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Domingo, 30 de marzo de 2008
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Roth

Hombre (viejo) en pañales

Philip Roth, el escritor norteamericano que ha escrito como pocos, de manera lúcida y descarnada, sobre la decadencia física, el ocaso de la vitalidad y el miedo al deterioro mental, despide a su alter ego Nathan Zuckerman, el hombre que lo acompaña desde hace décadas y que dio algunas de las mejores novelas contemporáneas sobre el matrimonio, el amor y el sexo

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Philip Roth
Sale el espectro

Mondadori Literatura,
254 pags, $36.

Descubrí a Philip Roth, “entré” en su obra por Mi vida como hombre y La visita al maestro. Si bien Roth tenía treinta y ocho años cuando publicó el primero y cuarenta y seis cuando publicó el segundo, son los dos momentos iniciales, cronológicamente hablando, de la saga Zuckerman –y yo tenía la edad del joven Nathan cuando los leí, de manera que Roth es esencialmente Zuckerman para mí–. Ni Portnoy ni Kepesh. Y ni siquiera todo Zuckerman. Roth es para mí el de Mi vida como hombre, más La visita al maestro, más La orgía de Praga, más el de la última década.

Hace cerca de doce años, cuando cumplió los sesenta, Roth se mudó a una cabaña en los bosques de Massachusetts y escribió una seguidilla de libros impresionantes (El teatro de Sabbath, Pastoral americana, Me casé con un comunista, las conversaciones con escritores de El oficio, La mancha humana y La conjura contra América), a razón de uno por año casi (porque además de esos seis hubo otros cuatro, menos buenos). Lo que hace doblemente asombrosa esa década de plenitud narrativa es que Roth partió escoradísimo al autoexilio, después de un divorcio tremendo de Claire Bloom, una amargura incurable por haber estado distanciado de su hermano cuando éste murió y una insatisfacción evidente con su propia literatura y con el ambiente intelectual de su país: “Sólo quería estar en un lugar donde no tuviese que entrar en colisión con nadie, ni codiciar nada, ni convencer a ninguno, ni buscar mi papel en el drama de nuestra época”, dice sobre ese autoexilio Nathan Zuckerman en Sale el espectro.

Porque Zuckerman vuelve en este libro. Y no sólo Zuckerman (un Zuckerman en plena pérdida de sus facultades físicas y psíquicas más valoradas) sino también E.I. Lonoff y Amy Bellette, los inolvidables personajes de La visita al maestro (sólo que Lonoff ya no es más el venerable y áspero maestro literario al que el joven Nathan visitaba en aquel libro, sino un cadáver que lleva casi medio siglo bajo tierra, y Amy Bellette ya no es más esa infartante cruza de Anna Frank y Audrey Hepburn que cambiaba por completo la vida del viejo Lonoff de la noche a la mañana sino una mujer de setenta y cinco años digna pero bastante desequilibrada por el tumor cerebral que va a matarla en breve). Sí: Sale el espectro es un libro obsesionado con el declive vital y con el fin. Por supuesto, Roth es mucho mejor escritor lidiando con el ocaso de Zuckerman que con su propio ocaso (eso en cuanto a las diferencias entre Sale el espectro y Elegía), entre otras razones por la más evidente: que Zuckerman muera es en última instancia anecdótico para Roth; morir él mismo, no. Y que Zuckerman se pregunte “el día en que ya no pueda escribir un libro ni leerlo, ¿qué será de mí?”, es una oportunidad de exploración previa, digamos, que no todos los escritores se permiten practicar.

Porque Sale el espectro no trata sobre el declive vital del hombre común sino el del escritor. Y en el caso de un escritor, declive (“cuando mi menguante memoria ya no me permita escribir un libro ni leerlo”) es igual a fin. Eso es lo que hace a Sale el espectro tan afín a Mi vida como hombre y La visita al maestro: en aquellos dos libros el joven Nathan se enfrentaba al dilema de qué clase de escritor quería ser; en éste, el dilema es qué clase de cierre dará el viejo Zuckerman a su vida de escritor.

