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Domingo, 22 de noviembre de 2009
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Las manos mágicas

Por Juan Pablo Bertazza
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Hay círculos viciosos, círculos virtuosos y artistas con vidas virtuosamente circulares o circularmente virtuosas. Vidas literarias que se entrelazan a obras vitales como expertos trapecistas que, en el cielo, se toman de la mano para girar con la facilidad de la rueda y cumplir su objetivo, si es que existe en el arte algo parecido a eso. Un final que retoma el comienzo, dando una vuelta completa por un montón de anécdotas y un montón de literatura.

Javier Villafañe –poeta, dramaturgo, titiritero, cuentista y genuino artista popular– nació y murió en el barrio de Almagro, luego de haber llevado una vida trashumante a lo largo de casi todo el mundo. A cien años de su nacimiento (24 de junio de 1909) y a trece años de su muerte (el primer día de abril de 1996), la distancia deja vislumbrar su milagroso itinerario: Villafañe abrevó en la literatura oral y el folklore para dar forma con su propio pulso a su personalísima obra y, hoy, esas mismas piezas teatrales son representadas en diversos países de Hispanoamérica y Europa sin que se sepa muchas veces quién es su autor, aun cuando las versiones representadas tengan grabada la huella de este artista que ya caló hondo en el imaginario popular. Un círculo virtuoso que recorrió también la relación entre el autor y los espectadores, ya que Villafañe alegraba las tardes de los chicos con su teatro de títeres ambulante pero también, al final de cada función, solía pedirles que le contaran las historias que ya habían escuchado o leído o inventado, lo que dio forma a su obra Los cuentos que me contaron, basada especialmente en narraciones venezolanas y narraciones descubiertas en el famoso camino del Quijote. Justamente, en ese trayecto por el que Villafañe ofreció también sus obras, tuvo lugar una de las hermosas anécdotas que lo pintan de cuerpo entero. Poco después de enterarse de que un argentino deambulaba por esos pueblos con títeres y carromatos, el rey de España decidió convocarlo a una audiencia para conocerlo. Cuando se presentó, el rey le dijo que, en la historia de sus protocolos, era la primera vez que recibía a un titiritero; entonces el titiritero le respondió que a él le estaba ocurriendo algo parecido: “Yo he manejado muchos reyes en mi vida, pero es la primera vez que toco un rey de verdad”. Esa respuesta, tan circular como su andar y como su calidez, rompió todo protocolo y motivó entre los dos una charla informal, de igual a igual, que siguió hasta altas horas de la madrugada.

También el círculo se vislumbra como un arco iris en los hilos de su obra, como si ese don del hilo se hubiera plasmado tanto en la facilidad con que creaba y manipulaba a sus títeres como en la pericia con la que era capaz de escribir, tanto obras de teatro como cuentos y poesía, distintos géneros unidos por la fluidez, la sencillez, la profundidad y un innato sentido del ritmo. Un artista transversal, en lo que hace a los géneros y las tendencias literarias a las que echaba mano, tal como lo demuestra el título de su libro Historiacuentopoema (1992).

“El tuvo la oportunidad de acompañar su obra literaria con su obra vinculada al títere, es decir, asoció los géneros populares y la literatura de adultos al imaginario del niño. Pero no diferenciaba mucho, trabajó siempre de la misma forma, era un maestro en el cuento y logró un arraigo muy fuerte entre la cultura popular, lo clásico y también la vanguardia porque estuvo muy asociado, primero, a lo que iba llegando del ultraísmo y del surrealismo y, después, a lo que fue la vanguardia del coloquialismo. Quiero decir, la fascinación que generaba en los niños hizo que se lo asociara más con esa literatura pero también trabajó mucho con la literatura de adultos”, explica en una charla telefónica Juano Villafañe, poeta, ensayista y periodista que supo seguir los pasos de su padre, aun cuando esos pies, dignos de una gira sin fin, en ningún momento dejaron de andar.

