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Domingo, 14 de junio de 2009
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Seguir siendo

Antes de morir, John Updike dejó listos dos libros: uno de cuentos (My Father’s Tears) y uno de poemas (Endpoint). En ambos, parece despedirse de sus personajes, de sus lugares y de él mismo, con el mismo lirismo y la misma precisión para evocar lucidez y sentimiento que lo mejor de su obra.

Por Rodrigo Fresán
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ENDPOINT AND OTHER POEMS
John Updike

Knopf, 2009
112 páginas, 25 dólares

MY FATHER’S TEARS
John Updike

Knopf, 2009
304 páginas, 25,95 dólares

Todavía no asimilada la enorme mala noticia del adiós de John Updike el pasado enero (“Su muerte constituye una pérdida inconmensurable para nuestra literatura”, apuntó entonces Philip Roth) llega el doble consuelo de dos nuevos libros del autor de Corre, Conejo.

Dos libros póstumos, sí, pero cerrados por su autor antes del final.

Uno de cuentos y otro de poemas.

Y muchas veces Updike se “quejó” de que todo el tiempo le gritaran “¡Conejo!” desde automóviles cuando caminaba por la calle y que su posteridad fuera a descansar, automáticamente, sobre el ciclo de cuatro perfectas novelas y nouvelle coda protagonizadas por el victorioso perdedor Harry Angstrom. Updike insistía con que, si por algo merecía él ser recordado era por sus cuentos. Allí, insistía, estaba su verdadera grandeza: en sus piezas breves pero nunca pequeñas.

Y no hay libro de cuentos de Updike que no merezca ser leído, pero cuáles son los imprescindibles. Seguramente el temprano pero tan maduro Plumas de paloma (1962), la recopilación donde se reúnen las peripecias protagonizadas por el escritor judío Henry Bech (The Complete Henry Bech, del 2001), las idas y vuelta del matrimonio Maple (The Maples Stories, que se reeditará con extras el próximo agosto en la Everyman’s Library), Conejo en el recuerdo y otras historias (del 2003 e incluyendo la nouvelle post-mortem donde nos enteramos qué fue de la vida de los descendientes de su personaje más célebre), el perfecto y otoñal Lo que resta por vivir (1994) y la indispensable megaantología The Early Stories: 1953-1975 (2009).

¿Y está a la altura de semejantes precedentes My Father’s Tears? La respuesta es sí. Y, además, puede entenderse como una segunda parte y retorno a territorios ya explorados en Lo que resta por vivir así como una versión anciana del juvenil Plumas de paloma: dieciocho historias con protagonistas –dos de ellas con David Kern, transparente alter-ego del autor que apareció por primera vez en su obra a principios de los ‘60 que intuyen cada vez más cercana la hora del atardecer. Hombres y mujeres que saben que tal vez ése sea el último viaje al extranjero (un accidentado pero curiosamente vivificante periplo español, un impensado flirteo indio, un curioso episodio marroquí) o la última oportunidad que tendrán para explicarle cómo fueron las cosas a un ser querido que ya no los quiere tanto o que los quiere mucho más de lo que se merecen. O, como en “Personal Archeology”, inquilinos de paso y preocupados por averiguar qué fue de quienes los precedieron en la vida y en la casa que ahora es suya pero que, tarde o temprano, será de otros. El pasado –esta vez íntimo y personal– es el tema de “The Walk with Elizanne”, donde un veterano Kern regresa a la escena de su primer beso cincuenta años después, o en el relato que da nombre al libro, donde se evoca la figura ausente pero omnipresente del padre.

