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Domingo, 15 de noviembre de 2009
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Retrato del artista envejecido

Tan luego él, que comenzó su carrera reflexionando sobre los comienzos en el arte y la literatura, terminó su vida escribiendo sobre el ocaso vital de los artistas, el estilo tardío, los anacronismos y la posición del intelectual frente a la muerte. Edward Said murió en 2003 cuando Sobre el estilo tardío estaba prácticamente terminado.

Por Patricio Lennard
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Sobre el estilo tardío
Edward Said

Debate
228 páginas

Es a la propia muerte, cuya sombra había comenzado a rondarlo en septiembre de 1991, luego de que una revisión médica de rutina lo enfrentara con la noticia de que padecía leucemia, a lo que Edward Said se refiere al principio de Sobre el estilo tardío (Música y literatura a contracorriente) cuando habla de “los motivos personales y obvios” que lo llevaron a escribir este libro. Said murió en septiembre de 2003 y dejó inacabado este volumen de ensayos, el cual no obstante estaba lo suficientemente terminado como para que su edición póstuma fuera algo bien distinto de esas típicas ediciones de papeles dispersos. No es fruto de una ironía trágica, entonces, sino de una calculada coherencia que Said haya querido despedirse con esta lúcida reflexión sobre las implicancias del ocaso vital en la producción de un artista. Justo él, que en 1975, al inicio de su carera, publicaba Beginnings: Intention and Method, un estudio sobre los orígenes y sobre la necesidad de imaginarlos y construirlos.

Es en la curvatura de ese arco teórico y existencial donde hay que situarse para advertir la precisión con que Said realiza la bajada de telón que constituye Sobre el estilo tardío. Más allá, digámoslo, de que haya poco de autobiográfico en el gesto. ¿Pero qué es ese estilo emparentado con la decrepitud y con la muerte? ¿Y de qué modos una obra expresa lo tardío? Las formas privilegiadas, dirá Said, son el anacronismo y la anomalía, y Beethoven su mejor ejemplo. Un caso que desmenuza obsesivamente Theodor Adorno –de quien Said toma el concepto de “estilo tardío”–, cuando trata de entender cómo ese anciano aislado y sordo que era Beethoven al final de sus días fue capaz de componer obras abtrusas e inclasificables como la sonata Hammerklavier y la Missa solemnis. Obras “alienadas y alienantes, complejas e imponentes”, que “repelen al público y a los intérpretes por igual” por las exigencias técnicas que plantean, y que tanto Adorno como Said corren del lugar común biográfico (“Pobre Beethoven, estaba sordo, se aproximaba a la muerte, son pequeños fallos a los que no debemos dar importancia”) para ver en ellas la soberbia manifestación de una forma última de exilio.

Como alguien que sintiéndose acorralado asume el riesgo de jugarse todas las fichas, el artista cuyo estilo tardío reviste un mayor interés es aquel que ensaya, extemporáneamente, un lenguaje nuevo. “¿Se vuelve uno más sabio con la edad y existen acaso unas cualidades únicas de percepción y forma que los artistas adquieren como resultado de la edad en la fase tardía de su carrera?”, se pregunta Said. Y si bien admite que cualquiera puede aportar pruebas sobre por qué las obras tardías coronan una vida entera de esfuerzos estéticos, una cosa es llegar a viejo con la serenidad y el espíritu de reconciliación con que lo hacen el Shakespeare de La tempestad o el Sófocles de Edipo en Colono, y otra muy distinta es hacerlo expresando lo tardío no como armonía y resolución, sino como intransigencia, dificultad y contradicción no resuelta. De ahí que Ibsen –ejemplo que Said toma un poco a la pasada– deje entrever en sus obras finales, sobre todo en Al despertar de nuestra muerte, la imagen de un artista furioso y trastornado que busca dejar al público más perplejo y descolocado que antes. Porque una cosa son las obras tardías y otra, bastante diferente, el consabido estilo.

La deuda teórica que Said reconoce tener con Adorno la salda convirtiendo al pope de la Escuela de Frankfurt en objeto de estudio. Militante feroz contra su propia época y contra todo lo que estuviera de moda desde un punto de vista intelectual (“La relevancia contemporánea del ensayo es la del anacronismo”, escribió en Notas sobre la literatura), Adorno es incluido en un canon que entroniza a figuras tan diversas como Mozart, Jean Genet, Richard Strauss, Glenn Gould, Luchino Visconti y Giuseppe Tomasi di Lampedusa. De los dos últimos Said se ocupa en el capítulo titulado Un viejo orden persistente, en donde el autor de El gatopardo (un aristócrata siciliano que en la década de 1950 empezó a escribir la que sería su única novela, con la certeza de que la supremacía del linaje noble al que pertenecía estaba llegando a su fin) es el espejo en el que Visconti, también aristócrata, se mira cuando decide realizar la adaptación cinematográfica del libro. Un film que inaugura –según Said– la fase final de la carrera del director (a quien todavía le restaba filmar joyas como Muerte en Venecia y La caída de los dioses), y que instala en las obras de su período tardío temas relacionados con la degeneración y la desaparición de un viejo orden.

Así, la posición del artista avejentado (¿hace falta aclararlo?) no es la de alguien que se queja del reuma, sino la de aquel que se enfrenta al tiempo y logra representar a la muerte a través de sus obras de un modo refractado, como alegoría. A Said lo tardío le interesa como apuesta estética, como forzamiento de cualquier previsión, como una forma postrera de disidencia. Y es en esos giros imprevistos donde el artista no sólo se pone a salvo de la repetición, sino que exime lo tardío de la mera cronología. De lo que se trata, entonces, es de una figura de artista terminal que, acaso sabiéndose en el bronce, se niega a dormirse en los laureles, o que halla en esos mismos laureles una forma anticipada de pesadilla. “La muerte no nos ha exigido que le reservemos día”, es la frase de Beckett que usa Michael Wood en su introducción para dejar en claro lo consciente que era Said de que éste sería su último libro. Y ahí mismo agrega que el estilo tardío “no puede ser un resultado directo del envejecimiento o la muerte porque el estilo no es una criatura mortal, y las obras de arte no tienen una vida orgánica que perder. Pero, aun así, la proximidad de la muerte del artista se abre camino en las obras, y de modos muy distintos”.

La conmovedora forma que eligió Said para que esto sucediese al final de su vida fue la de alguien que se propuso auscultar los últimos latidos de corazones ajenos creyendo oír sus propios latidos.

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