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Domingo, 19 de abril de 2009
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Siempre tendremos París

Rescates > Presentada bajo el rótulo de una Trilogía involuntaria, se publican tres nouvelles de Mario Levrero. Autor de culto y al mismo tiempo trabajador en los medios masivos, ahora es descubierto con bastante atraso en el ámbito académico.

Por Martín Pérez
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La ciudad
Mario Levrero

DeBolsillo
160 páginas

El lugar
Mario Levrero

DeBolsillo
154 Páginas

París
Mario Levrero

DeBolsillo
154 páginas

Un hombre sale de su casa en busca de un almacén y termina iniciando un viaje. Otro despierta en un cuarto desconocido, del que —aun saliendo por la puerta— parece no poder escapar. Y un tercero —que bien puede ser el mismo, ya que las tres historias están narradas en primera persona— empieza su viaje justamente cuando llega a una ciudad. Así es como comienzan, respectivamente, los hipnóticos y míticos libros La ciudad, El lugar y París, que en esta flamante edición de bolsillo aparecen como pequeños volúmenes casi indistinguibles entre sí, reunidos en un práctico contenedor que los agrupa bajo el nombre común de Trilogía involuntaria. Pero, antes que un bautismo, ese título colectivo fue apenas la conclusión a la que llegó el propio Mario Levrero, cuando apareció El lugar en la revista El Péndulo de enero de 1982, con respecto a sus tres novelas publicadas hasta entonces. Allí también aclaraba Levrero el orden de escritura de las mismas, que no se correspondía con el que se habían publicado originalmente. Por eso mismo es que la simetría que guarda el nuevo set de la trilogía parece fuera de lugar dentro de una hipotética colección Levrero, en la que —durante casi tres décadas de autor de culto, saltando de editorial en editorial y de formato en formato— no hay un libro igual a otro. Recién después de su muerte en 2004, como parece ser la triste constancia en el caso de autores tan incómodos, su nombre empezó a trascender los ámbitos en los que era conocido. Primero a través de “medios editoriales de amplia visibilidad” (como apunta Constancio Bértolo en el prólogo a París) de este lado del charco, y finalmente con este indispensable rescate casi directamente desde el otro lado del Atlántico, ya que los prólogos de cada uno de los libros de la trilogía están escritos con el ojo puesto en España.

“Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos: mis narraciones son en su mayoría trozos de memoria del alma, y no invenciones”, confiesa el narrador de El discurso vacío (el libro con el que la editorial Interzona comenzó el póstumo redescubrimiento de Levrero en 2006), pero la frase podría corresponder también a la naturaleza de la particular obra literaria del autor nacido en Montevideo en 1940. Fotógrafo, librero, guionista de historietas y de folletines, humorista y redactor jefe de una revista de juegos, es casi imposible presentar a Mario Levrero (cuyo seudónimo Jorge Varlotta era en realidad su nombre) sin mencionar que forma parte por derecho propio de esa inclasificable —salvo tautológicamente— familia de los raros de la literatura uruguaya, de la que forman parte Felisberto Hernández, José Pedro Díaz y Armonía Somers, entre otros. Pero a la luz de su biografía hay que señalar también que Levrero era antes que nada un trabajador de los medios masivos. Vivía de publicar toda clase de textos en la industria gráfica, y su literatura lejos de ser un lujo era una necesidad. No tanto porque viviese de ella sino porque sólo escribía cuando le era imperioso o ineludible, como señaló en una auto-entrevista publicada en su antología El portero y el otro (1992).

“Yo no soy un escritor profesional, no me propongo llenar tantas carillas, y no puedo ni quiero escribir sin la presencia del espíritu, sin inspiración”, confesaba entonces, iluminando el porqué de la particularidad de su obra.

Con Lewis Carroll y Franz Kafka como confesos puntos de partida para su literatura, su trilogía involuntaria resulta apasionante, porque sus narraciones funcionan como una máquina de sentido a la que, una vez que se enciende, es imposible detener. Como un río que fluye, la irresistible lectura de la fascinante La ciudad como la perfecta —así la definía su autor— primera parte de El lugar, recuerdan la lógica de Alicia cuando cae en el pozo persiguiendo al conejo, o la de los protagonistas de las obras de Kafka, atrapados en el laberinto de una realidad destilada, y al mismo tiempo más compleja. Prisioneros dentro de sí mismos, de sus temores, obsesiones y deseos, esa primera persona que narra la trilogía se abre un poco a juguetear con el mundo que la rodea en París, donde el folletín y lo inverosímil adquieren otra realidad, y otras lógicas se intersectan contra ese insecto que es la mente, al que se tolera —a la manera de Spinetta— porque narra. Hipnóticas y casi psicodélicas, pero sin proveer ninguna posibilidad de escape sino más bien como trampas perfectas, sus tres novelas iniciáticas anticipan lo que luego Levrero haría al final del arco de su obra, con la mencionada El discurso vacío o la tan celebrada La novela luminosa, donde cada vez más esa primera persona es la del autor, y ese mundo ante el que reacciona no necesita inventarse, ni resumirse en modelos pseudo oníricos, sino que es la realidad que acecha ahí afuera.

Tanto cuando se lo calificaba de raro como cuando se lo situaba dentro de la ciencia ficción local (cuyas publicaciones albergaban sus obras), Levrero solía desmarcarse de manera contundente, calificando a su trabajo como realista. Pero más que nada por liberarse de cualquier preconcepto, jugando a situarse en el polo opuesto al que le otorgaba su interlocutor. Vaya uno a saber, entonces, lo que opinaría de una reciente presentación de alguno de sus libros póstumos, en la que brillaron por su ausencia insistentes divulgadores como Elvio E. Gandolfo o Marcial Souto. Ante una escasa concurrencia, los presentadores celebraron la supuesta vanguardia de su elección, señalando que si estuviesen hablando de Bolaño el lugar seguramente estaría más lleno. Pero, aun siendo un autor de culto, la realidad marca que Levrero siempre escribió de cara a sus lectores, publicando sus obras en revistas —como El Péndulo— que se vendían en los quioscos, y diciendo presente con sus libros en cada colección interesante que supo asomar en el mercado local durante la década del ‘80. Por eso es que, antes de revolverse satisfechos en su gusto exquisito, aquellos azarosos representantes de la academia —que a veces parece celebrarse sólo a sí misma— deberían haberse disculpado por llegar tarde, como siempre. Y, entonces sí, hacerse humildemente a un lado y permitir que la cada vez más reeditada obra de Levrero (¿cuándo le llegará el turno a un libro inclasificable y fascinante como Caza de conejos?) salga en busca de nuevos lectores.

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