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Domingo, 23 de septiembre de 2007
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Cella

El hijo de la lágrima

Susana Cella reformula algunos estereotipos literarios en un relato que impacta por la forma de explorar conductas humanas bajo la dictadura.

Por Veronica Bondorevsky

Presagio
Susana Cella
Santiago Arcos Editor
240 páginas.

Hay algo de sinfonía barroca en la última novela de Susana Cella. Por un lado, un lenguaje trabajado, compuesto de subordinadas, frases en el interior de una frase, algo que resuena a un trabajo musical, poético con el lenguaje. Y, por otro lado, hay un labrado, un quiebre del lenguaje nada celestial, bien terrenal, que cautiva al lector. Presagio es algo que si tuviéramos que utilizar categorías para traducirlo remite a Saer y Puig, dos modos de producción y comprensión literarios tan vastos y complejos, y a la vez tan identificables y palpables como huellas en otros escritores. Y esa ostentación de matrices de escritura se multiplica y acoge también reflejos bíblicos y míticos: un bebé expropiado durante la última dictadura militar y encontrado en la basura, cual Moisés de la modernidad, por Marisa, una joven docente de primaria estatal de clase media que vive con sus padres, y que paradójicamente, al salvarlo de la muerte, lo condena a un nuevo tormento.

A ese bebé hallado, Marisa lo llamará Cocoliso ya que "después de todo Popeye no era el padre de Cocoliso, se suponía que Olivia era la madre, pero de dónde lo había sacado, quién era el marido, ella no había visto nada de eso en los dibujos", como a algunos familiares cordobeses, que viven en Villa General San Martín, la joven maestra les dirá Heidi, Clarita, Pedro o la señorita Rottenmayer. En su viaje adolescente de fin de curso, Cocoliso comprenderá que el apodo que tiene ha funcionado en su vida como un arrayán: "Nunca pensó que unos árboles de dibujito animado fueran en realidad asesinos de otros árboles, capaces de rodearlos y asfixiarlos hasta que lentamente se fueran muriendo".

Y también son nítidos los desvíos y metáforas puestos en funcionamiento por el espíritu del presagio, de esa señal de la desgracia que fue para Marisa el hallazgo de Cocoliso, y que pone en escena, a lo largo de su vida, una artillería de pálpitos, avisos, intuiciones, sensaciones, conjeturas y, sobre todo, secretos, con las que la joven, por temor, tamizará y socavará a ese otro ser.

Presagio se sumerge en las distintas facetas de los personajes y los episodios. Y ese complejo que se pone en evidencia tampoco se trabaja por oposición, sino que cada matiz, cada pliegue, da vida a una novela de voces y hechos múltiples, inestables, poco fijos.

Por ejemplo, a la apropiación de bebés más usual de la época del proceso (un militar o una persona vinculada a los militares que se adueña del hijo de una víctima), se ve reformulada y da lugar a este híbrido relato moiseico. A su vez, esta apropiadora escucha Radio Colonia para saber qué pasa durante el Mundial o se opone a la colecta de una prima que junta ropa y alimentos para que el gobierno envíe a los soldados en Malvinas.

Es decir, no hay nada estereotipado; los modos o modelos están al servicio de algo mayor, en el que se quiebra la unidad del sujeto y las situaciones (el bueno bueno y el malo malo), y se muestra los caminos tortuosos de la vida como si ésta fuera un laberinto.

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