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Domingo, 22 de marzo de 2009
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Dos mujeres

Dos mujeres atravesadas por la guerra. Así, como en la película de Vittorio De Sica, estas escritoras que por edad y circunstancias pudieron ser madre e hija escribieron en otra lengua, abandonaron su país de origen, vivieron el miedo en el cuerpo y escribieron acerca de las heridas, las cicatrices y las marcas de la guerra. Sylvia Iparraguirre nos acerca vida y obras de la ruso-francesa Irène Némirovsky y la húngara Agota Kristof.

Por Sylvia Iparraguirre
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Agota Kristof.

Irène Némirovsky.

Hace algunos años, en una retrospectiva de homenaje al neorrealismo italiano, vi una película de Vittorio De Sica: Dos mujeres. En esencia, contaba una historia si se quiere, menor, apenas una escena entre miles de escenas de la Italia de posguerra. De la posguerra inmediata, cuando Italia era un caos, el hambre estaba instalada y los soldados americanos recorrían en jeeps los caminos que unían antiguos pueblitos campesinos, todavía humeantes por los bombardeos. En la caravana de refugiados iba una mujer (Sofía Loren) con su hija de unos once o doce años (no recuerdo el nombre de la joven actriz). Caminaban con un atado de ropa junto a mujeres y hombres estragados por la guerra. Hacen noche en una aldea y se cobijan para dormir en una iglesia semiderruida. Duermen en el suelo, una junto a la otra. En un momento de la noche, entra un grupo de hombres, no recuerdo si soldados o salteadores, da lo mismo, las separan unos metros, y las violan. La madre sufre por las dos; al día siguiente, vuelven al camino, a continuar con sus vidas de mujeres atravesadas por la guerra.

La lectura, casi simultánea, de dos autoras europeas fue lo que me trajo a la memoria la película de De Sica, y prefiguró ese símil precisamente con esas palabras: dos mujeres atravesadas por la guerra. Dos escritoras: la húngara Agota Kristof y la ruso-francesa Irène Némirovsky. Dos mujeres marcadas, muerta una de ellas, por la guerra.

MADRE E HIJA

La analogía se hacía más real a medida que comprobaba las similitudes y diferencias de los términos: dos mujeres, con edades acordes como para ser madre (Némirovsky, nacida en 1903) e hija (Kristof, nacida en 1935), que debieron huir, que debieron adoptar otro país, que escribieron sus libros en otra lengua, que experimentaron el terror de la guerra. La Segunda Guerra Mundial arrasó las vidas de Némirovsky y Kristof como un vendaval y quedó registrada en sus dos obras mayores: Suite francesa, de Némirovsky, y la trilogía Claus y Lucas (El gran cuaderno; La prueba; La tercera mentira), de Kristof.

Cuando muere en Auschwitz en 1942, a los 39 años, Irène Némirovsky ya sabía las dimensiones del desastre. En 1939, en medio de la psicosis de guerra, se convierte al catolicismo. Ese mismo año, con Michel Epstein, su marido, busca refugio en Issy-l’Eveque, el pueblito de la nodriza de sus hijas. Los dos deben llevar la estrella amarilla cosida a la ropa. Hasta allí llegaron a buscarla los gendarmes del mariscal Pétain; dos meses más tarde, estaba muerta. La misma rápida “limpieza” sería ejercida sobre su marido. Dos días antes del arresto, Irène escribía en el bosque cercano a Issy-l’Eveque donde encontraba soledad: “¡Dios mío! ¿Qué me hace este país? Ya que me rechaza, considerémoslo fríamente, observémoslo mientras pierde el honor y la vida”. Y más adelante: “He perdido la estilográfica. Pero tengo otras preocupaciones, como la amenaza del campo de concentración y el status de los judíos”.