Un Robin Hood literario

Si bien el paso del tiempo y el éxito indestructible de sus títeres lo relegaron a ese sector siempre problemático de la literatura infantil, la obra de Villafañe trasciende esa etiqueta por varios motivos. No sólo porque, como suele decirse, la buena literatura no tiene edad, también porque además de sus obras infantiles más conocidas (El gallo pinto y Los sueños del sapo, por ejemplo) publicó libros para adultos (El gran paraguas, La jaula, etc.) que hoy son casi ignorados. En verdad, muchos adultos pueden disfrutar de sus obras y, a la inversa, otros adultos lo obligaron al exilio en Venezuela durante la última dictadura militar con motivo de que un libro infantil suyo, Don Juan el Zorro, había sido retirado de circulación. Muchas de las obras para niños que Villafañe escribió tuercen el cuello de las típicas fórmulas de la literatura infantil, siempre obsesionadas con la moraleja, los buenos valores y la corrección política. Las obras infantiles de Villafañe, en cambio, vendrían a subirse también a ese podio de escritores como Arlt, Tuñón y Olivari que encontraron una síntesis a la enervante dicotomía Florida-Boedo: ni personajes de pobres miserables que sólo son capaces de generar la conmiseración del lector ni ricos ingeniosos que le dan la espalda al mundo para escribir sobre ricos ingeniosos. Villafañe es el titiritero que, siempre en movimiento, escribe acerca del éxito de pobres que sólo cuentan, nada menos, con la riqueza de su ingenio. Así, en la obra teatral El pícaro burlado, un hombre que roba una bolsa de naranjas de un árbol engaña al comisario siguiendo los consejos de su amigo, quien le recomienda alternar únicamente las palabras de resonancia mágica “chámpata, chímpete” en caso de que el comisario regrese para interrogarlo. No conforme con haber engañado al comisario, el hombre reproduce la táctica del engaño para evitar repartirle a su amigo las naranjas que le había pedido a cambio de su ayuda. En Aventuras de Pedro Urdemales, un pobre que sueña con tener un caballo al que su dueño no quiere y que, no obstante, valúa en 20.000 pesos, consigue el dinero mediante una serie de engaños que incluyen la invención de un árbol de la fortuna que hace crecer monedas, una ollita de la virtud que cocina mondongos sin fuego y un servicio postal de otro mundo capaz de enviar correspondencia a gente que se fue al otro barrio. Algo similar sucede en La inesperada Farsa del vendedor de loros y cotorras en la que todo parece indicar que una pareja de canallas que consiguen vender loros y cotorras con la excusa de que saben promocionar cualquier tipo de mercadería a viva voz, finalmente logran salirse con la suya desnudando encima las pequeñas estafas de los furiosos comerciantes que habían adquirido a los animalitos. Claro que esto no es exclusivo de su teatro, sino que también aparece en narraciones como Don Juan el Zorro, obras que responden tanto al modelo de la picaresca como al esperpento de Valle Inclán, pero que a diferencia de, por ejemplo, El Lazarillo de Tormes, presentan un final convencionalmente no feliz; es decir, un final feliz para los pobres. “Desde las épocas de la Inquisición que el títere es aquel personaje o extremidad del hombre que puede decir lo que el hombre normal, en la vida ordinaria, no puede; mi padre era muy consciente de eso y de la relación simbiótica entre títere y titiritero; un titiritero debe ser ante todo un gran actor y mi padre volvió verosímil el elogio del otro que viene a impactar sobre lo establecido. En sus obras el poder del ingenio siempre está al servicio de los más necesitados y los niños se prenden muchísimo con eso. El títere es definitivamente parte de la cultura popular”, remata Juano Villafañe.

Otra forma de presentar a los pobres que suele poner en práctica Villafañe resulta similar a la que usa Oscar Wilde en sus narraciones infantiles, cuentos tristes sobre gente pobre que no despiertan exactamente conmiseración sino cierta plenitud poética, algo distinto pero parecido a la felicidad. Esa misma sensación despierta el desgarrador cuento infantil de Villafañe “Maese Trotamun-dos”, en el que el mayor emblema entre los títeres del gran titiritero relata la muerte y recambio de sus compañeros de equipo.

De la Boca a Lorca

Hay otro ejercicio que consiste también en atar hilos pero no corresponde al creador sino al crítico. Otro don del hilo que no consiste ya en hilvanar una historia de ficción sino en detectar los primeros pasos que originaron la carrera de incontables pasos de un escritor nómade. En el caso de Javier Villafañe, el primero de esos grandes pasos tuvo que ver con las frecuentes visitas que, junto a su compañero de aventuras Juan Pedro Ramos, hacía a un pequeño teatro del barrio de la Boca, en donde desplegaba su arte un grupo de titiriteros genoveses que, luego de definir su vocación, se volverían sus máximos amigos. Así fue que los dos adolescentes, precoces como los pasos de sus pequeños pies de gigantes, fantasearon con la idea de comprarse un carro, un caballo y un teatro de títeres itinerante que recorriera distintos pueblos. Ese fue el origen de La Andariega, su más famoso teatro ambulante que llevó a cabo más de 700 representaciones a lo largo de casi todo el mundo: “Con Juan Pedro Ramos, el poeta y amigo, vimos pasar un carro conducido por un viejo, y sobre el heno que llevaba iba un muchacho mirando el cielo mientras masticaba un pastito largo y amarillo. Pensamos en ese momento con Juan qué hermoso sería poder viajar toda la vida en un carro y que el caballo nos llevara adonde quisiera. Soñábamos y conversábamos de la carreta, hablamos toda la noche, además buscamos nombres hasta que finalmente nos decidimos por La Andariega”, contó el propio Javier Villafañe en uno de sus libros.

