo conciben en los altos de una librería donde ambos libros, recién publicados, son el centro de un prolongado y febril debate sobre el futuro entre los más jóvenes miembros del clan Manea y sus amigos, que ignoran que poco después serán arreados en conjunto a los campos de concentración de Transnistria).

Manea relata con el mismo desparpajo episodios completamente incompatibles. Vale la pena mencionar dos de ellos, escalofriantes: en uno cuenta cómo la policía secreta rumana convenció a su mejor amigo para que lo espiara, a cambio de una cama de hospital para su padre moribundo (el amigo se lo confiesa a Manea y entre ambos redactan los informes de delación, así creen haber burlado a la Securitate hasta que el amigo logra escapar de Rumania, y Manea se pasa años observando paranoico a cada uno de sus amigos, preguntándose quién será el nuevo delator); el otro episodio es el misterioso asesinato del catedrático Ioan Culianu, en pleno día, en los baños de la Universidad de Chicago. Culianu había sido un colaborador de Eliade (gracias a éste había llegado a Estados Unidos) que, luego de la muerte de su mentor, estaba escribiendo un libro sobre el pasado político de Eliade. Cuando el FBI investigó el caso, presionó a Manea para que los ayudara a determinar si el asesino fue enviado por el ex rey rumano en el exilio, o una secta parapsicológica enemiga de las investigaciones religiosas de Culianu, o la “mafia académica” (sic) o los legionarios sobrevivientes en el exilio, o el nuevo gobierno rumano poscomunista, o un/a mero/a amante despechado/a.

La asombrosa naturalidad con que Manea viene y va a lo largo del tiempo por situaciones y registros inconcebibles tiene su explicación en una frase de Mihail Sebastian que el autor de El regreso del húligan cita y completa. “No hay nada más serio, nada más grave, nada más cierto y nada más falso en esta cultura de panfletarios sonrientes. Sobre todo, nada es incompatible. He ahí una noción que le falta completamente a nuestra vida pública en todos sus planos: lo incompatible”, escribió Sebastian en su Diario en 1943. Manea ve en esta frase una explicación anticipada tanto del inverosímil sistema político de la Rumania de Ceaucescu, así como del culto a un estudioso de las religiones como Eliade que practicó una dictadura supuestamente ateo-materialista: “En ninguna parte se da tan extraña, incomprensible compatibilidad entre incompatibilidades, entre los que podríamos llamar convencionalmente buenos y malos. Las evasivas y desconcertantes compatibilidades rumanas, su doble o triple mercadeo con la complicidad, tuvieron su papel en el aniquilamiento de las certidumbres morales, y no sólo morales, de nuestro país. Muchas veces ofrecieron sorpresas terribles pero, justo es decirlo, hubo también alguna sorpresa benéfica de tanto en tanto. Sólo así puede explicarse que en un país en donde se cometieron tales atrocidades contra la población judía, haya sobrevivido buena parte de ella”.

A riesgo de que a Manea se le pongan los pelos de punta, a la exigua lista de sorpresas benéficas producidas por esa característica rumana debe agregarse el pequeño milagro de diversidad tonal que es El regreso del húligan. Y otra más: que la traducción de tres libros de Manea al castellano, como la del Diario de Sebastian, como las del Diario portugués y la novela Los jóvenes bárbaros de Eliade, hayan sido realizadas, a lo largo de los últimos cinco años, por la misma persona: el español residente en Bucarest Joaquín Garrigós. Sólo Rumania puede hacer que sucedan cosas así.

El regreso del húligan, Felicidad obligatoria y Payasos, de Norman Manea, fueron publicados por Tusquets. Diario 1935-1944, de Mihail Sebastian, y Los jóvenes bárbaros de Mircea Eliade, fueron publicados por Destino. Diario portugués, de Eliade, fue publicado por Kairós.

“Me he enterado por Radio Rumania de que Mihail Sebastian murió ayer. La noticia me trastorna. En mis sueños era una de las pocas personas que me habrían hecho soportable Bucarest. Con él también se va mi juventud. La mayoría de la gente que he querido está en el más allá. Me siento más solo que nunca.” Mircea Eliade

“En ninguna parte como en Rumania se da tan extraña, incomprensible compatibilidad entre incompatibilidades, entre los convencionalmente buenos y malos. Muchas veces ofrecieron sorpresas terribles pero, justo es decirlo, hubo también alguna sorpresa benéfica de tanto en tanto. Sólo así puede explicarse que en un país en donde se cometieron tales atrocidades contra la población judía, haya sobrevivido buena parte de ella.” Mihail Sebastian

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