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Domingo, 21 de septiembre de 2008
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La rana y la guerra

Especialista y traductor de poesía japonesa, marine en Okinawa y luego objetor de conciencia, pacifista militante, motor –tras rechazar una invitación de Laura Bush a la Casa Blanca– de Poetas contra la guerra, la antología y movimiento más grande de literatura contra la política norteamericana, Sam Hamill es un poeta que ha sido sabio, antiguo y contemporáneo durante los últimos cincuenta años.

Por Guillermo Saccomanno
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Basho no sabía absolutamente nada acerca del agua/ hasta que oyó esa rana”, escribe Sam Hamill resignificando el haiku legendario de Matsuo Basho. “No es cierto que en el principio fue el verbo: primero escuchamos, luego nombramos”, piensa Hamill. Y Esteban Moore, traductor y prologuista de Hamill, anota al respecto: “El proceso inherente a la acción de escuchar nos obliga, en este oficio que es puro medio y no tiene ningún otro fin en absoluto, a entregar nuestro yo”. Hamill ahora: “El yo de mi poema no me pertenece. Es una primera persona impersonal, es la autorización para que el lector penetre esa experiencia que denominamos poema”. Bajando a tierra: es más trascendente tal vez lo que pasa que aquello que “me” pasa. Así, Hamill escribe: “La palabra es sólo evidencia de lo real; / en la lengua hopi no hay ballenas”. Es decir, no importo tanto yo como el texto, flecha disparada por un arquero zen. Esta interpretación de la poética de Hamill no es una mera hipótesis: Hamill es un estudioso de la poesía oriental. Su traducción al inglés de Lao Tse se juzga superior a la que hiciera, en tiempos del grupo de Bloomsbory, Arthur Waley. Volviendo al poema de Hamill que tiene a Basho como protagonista: lo que cuenta, antes que la veleidad del yo, es el desapego. A no confundirse: Hamill no es, de ninguna manera, con su saber de Oriente, un new age: “Los líderes de las corporaciones se educan/ con El arte de la guerra de Sun Tzu”, ha señalado en forma crítica. Es decir: su desapego no excluye la preocupación social. Nacido en Utah en 1943, huérfano de la Segunda Guerra, criado en adopción en San Francisco, después del secundario y sin recursos para ir a una universidad, se enganchó en el ejército y fue marine durante cuatro años. “En Okinawa, vestí el uniforme/ y porté armas/ hasta que mis ojos comenzaron a abrirse, / hasta que me ahogué/ con el orgullo del cuerpo de marines, / hasta que me di cuenta/ de lo deliberado de mi ceguera.” Enrolado, Hamill se hizo objetor de conciencia (tal como lo hiciera Robert Lowell durante Corea). Y este acto, si se piensa en la invasión de Viet Nam, no era cómodo. De vuelta en EE.UU. pudo anotarse en la Universidad de California. En 1972 fundó la progre Cooper Canyon Press. Además de trabajar como periodista, Hamill dio talleres de poesía en prisiones y escuelas a chicos y mujeres golpeadas. “La belleza de lo trágico/ la tragedia de la hermosura”, ha dicho. Siguiendo la voz enjundiosa de Pound escribió, homenajeándolo, su propio “canto pisano”: “Con usura/ hemos entrado en otra edad de salvajismo,/ las antigüedades de Bagdad saqueadas,/ las maravillas del mundo vendidas por dinero”. Y esta voz la alterna con la percepción de William Carlos Williams: “El arte no es el negocio de contadores de porotos./ Aunque los porotos deben ser contados”. Hamill publicó a la fecha más de trece colecciones de poemas. Sus traducciones del latín, estonio, japonés y chino son elogiadísimas. Hamill ha vivido en Japón, donde se convirtió al budismo y como viajero incansable anduvo por toda Europa y América latina. En nuestro país le motivaron poemas Borges y la calle Florida. “El viaje en sí mismo es el hogar”, ha escrito. Una mañana de febrero de 2003 llegó a su casa de Port Townsed un sobre con membrete de la Casa Blanca. Considerando su militancia política, a Hamill lo sorprendió la invitación de la señora Bush a un encuentro de poetas. Esa noche, mientras tomaba vino, Hamill se preguntó una y otra vez qué hacer con eso. Mientras lo conversaba con su mujer se acordó de las manifestaciones pacifistas del ’67, de las sentadas masivas en los parques y las universidades. Se acordó de Phil Levine y Galway Kinnell leyendo sus versos ante una multitud. Hamill lo declaró en reportajes: “Pude decir no y quedarme lo más tranquilo en casa traduciendo a un chino”. Además de rechazar la invitación, Hamill llamó a varios poetas amigos y al día siguiente redactó una carta ofreciéndoles firmar una denuncia contra una nueva invasión yanqui a otro país. La carta, censurada por la prensa, fue enviada a cuarenta poetas. Las respuestas reventaron su correo electrónico. Debió pedir socorro a una poeta amiga empleada de Microsoft. En cuestión de horas, más de once mil poetas (entre quienes estaban Robert Bly, Adrienne Rich, Lawrence Ferlinghetti, Tess Gallagher y Ursula K. Le Guin) adherían con más de trece mil poemas y formaban una pila de hojas de más de dos metros que se convertiría en Poets Against War, la antología más importante de poesía antibelicista. “Atrapado por el horror –explica Hamill en un poema–, me vuelco hacia la poesía.” Por supuesto, Hamill se ganó la reprobación del New York Times y del Wall Street Journal. Como si fuera poco, la Cooper Canyon Press, la editorial que había fundado, le pidió la renuncia. Imparable, el 17 de octubre, a pesar de un diluvio, más de tres mil personas se juntaron en el Lincoln Center para escuchar a los poetas prohibidos por la Casa Blanca. “Leer es el mejor camino a la libertad”, dijo el poeta que enseñó literatura durante catorce años en las cárceles norteamericanas. “La poesía puede ser una iluminación”. Por ejemplo: darse cuenta de que la palabra no es más que una rana.

A partir de Borges

Nadie es la madre patria. Los mitos de la historia
No podrán vestir la desnudez del emperador,
Ningún discurso conferir poder a los votos inexistentes,
ni honrar a los que viven en la pobreza
con nuestros himnos a los muertos. Nadie
es la madre patria. No son los héroes de nuestros
viejos genocidios, las guerras indias, ni aquellos
que navegaron hacia el oeste con cargas de carne humana
en cadenas, ni aquellos en cadenas que fueron traídos
contra su voluntad para trabajar, y procrearse y morir
al servicio de sus amos, amos
cuyos hijos serían los que hoy y aquí son nuestros amos.


Paseando por la calle Florida

De la oscuridad feroz surge la luz.
Siempre hay tristeza en aquello que es civilizado.
Sin embargo, creo que esta ciudad tiene alma. Los viejos fantasmas, están en gran peligro, no podrán sobrevivir. Pero la democracia podrá prosperar sólo si el valor de los poetas es contagioso, y si los mitos y leyendas no ocultan lo real.
En la calle Florida artículos de cuero, alta costura, modas,
Gitanos, mendigos, remeras del Che y Big Macs.
¿Cuál será el futuro del pasado?
¿Qué puedo saber yo un visitante, un peregrino?
Observo los ojos de aquellos que sobrevivieron
Décadas de tormento, dolor y furia,
La mía es una mirada fugaz de aquello que nunca sabré.
Y soy recompensado con la amabilidad de los extraños.

Ojos bien abiertos y otros poemas
Sam Hamill
,
traducción de Esteban Moore
Colección El Cuervo traducciones
Valencia, Venezuela, 68 páginas

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