El otro gran acontecimiento que completó la incubación de la magia y el ritual que los artistas de la Boca habían sembrado en el espíritu de Villafañe fue la puesta en escena de la obra El retablillo de don Cristóbal, que coincidió con la visita porteña de su autor, Federico García Lorca, entre octubre de 1933 y marzo de 1934. El trabajo temprano pero ya visible de Villafañe hizo su aporte para que ambos pudieran conocerse y para que la chispa del español defensor de gitanos hiciera efecto en el arte del argentino con alma de gitano.

En el nombre del padre

Tal vez su propia condición de trashumante, incansable viajero y artista encantador de chicos sembró, con el paso del tiempo, la sensación de que Villafañe fue un artista algo apartado, marginal, solitario y ajeno a la vida cultural del país. Sin embargo, apenas empiezan a profundizarse algunas amistades literarias, afinidades afectivas, referencias de escritores y acontecimientos de la época, sale a la luz la importancia que este titiritero tuvo, por ejemplo, para muchos poetas de la generación del ‘40. El testimonio de su hijo Juano Villafañe resulta contundente: “Yo recuerdo cumpleaños suyos en los que estaban Enrique Molina, Edgar Bayley, Olga Orozco, Madariaga y todos se juntaban y leían con mucho respeto, además de armar grandes discursos y ceremonias que llegaban a durar dos o tres días porque después venían la guitarreada y el teatro. El le presentó un libro a Gelman, estimuló a muchos escritores como Enrique Wernicke, además de ser íntimo amigo de Molinari y Yupanqui. Además de ser un gran embajador de la vida cultural argentina, porque hizo títeres en todo Europa, todo el continente americano, toda Asia y parte de Africa, fue también partícipe y hacedor de la vida cultural argentina”.

¿Cómo era tu relación con él?

–En algunos períodos de la vida lo acompañé, hasta que uno le pierde los pasos al padre, sea el padre que sea. Pero a pesar de su vida andariega, hubo mucha continuidad, no ejercí el parricidio ni en lo literario ni en lo personal. Siempre fue una relación muy hermosa, incluso la última etapa de su vida que él pasó en Buenos Aires, y en la cual me seguía leyendo los últimos poemas que había escrito y contándome las últimas anécdotas que había vivido. El cultivaba con los hijos la misma relación que tenía con los amigos: era muy sociable, afectivo y generoso. Yo nací y viví en un teatro, es una metáfora real, ahí me encontré con sus amigos y con la vida trashumante; ir a París o a Morón era exactamente lo mismo. Siento que en nuestra relación hubo mucho mundo mágico; uno vivió una etapa renacentista en todas las artes y las letras, esa idea de la vanguardia según la cual había que prepararse para cambiar el mundo con el arte, a uno lo preparaban para permanentes desembarcos, al día de hoy estoy preparado para el próximo desembarco, y esa impronta mágico-poética todavía no culminó. El arte era, y sigue siendo para mucha de esa gente, la realidad cotidiana.

¿Recordás algo que te haya enseñado?

–Mi papá era un gran amante del arte, los pueblos y también la política, porque fue un comunista no dogmático durante toda la vida. Además, cuando yo era niño nos inculcaba a mis hermanos y a mí el amor por la naturaleza, en todo sentido. Tenía distintos rituales para que nos encontráramos con la naturaleza y cada vez que iba con él a jugar o hacer las compras, a los cinco o seis años, siempre que pasaba un pájaro cerca caía un caramelo a mis pies. Eso me quemaba el cerebro, imaginate. Tardé bastante en descubrirlo, pero el tema era que cuando él no estaba, y pasaban los pájaros, ya no había caramelos. Esa fue una enseñanza permanente.

La vuelta completa

Muchas de las magníficas historias de Javier Villafañe ya están al alcance de las manos del público en una cuidada edición de la editorial Colihue que reúne sus obras completas. Además de centralizar la obra de un poeta por definición itinerante, esta edición cuenta con un verdadero trabajo de investigación al incluir obras nunca antes publicadas y muchas otras dispersas en diversas publicaciones. Hasta el momento aparecieron su Teatro para chicos y su Poesía y cuentos para chicos, que incluyen completos prólogos de Pablo Medina y María de los Angeles Serrano. El año que viene aparecerá su Teatro para jóvenes y adultos y su Poesía y cuentos para jóvenes y adultos. En 2011 culminará la colección con la aparición del tomo de conferencias y cartas, que verán la luz por primera vez en formato libro.

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