Agota Kristof tenía entre cinco y diez años cuando la guerra se instala en Hungría. Niñez y adolescencia pasadas en un país periférico, rehén de los alemanes, arrasado por los nazis y más tarde ocupado por los soviéticos. “Peor que la guerra fue la posguerra. Hungría se convirtió en una colonia de la URSS”, recuerda. En 1956 estalla la rebelión húngara contra el régimen soviético y fracasa; su marido, que ha participado en la revuelta, ya no tiene retorno; deben huir lo más rápidamente posible. Agota tiene 21 años y un bebé de meses cuando cruzan la frontera a pie para refugiarse en Suiza. El idioma francés le fue muy difícil a Kristof, que componía poemas mentales en su húngaro natal mientras trabajaba largas horas en una fábrica de relojes. “Suiza me parecía el desierto. Lo pasé mal.” Luego de doce años sin escribir, cambiaría el húngaro por el francés: “En francés no podía y el húngaro se me iba perdiendo”. Aunque admite que hubiera escrito lo que fuera en cualquier lengua. Décadas antes, el francés es casi la lengua natural de Irène Némirovsky. Como hija única de un riquísimo banquero judío-ruso de Kiev, ya traía el francés puesto. Pero el exilio a Francia cuando huyen de la Unión Soviética al triunfo de la Revolución de 1917, fue otra cosa. Su padre rehace su inmensa fortuna y busca posición social. Poco cuesta, según sus ficciones y sus cuadernos autobiográficos, representarnos a esta jovencita, en plenos años veinte: de largo collar de perlas, conduciendo su auto por Biarritz o por Montecarlo, yendo de una fiesta a otra, jugando en el casino, bailando hasta caer rendida. Según confiesa en Niza: “La víspera de mi partida hubo un gran baile en nuestra residencia, en el hotel Negresco. Bailé como una posesa hasta las dos de la mañana y luego, pese a que soplaba un viento glacial, salí a flirtear y a beber champán frío”. Un personaje salido de los cuadros de Tamara de Lempicka. El buen vivir, la felicidad momentánea del lujo, para nada excluyentes con su tendencia natural, precoz, a escribir novelas (la primera, David Golder, es de 1926), no ocultan el odio de Irène hacia su madre, presente en casi todas sus ficciones. En la Argentina lo leímos en su estupendo cuento largo El baile, donde representa impiadosamente esa vida (y a esa madre) de una familia de arribistas nuevos ricos tratando de hacerse un lugar en la sociedad francesa. El odio fue mutuo. Cuando después de la muerte de Irène, sus dos pequeñas hijas, prófugas con su nodriza, llegaron a Niza, a pedir asilo a la fastuosa casa de su abuela materna, la mujer ni siquiera abre la puerta. Desde el otro lado les contesta que vayan a buscar refugio a un orfanato.

Irène brilló en una adolescencia llena de lujo, joyas, viajes y bailes en Francia, un país que la dejó a merced de sus verdugos. Agota creció en una Hungría sombría, en esa pobreza y estrechez de tener que conformarse con lo básico, sin aire, bajo un régimen de hierro, que la expulsa.

DOS CAMINOS

La marca a fuego de la guerra en dos conciencias, en dos sensibilidades y en dos vidas tan opuestas no podía sino dejar dos literaturas casi antagónicas. La oposición se da también en sus destinos literarios. Némirovsky no viviría para conocer la consolidación de su prestigio como autora ya admirada por Jean Cocteau y Joseph Kessel en sus primeros libros. Kristof, en indiferentes o agresivos reportajes, confesaría que no quiere ni mirarlos después de publicados: le resultan demasiado dolorosos. De inmediato agrega que, después de decir lo que tenía para decir, “no le interesa la literatura”. O mejor dicho: “Para mí –expresa Kristof–, la escritura es demasiado importante como para hacer algo que no me guste”.

Francia redescubrió a Némirovsky como la gran novelista “tapada”, alguien casi célebre en los años treinta caída luego en la oscuridad de su propio destino. Como es de rigor en estos casos, se le adjudicó el mote de “la mejor novelista francesa del siglo XX”, mote tan prodigado que ya no significa nada. La urgente canonización suena más a operación mediática de los editores que a un juicio real sobre el peso y medida de Némirovsky, sobre su extraordinario, singular, talento de novelista. La piedra de toque fue el descubrimiento, hace pocos años, del cuaderno manuscrito de Irène preservado por Denise y Elizabeth, sus hijas, cuaderno que sería en el futuro inmediato su mayor novela: Suite francesa (2004). De escritura apretada hasta los bordes y escrito hasta el momento mismo en que el gobierno de Pétain la descubre y la secuestra, el cuaderno se erige en el sueño de todo editor: el manuscrito desconocido de una gran escritora. El mismo del marchand que sueña encontrar, en algún olvidado bodegón de provincias, un original de Van Gogh. Por su parte, Agota Kristof ha sido y es exaltada por razones opuestas. Su indiferencia casi criminal por lo que ha escrito, su falta de tacto e incluso de modales para tratar a la prensa, su estupor ante su fama, el deseo de borrar de su memoria aquello que consignó en sus libros, al menos en la trilogía reunida y traducida al español bajo el título de Claus y Lucas, la convierten en una especie de boccato di cardenale para los inconformistas, jóvenes que enloquecen con su comportamiento dark (se ve en Internet) y con su manera literal de cortar la conversación cuando toma una dirección literaria; en resumen, un icono que también puede rendir lo suyo.

