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Domingo, 9 de marzo de 2008
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Faust

Ronda nocturna

El tono del policial negro se traslada a los hechos históricos de 1956 en una novela que fusiona sexo y violencia.

Por Juan Pablo Bertazza
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Los perros: 1956
Marcelo Faust
Biblos
134 páginas.

No abundan las portadas que den claves profundas y claras sobre la intención de los libros que, a todo color, presentan en sociedad. La elección de La ronda nocturna de Rembrandt o, mejor dicho, su fragmento, inaugura una larga cadena de asombros que el lector experimentará a lo largo de este no muy extenso libro que nos ocupa, Los perros: 1956 de Marcelo Faust. En primer lugar, hay que decir que esta obra cúlmine del pintor holandés tenía otro nombre, bastante menos atractivo, por cierto: “La compañía militar del capitán Frans Banning Cocq y el teniente Willen van Ruytenburg”. El nombre que todos conocemos proviene, en realidad, de un error: se lo pusieron mucho tiempo después una serie de críticos que se encontraron con una pintura tan desgastada por el tiempo y la oxidación del barniz que pensaron que se trataba de una escena nocturna cuando, como luego se comprobaría, la escena se desa-rrollaba a pleno sol. Pero eso no es todo. Si bien la idea de la pintura no representaba ninguna innovación, Rembrandt genera un antes y un después con sus claroscuros y el dinamismo y dramatismo de los contrastes. Algo de esa estética pictórica podría decirse que desde la tapa se derrama hacia el interior de las páginas de esta novela que, desde las primeras líneas, suelta el ancla el 17 de noviembre de 1956 para lanzarse al océano de un tema tan poco transitado como complicado: la revolución libertadora. No es que se la mencione en forma explícita como referente histórico. Desde el comienzo, queda claro que aquí se trabaja desde una perspectiva poco transitada. El libro arranca con una confusa escena de violencia en una iglesia de Avellaneda, donde entre vírgenes, inciensos y estatuillas de santos, un bebé se amamanta de su madre muerta, mientras un equipo del servicio secreto del Estado persigue los rastros de una enigmática mujer. Y es como si las referencias políticas fueran reemplazadas por narraciones y descripciones escabrosas: un triángulo amoroso entre La Negra, Enemesio y Yolanda que, a su vez, incluye un incesto, y las relaciones necrofílicas del inspector Varela con mujeres que uno no deja de asociar a la muerte de Evita.

Otras iglesias, bares perdidos y prostíbulos son los escenarios que, siempre en el brumoso barrio de Avellaneda, le otorgan a esta novela esa incertidumbre que vendría a ser algo así como una apropiación literaria de los claroscuros de Rembrandt. Pero también los personajes se contagian de esa misma ambigüedad: no se sabe quiénes son los traidores, quiénes quieren en verdad deshacerse de Aramburu y quiénes son capaces de pasar información por propia iniciativa. En un acertado estilo secote y de e-mail (o de un telegrama de los años ’50) con mala onda, a tono con los escuetos datos que sobre el autor nos ofrece la solapa, lo que sí hace ruido son algunas re-ferencias espacio-temporales un tanto molestas del tipo “Avellaneda. Hora: 9:37”. Por lo demás, Los perros: 1956 se encuadra claramente en una tendencia que se vio en los últimos tiempos, la confección de novelas policiales inspiradas en acontecimientos bisagra de nuestra historia. En la manera de hacerlo, en ese registro que podríamos llamar macrometafórico porque habla de una debacle política en términos de perversiones sexuales, de la impotencia ciudadana en términos de sombras y nieblas y de un impresionante y mixto duelo a cuchillo en términos de una competencia de esgrima, está su innovación.

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