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Domingo, 23 de marzo de 2008
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No ficción

La guerra argentina

Fogwill antologiza sus intervenciones periodísticas de los últimos 25 años y permite así ver en perspectiva su provocadora figura pública.

Por Hugo Salas
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Fogwill

Los libros de la guerra
Fogwill

Mansalva
378 páginas

Fogwill es como de la familia. En la figura del genio intempestivo y cabrón que ha cultivado hasta el hartazgo, resplandece el tío aquel que, en mitad del asado, reparte provocaciones e insultos envalentonado por el vino, las risitas nerviosas y la impunidad que confiere la sangre. En su caso, hay que decirlo, la indulgencia tiene fuentes más nobles: no sólo el pintoresquismo que aporta a un medio chato y sosegado semejante frontalidad, sino que –digan lo que quieran– ha escrito parte de lo mejor que se haya producido en los últimos treinta años por estos lares.

Como era de prever, su trabajo periodístico compilado en Los libros de la guerra conjuga desde el título lo mejor de su literatura –la observación implacable y un lenguaje desnudo hasta la crueldad– con el habitual tono de sus escarceos públicos (presente en su literatura sólo de manera ocasional y no en sus mejores páginas). Las seis grandes secciones en que se presenta el contenido –Yo, Guerras, Los libros, Ideas borradas, Preguntas, Cuadros– no disimulan dos grandes parcelas cronológicas: por un lado, los artículos publicados entre 1981 y 1986 en medios como Vigencia, El Porteño y Primera Plana; por otro, los que comienzan a aparecer desde mediados de los ’90 y hasta la actualidad en un abanico diverso que va del diario El País a la revista electrónica El interpretador. El hiato, notorio incluso en “Preguntas”, donde su rol no es el de periodista sino el de entrevistado, queda por explicar, pero aun así puede advertirse que en ambos períodos abundan ocasiones en que la mirada lúcida resulta silenciada por el estruendo de la retórica compadrita, que tal vez cierta capilla acólita celebre, justamente, en virtud de todo aquello que permite no escuchar.

El mismo lo advierte. En la nota autobiográfica para Mondadori (un texto raro para él, dicho sea de paso, no sólo falto de economía sino pegado, en más de una ocasión, a gestos demasiado borgeanos), escribe: “[de chico] gané fama de tener permiso para cualquier cosa: [...] desde entonces me consagré al cuidado de esa imagen pública”. La edad, sin embargo, no permite llamarse a engaño; no es él quien se consagra, sino el niño quien resulta consagrado, por los demás, a esa forma relativamente ingenua de la libertad que es “hacer lo que se me dé la gana”.

A decir verdad, la mejor definición de sí la provee el propio Fogwill, en el texto que coloca al principio de la antología, “El interno que escribe” (de 1981, durante su forzada estadía en Caseros), donde obsesiva y repetitivamente se denomina “el escritor interno”. Según él, a diferencia del externo, que lleva adelante su práctica en libertad, el escritor interno es, ante todo, “el interno ese que escribe”, el prisionero. Ninguna anarquía, ninguna libertad desmesurada, como podría parecer, sino férrea prisión. Interno de ese conglomerado pesadillesco denominado Argentina (y de sus construcciones culturales), Fogwill es real en su escritura, y por eso mismo no puede ser “realista”, posición que supone ya una perspectiva. Esto le permite una mirada privilegiada de la realidad (basta leer los artículos de los tempranos ‘80 sobre la herencia de la dictadura y los apresurados posicionamientos sociales frente a lo ocurrido), pero al mismo tiempo lo condena a reproducirla.

Mientras que el resto de su generación ha perorado sobre lo piorcito señalándolo desde afuera, él es interno. Su imaginación no es, como se sugiere en una entrevista incluida entre estos textos periodísticos, la misma del hombre heterosexual soltero, sino una prisionera de ese imaginario, el señor reducido al puro apellido, pura masculinidad, sinceridad desgarrada que le permite no sólo dejar en la compilación las mejores entrevistas a él y artículos –donde afloran momentos de desmedida generosidad, de una afectividad que nadie parece dispuesto a leer–, sino también algunas de sus peores facetas, desde los insostenibles argumentos antiabortistas hasta las entrevistas donde sólo parece empeñado en ser el tío del asado.

Antólogo de sí, el interno alcanza a verse con la misma fría crueldad con que en Una pálida historia de amor (esa novela que él nunca rescata) era capaz de ver a Equis, otra prisionera terrible, quizá por esa lucidez que confiere una trabajosa relación privilegiada con el lenguaje. Tan dolorosamente adentro, a fin de cuentas, termina pareciéndose demasiado a vivir afuera, y sólo alguien que se sabe a tal punto entrampado, derrocha tanta energía en que todo parezca deliberada construcción de imagen pública.

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