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Domingo, 4 de noviembre de 2007
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De colección

Eramos tan fachos

La teatralidad fascista, la monumentalidad de la arquitectura nazi, la simbología del poder totalitario y, en inflexión criolla inevitable, la inmigración fascista en Argentina son algunos de los tópicos en los que coinciden varios volúmenes de la colección Historia y Cultura de Siglo XXI que dirige Luis Alberto Romero.

Por Sergio Kiernan
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Bombarderos italianos atacan Grecia.

Bonitos, relativamente pequeños, bien diseñados y legibles, los libros de la colección Historia y Cultura que edita Siglo XXI están cubriendo un nicho que anduvo asombrosamente huérfano por años: el de los libros políticos de buen nivel, académicos pero accesibles al lector no especializado, a un precio que no venga de euros. Para mejor, las traducciones son argentinas o lo parecen, lo que ahorra ripios y errores. Aunque no es especializada, la colección que dirige Luis Alberto Romero abunda en obras sobre el fascismo y el nazismo en varias de sus encarnaciones y aspectos. Fue el caso de De alemanes a nazis, de Peter Fritzsche, y es el de estos tres volúmenes que salen casi en serie.

Emilio Gentile y George Mosse, italiano y alemán exiliado respectivamente, van al centro de un aspecto fundamental de la extrema derecha europea, el simbolismo. El culto del littorio (Gentile) analiza el surgimiento, necesidad y eficiencia del altísimo nivel teatral de los camisas negras, creadores deliberados de una “religión patriótica” que buscó primero movilizar y desbancar a sus competidores de izquierda y liberales, y luego recrear el “patriotismo” como perfecto sinónimo de fascismo. Lo lograron plenamente y en el camino dejaron como traidores, literalmente, a todo el que no participara de su concepto y su ritual nacional.

Uno de los cimientos y fastidios del fascismo fue el estado de movilización permanente, la obligación de participar en la vida pública a la manera oficial, de uniforme y con gestos. Los fascistas impusieron los grandes funerales de antorchas, con el appello a los caídos: el jefe del fascio di combatimento frente a los estandartes tricolores y negros gritando el nombre del muerto “en combate” –generalmente contra los comunistas– y todos los presentes contestando “presente”, con toda la voz y de rodillas. Una vez en el poder, Mussolini puso al país de uniforme de la primaria a la tercera edad y pobló cada espacio físico y mental con la simbología de su partido. El supremo emblema, literalmente escudo nacional durante veinte años, fue el littorio, el haz de maderas atadas con el hacha asomado, robado sin pudores de Roma junto al brazo en alto y la monomanía imperial.

La nacionalización de las masas de George Mosse cubre un terreno similar, también tomando como comienzo la protohistoria de su país –Alemania, como Italia, logró un estado central tardíamente en el siglo XIX– y recorriendo el camino simbólico de crear un imaginario nacional. Publicado en 1975 y en EE.UU., lugar de exilio de este historiador judío escapado justo a tiempo, el volumen es un clásico de la especialidad que faltaba editar por aquí. Un aspecto fascinante es la evolución del monumento público alemán de las torres de Bismarck a los disparates de Speer para su cliente exclusivo, un tal Adolf.

Federica Bertagna, maledetta, nos trae el problema para aquí. Especialista en historia de la emigración, la italiana cuenta las razones de que Argentina fuera un magneto para tanto fascista de posguerra. En un punto es un terreno ya recorrido entre otros por Uki Goñi, historiador del esquema peronista para traer criminales de guerra nazis. La originalidad de La inmigración fascista en la Argentina es que el libro es italiano, con lo que el contexto de la derrota, la república de Saló y la endiablada política de posguerra es presentado con mano segura. Criminales de guerra o simples perdedores, los fascistas van llegando sin mayores inconvenientes, con pasaportes y padrinos, con mediación de religiosos de todo rango y con amplias sonrisas argentinas en el puerto. Aquí se encuentran en medio de otra interna política de aquellas, con la inmensa comunidad italiana en pleno proceso de despegarse de la identidad fascista y, ellos también, ser italianos otra vez pero sin camisa negra. Si se le suma al cocktail la guerra fría, se entiende que hasta Vittorio Mussolini, hijo del Duce, haya terminado de inmigrante en este Río de la Plata y los aliados no hayan hecho más que preguntar si se iba a dedicar a la política –nones y nones– para dejarlo en paz.

Los tres libros comparten un marco teórico claro y nada intrusivo, notas al pie, largas bibliografías y una legibilidad agradable.

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