Mención aparte merece la micronovela Varieties of Religious Experience. Se sabe que Updike en su momento entregó al editor de ficción del medio donde publicaba casi todo lo suyo desde hace décadas –The New Yorker– estas páginas formidables. Pero –todavía estaba cercano aquel 11 de septiembre del 2001– a los editores del semanario les pareció un tanto arriesgado, decidieron pasar, y Updike no demoró en colocar Varieties of Religious Experience en las páginas de The Atlantic. El cuento en cuestión está dividido en cuatro bloques narrativos: el primero lo ocupa un maduro abogado de Cincinnati de visita en N. Y. el día en que los aviones se estrellan contra las torres; el segundo transcurre en un strip-club de Florida al que acude el terrorista e inminente “mártir” Muhammad Atta para sumergirse en la inmoralidad y corrupción de Occidente y así, asqueado, acceder a la inspiración divina; el tercero transcurre en uno de los rascacielos del World Trade Center donde un financista que ha quedado atrapado se dispone a saltar por una de las ventanas, y el cuarto segmento cuenta lo que sucede dentro del vuelo 93 de United. Leerlo y temblar y emocionarse y comprender por qué Updike aseguraba que lo suyo era la corta distancia de largo alcance.

Y el Updike poeta, seguro, está por debajo del Updike novelista, del Updike cuentista, del Updike ensayista y del Updike memorialista (no he leído sus cinco libros infantiles ni su única obra de teatro), pero esto no significa que sus versos no merezcan interés y elogio.

La obra en verso de Updike –reunida en Collected Poems (1953-1993), aumentada por Americana (2001) y, ahora, por Endpoint– tiene mucho de serio divertimento y de contundente ligereza. Versos libres que, en realidad, son descripciones capturadas de momentos y de personas y de sentimientos que, en ocasiones, parecen arrancados a cualquiera de las páginas de su obra narrativa en la que Updike (seguramente uno de los más grandes escritores “sensoriales” junto a Proust y a Nabokov) descollaba al sintetizar inmensidades del alma y magnificando líricamente detalles y momentos.

Pero Endpoint –por más que, como en ocasiones anteriores, se describan viajes y se rememoren amigos o hasta viejas pero nunca envejecidas fantasías sexuales de la adolescencia– es especialmente importante, porque lo que aquí narra Updike, en oraciones desflecadas, es la inminencia de su propio fin. “Endpoint” –veintisiete páginas y ciclo de breves poemas escritos entre marzo del 2002 y diciembre del 2008– puede leerse como una suerte de autobiografía de su muerte. Estrofas que arrancan celebrando los cumpleaños del crepúsculo y que, en algún momento, advierten “¿Una llamada de advertencia? Parece que la muerte ha encontrado / Los portales por los que entrará: mis pulmones”. Y sigue con “Días después, los resultados llegaron casi casualmente / La glándula, sometida a la biopsia, reveló la metástasis”. El breve “Requiem” apunta: “Me di cuenta el otro día: / Cuando yo muera, nadie dirá / ‘¡Oh, qué pena! Tan joven, tan promisorio / ¡Profundidades que jamás llegaron a explorarse!’ / En cambio, un encogerse de hombros y ojos sin lágrimas saludarán a mi postergado fallecimiento / El comentario más común será, lo sé, / ‘Pensé que había muerto hace ya varios años’”.

Entre uno y otro extremo, los claroscuros de la despedida tiñen todo el libro: se recuerda otra vez al fantasma del padre, se invocan los sitios a los que ya no se volverá o se miran por última vez, y se dedica tiempo a pensar en los adelantados en el viaje de ida: el magnífico “Stolen” (compuesto como respuesta a la muerte de su mentor William Maxwell), un hasta siempre al cantante Frankie Laine y al golfista Payne Stewart, los últimos momentos de una computadora personal que se desenchufa para siempre, y esa foto en la portada en la que Updike parece alejarse por el camino pero, antes de desaparecer, se da vuelta y nos mira.

“Por favor, sigue siendo tú mismo”, instruyó Maxwell en la última carta que envió a Updike, su más dedicado pupilo.

Y Updike -–alumno obediente y maestro entregado y encandilador por encima de todo eclipse– está más vivo que muchos, aunque ya no esté ente nosotros.

Y sí, sigue siendo el mismo, sigue siendo John Updike.

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