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Domingo, 2 de septiembre de 2007
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Volvió

Un día perfecto

Por Rodolfo Rabanal
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Cuando se publicó por primera vez en 1978, algunas personas dijeron que Un día perfecto era un libro feliz; otras afirmaron que se trataba de una novela “agónica” ocupada en trazar, precisamente, la irremediable imperfección de los días. Este último criterio permitió inferir la ironía contenida en el título y, de manera eventual, en el mismo desarrollo de la historia de esos dos raros amantes condenados al desajuste, a la soledad y el crimen. Yo tenía mis dudas sobre posiciones tan opuestas, salvo que, en aquellos tiempos –la década de los setenta en la Argentina– felicidad y agonía solían ir peligrosamente juntas en ciclos dramáticamente polarizados.

Para mí algo estaba claro. El libro trataba sobre el destierro y los exilios en un mundo ceñido entre fronteras impermeables. El ansia de libertad y la desesperanza corrían parejas como en un mal sueño. Mantua, el protagonista masculino, encarnaba todas las miserias de la pérdida: idiomas prestados, identidad oculta o disuelta, nombre supuesto, documentación inexistente, orígenes inhallables, tránsitos furtivos por países desconocidos. No era “nadie”, como Ulises respondiéndole a Polifemo, el monstruo de un solo ojo que todo lo ve. Yo mismo, al escribir, enmascaré mis propósitos soñando que siempre hay fugas posibles hacia el plano simbólico, y suponiendo que hay abrigos en la textura de la metáfora. Es probable que estas “protecciones” sean aparentes y volátiles, pero sin ellas no escribiríamos.

Empecé a trabajar en Un día perfecto a principios de agosto de 1977 para terminarlo ese mismo año poco antes de Navidad. Trabajé en dos tramos, el primero fue un torrente casi ininterrumpido, más o menos hasta mediados de octubre, y el segundo resultó más lento y más concentrado. Con el maxilar inferior izquierdo afectado por una operación dental no supe, en algún momento, si el dolor era, razonablemente, ajeno a la escritura o era ésta la que lo incrementaba, pero hoy tiendo a creer que ambos motivos debieron complotarse en una tarea unívoca porque ni bien puse fin al trabajo se esfumó también el dolor. La escritura, yo diría, cicatrizó la herida.

El libro se editó simultáneamente en Barcelona y en Buenos Aires cuatro meses más tarde. Los comentaristas españoles hablaron de una road-movie hecha novela, algunos otros atinaron a decir que la novela daba cabida al protagonismo de los desechos en un universo cada vez más amenazado por la basura y las contaminaciones más diversas. En parte estaban en lo cierto; después de todo, una buena porción del drama transcurre en los bordes inciertos de la ciudad, en los cruces de los caminos, en las estaciones de servicio, en la pampa abierta y en unas playas sin gente. Los argentinos vieron una historia de amor cruel en medio del desierto y la desolación de las carreteras. Yo, que para entonces apenas si tenía trabajos, fui honrado con un espacio en una universidad norteamericana “en medio de ninguna parte”. Iowa fue mi refugio gracias a Un día perfecto y aquello era, en cierto sentido, como volver a la pampa habiéndola dejado.

A casi treinta años de distancia de la primera edición, vuelvo hoy a encontrarme con un mundo perdido. Efectivamente, en una década de tremendos desaciertos políticos y crueldades crecientes, la conciencia solía quedar cautiva de la agotadora “coyuntura” política y de las poderosas presiones ideológicas. La situación argentina nos empujaba a interpretar la realidad día a día cambiando nuestros proyectos y alterando nuestras estrategias de supervivencia. A los salarios bajos en empleos inestables e insuficientes, se sumaban ahora la delación, la censura, la violencia y la represión. Desde ya, esas zozobras fundan las bases de la novela y emergen, es lo que creo, en la peculiaridad de los caracteres individuales. Sospecho que nunca antes había sentido, como lo sentí entonces, que vivía en un mundo perdido y sin futuro visible. Pero escribir esta novela significó para mí un refugio y una salida y también, tal vez, la enseñanza difusa de que unas malas condiciones pueden, sin embargo, no ser todavía las peores, si al menos podemos escribir. Un año o dos más tarde, comprobé con sumo agrado que el libro era leído, sobre todo, por personas jóvenes que habían pasado la niñez y la adolescencia en los años setenta y creían, mucho más que yo, que había seguramente futuros aunque resultaran impredecibles.

A tres décadas de aquella primera edición, este libro va ahora al encuentro de lectores nuevos. Y entonces no es improbable que el libro sea “otro” siendo sustancialmente el mismo, una road-movie surcando el espacio y las edades.

Este es el prólogo a la nueva edición de Un día perfecto, que acaba de publicar Seix Barral.

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