Las diferencias entre estas dos autoras son bien interesantes. Primero en términos literarios, de placer de lectura; en segundo lugar para indagar la manera en que la literatura procesa los grandes cambios o tragedias colectivas. En este caso, la literatura escrita por mujeres.

Es posible pensar, por ejemplo, que la profusión de suicidios en la literatura japonesa contemporánea gira, por un lado, en torno de un leitmotiv que recorre esa cultura, pero también al modo en que los escritores catalizaron la traumática modernización del Japón. La lectura de Némirovsky y Kristof (como la de la catalana Mercé Rodoreda en La plaza del diamante) nos permite advertir el tratamiento disímil pero de igual hondura con que abordan el conflicto de la guerra. La guerra de las mujeres no transcurre en el frente de batalla. Sus miradas no están en las trincheras ni en los obuses ni en las bombas ni en las causas de una realidad desquiciada. Su tema es la tragedia de las víctimas indefensas (niños, viejos, mujeres) que no participan de la lucha pero que sufren las consecuencias, tan devastadoras como las esquirlas de una granada en la cara. Las dos muestran una razón a la vez que literaria, vital, frente a lo que narran: un cruce entre vivencia y experiencia directa, y memoria del hambre, del miedo, de la huida; la exposición de la indignidad, el derrumbe moral ante el imperativo de sobrevivir como sea. La memoria de Kristof reconstruye, con la precisión de una fría revancha, el pueblito en que los gemelos Claus y Lucas son ocultados por su madre. Claus y Lucas sobreviven como pueden en casa de su abuela, una cruda y analfabeta campesina que los detesta y que será su único pariente “cercano” y finalmente su cómplice. La inteligencia de los gemelos, a la cual recurren como único salvavidas en la catástrofe, es lo que les permite sobrevivir. Claus y Lucas, de ciega fidelidad mutua, pasan como cantando y con sorna por todas las violaciones que la situación de una realidad fuera de toda racionalidad permite. Violación sexual, moral, afectiva, incesto, bestialismo, todas aquellas realidades a las que están expuestos los niños en riesgo extremo, una realidad llevada a sus límites por la pobreza y el horror. Kristof parece decirnos: esto es la guerra y ésta es la manera que encontré para narrarla. El perfecto sistema de sobrevivencia con que Claus y Lucas resuelven la huida del pueblo, al final de El gran cuaderno, la primera nouvelle, da cuenta de la lógica del hosco realismo con que narra Kristof. Los gemelos y su padre, que ha reaparecido, deben saltar, esa noche, la cerca del pueblo barrida por los nazis; Claus y Lucas mandan al padre a que salte primero; los nazis lo acribillan. El texto dice: “Sí, hay un medio de atravesar la frontera”; hacer pasar a alguien delante de uno. ¿Qué otra cosa podían hacer? Kristof es la única jueza de su territorio. En su experiencia, la segunda guerra se continúa, casi sin transición, en un régimen totalitario. De allí que los límites del pueblo sean “la frontera” y que sobre Claus y Lucas pasen las décadas. Hay algo de legítima revancha en su escritura filosa, falta de piedad para con el mundo. La descarnada escritura de Kristof nos complica por su prescindencia. Es un asunto suyo, personal, sobre el que no le gustará volver en el futuro. “¿Qué es duro?”, pregunta retóricamente en un reportaje: “También lo es la vida”. Ella misma ha declarado que la divierte la lectura de Thomas Bernhard, a quien encuentra cómico: “Ya sé que es despiadado, pero por eso me hace reír, porque cuenta las cosas como son”.