¿Qué hicieron los dos más grandes escritores norteamericanos del siglo cuando notaron un declive de sus facultades, o una debilidad en lo que escribían que se resistía tenazmente a la reparación?, se pregunta Zuckerman en el libro. Y se contesta: Hemingway dejaba el manuscrito a un lado, para reescribirlo después o dejarlo inédito para siempre. Faulkner entregaba obcecadamente el manuscrito para su publicación. Sugestivamente, brilla por su ausencia lo que hizo Fitzgerald frente al dilema. El más débil de esos tres enormes escritores, el que murió antes y el que vio antes apagarse su talento, procedió exactamente al revés que los dos más poderosos: ni apartó para más tarde lo que venía ni lo negó como si no lo viera. En cambio, escribió El crack-up, retrato por excelencia del declive de un escritor hacia el fin.

Y eso es lo que hace Zuckerman en este libro. El joven potrillo judío que lo tuvo todo, y todo lo dilapidó, o simplemente se le fue de las manos; el hombre de mediana edad que demostró (en los últimos libros de la saga) saber escuchar y entender como pocos a sus cogeneracionales, especialmente cuando sufren; el viejo impotente e incontinente que vuelve a Nueva York después de once años de autoexilio para encontrarse con Amy Belette y con el fantasma de Lonoff; esos tres Zuckerman son uno y el mismo, el que al regresar a la ciudad después de once años se entera de algo que lo llena de estupor: que su camarada George Plimpton haya muerto.

Ahí es donde sobreviene el último milagro del libro. Las casi veinte páginas que Roth dedica a Plimpton son especialmente pertinentes en un retrato del declive como aspira a ser Sale el espectro. Porque Roth (Zuckerman) publicó sus primeros relatos en los números iniciales del Paris Review, cuando la revista que fundó Plimpton no tenía la legendaria capacidad de convocatoria que tuvo después. Porque desde el primer momento Plimpton le pareció un tipo formidable a Zuckerman (a Roth). Porque “si me hubiesen preguntado quién en mi generación sería el último en morir, el menos probable, el que no sólo eludiría la muerte sino que escribiría con agudeza, precisión y modestia sobre ello, la única respuesta posible habría sido George Plimpton”, dice Zuckerman (o Roth). Porque para Zuckerman (y para Roth), Plimpton encarna como ningún otro escritor de los que conoció el saber vivir, y el poder transmitirlo escribiendo (“con agudeza, precisión y modestia”). Zuckerman (Roth) llega a decir: “Cuando uno se dice a sí mismo quiero ser feliz, bien podría decirse quiero ser George”. El panegírico termina así: “¿Cuál es la palabra que estoy buscando? El antónimo de doppelgänger. Eso es lo que yo fui siempre de George Plimpton” (Plimpton, cabe aclarar, murió en pijama mientras dormía; murió, en opinión de Zuckerman y Roth, sin declive).

En suma, son tres los méritos formidables de este libro: el retorno de Lonoff y Amy Bellette (su breve y desesperado amor y la prolongadísima separación que supuso la muerte de él, y el modo en que se “comunicaron” durante los últimos cincuenta años), la despedida a Plimpton y el pulso asombrosamente firme que tiene el retrato de sí mismo que hace Zuckerman (o el retrato de Zuckerman que hace Roth).

Pero, para que el libro fuese un cabal retrato del declive, tenía que tener también su parte impotente, incontinente, patética, gagá: el mérito le corresponde a un par de diálogos imaginarios de Zuckerman con una morocha de veintipico (heredera texana pero progre, aspirante a escritora, torturadita, histericona como princesa judía, aunque rebase de sangre goy en sus venas), los dos diálogos están a la altura de Decepción (misericordiosamente olvidada en una inconseguible edición de Versal) o de los peores momentos de la saga Kepesh.

Pero que estén “es justo y necesario”, como decía la misa de mi infancia. Aun cuando produzcan escalofríos y arcadas de vergüenza, tenían que estar. Otro escritor no los habría puesto. Roth, o mejor dicho Zuckerman, sí. Y ésa es la otra cosa que le admiro, incluso cuando no me gusta lo que escribe: los cojones con que siempre se expone y se arriesga. Esos cojones que llevan al rendido Nathan Zuckerman a decir, en cierto momento de Sale el espectro: “Este libro debería llamarse Hombre en pañales. Hombre viejo en pañales” (en inglés es aun más contundente: Old man in diapers). Me pregunto si Roth no debió haberle concedido esa última voluntad.

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