También Irène Némirovsky, desde el primer libro que escribió, tuvo algo urgente que decir. Intuyó, tal vez, que la muerte la alcanzaría en pleno arranque de su madurez literaria. Escribía con soltura, desparpajo y agudo sentido crítico sobre sí misma y sobre su familia de judíos enormemente ricos, con apetencia social. Sus personajes judíos parecen participar, a veces, de los caracteres prototípicos con que los pintaría una mirada antisemita. Por otro lado, Némirovsky se siente parte de una larga y conmovedora tradición y orgullosa de ser judía. El punto central de su discordia, donde la cuestión de raza no interviene, es con el judío burgués, para quien el amor al dinero ha pasado a ocupar el lugar de cualquier otro sentimiento, personaje que pinta en su primera novela David Golder. Lejos de huir de este conflicto, Némirovsky lo instala en el centro de su literatura. Escribe en Los perros y los lobos (1940): “Como todos los judíos, él se sentía más vivamente, más dolorosamente escandalizado que un cristiano por defectos específicamente judíos”. El suyo es un estilo certero, pleno de diálogos, incisivo para pintar caracteres y para dejar caer aquí y allá opiniones llenas de sabiduría y madurez. Escribe como si perdonara de antemano. Suite francesa es un gran fresco dividido en dos partes Tempestad en junio y Dolce. Su tema: la masiva huida de los parisienses hacia el sur, cuando los nazis ocupan París, en 1941. El despliegue de personajes diversos y la comprensión de todos (alemanes o franceses) son la marca de esta gran novela. El casi inconcebible mérito de Irène es que la escribe sin la intermediación del tiempo, sin ningún juicio a posteriori que la certifique, sin ninguna opinión previa sobre los hechos, salvo la suya. Mientras narra hechos simultáneos a los que vive, Irène Némirovsky, aunque bien consciente del peligro y con honda lucidez política, sigue preocupada por cuestiones literarias: “Lo importante: las relaciones entre las distintas partes de la obra. Si supiera más de música, supongo que eso podría ayudarme. A falta de la música, lo que en el cine llaman ritmo. En definitiva, preocupación por la variedad, de un lado, y por la armonía, del otro”, anota en su cuaderno. Se preocupa por el futuro de su historia. Dos meses antes de que los nazis la lleven, anota: “No olvidar nunca que la guerra acabará y que toda la parte histórica palidecerá. Tratar de introducir el máximo de cosas, de debates que puedan interesar a la gente en 1952 o 2052. Releer a Tolstoi”.

Lejos de referencias literarias, Kristof escribe sobre la guerra que rememora como si tuviera un cuchillo entre los dientes: ascética, rápida, sintética. “Seguramente mi forma de escribir viene del teatro. Diálogo puro. Lo justo, sin relleno, sin grasa. ¿Para qué dar vueltas? ¿Para hacer literatura? No me interesa la literatura.” Sólo se detiene en aquello particularmente doloroso u opresivo que quiere resaltar, siempre en el escenario de un pueblo (un país) cercado por la guerra y el hambre, donde los adultos se las arreglan como sea y los más chicos son hijos de ese desmadre.

Las obras de estas dos autoras no traen nada de novedoso, en el sentido en que parece requerir la apreciación vernácula de avanzada. Obras descarnadas como las de Arlt, Celine o Bernhard, y obras descriptivas, de amplio horizonte y muchos personajes, como las de Tolstoi o Steinbeck ya han existido. Némirovsky y Kristof pertenecen, más bien, a lo que llamamos literatura, a secas; o, al menos, a los que algunos lectores seguimos llamando buena literatura, cosa que no abunda. Siguiendo estos parámetros, Irène Némirovsky y Agota Kristof traen una única novedad al lector: la de su poderosa escritura y su avasallante talento literario. Como mujeres las veo únicas, arriesgadas, valientes, igual que Rodoreda; mujeres violadas por la guerra. Como escritoras siento que su conmovedora verdad esencial tal vez radique en que lo escrito ha pasado antes por el cuerpo.

Estas son algunas obras accesibles en castellano de las autoras:

Irène Némirovsky:
David Golder (Salamandra)
El baile (Salamandra)
El ardor de la sangre (Salamandra)
Suite francesa (Salamandra)
Los perros y los lobos (Caralt)

Agota Kristof:
Claus y Lucas (El Aleph)
Ayer (Edhasa)
La analfabeta (Obelisco)

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