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Domingo, 10 de enero de 2010
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El fugitivo

Reediciones >A lo largo de treinta años, la obra de Rodolfo Rabanal ha recorrido escenarios, personajes y puntos de vista de lo más diversos: quebrados, exiliados, prófugos de sí mismos, Nueva York, Buenos Aires, Mar del Plata, el Pacífico. Pero toda ella –sus cuentos, sus novelas y hasta sus ensayos– parece no sólo atravesada sino motorizada por una misma pregunta: ¿cuál es el sentido literario de la vida? La reedición de El pasajero (1984) ofrece una de sus respuestas más profundas.

Por Claudio Zeiger
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El pasajero Rodolfo Rabanal Seix Barral 186 páginas

En 1988, el proyecto de Rodolfo Rabanal para una novela que se planteaba como un fresco histórico de la Argentina de los años ‘50 a la dictadura militar, a su vez una saga familiar y un ejercicio de riguroso trabajo con las formas clásicas de la narración, recibió la beca Guggenheim. La novela, La vida brillante, se daría a conocer cinco años más tarde, pero en el medio, según contó el propio autor, mientras llevaba ese proyecto adelante, se desprendió otra novela que apareció en 1990, El factor sentimental. Lo cierto es que para cerrar el círculo de unos años bastante productivos para Rabanal, La vida brillante gira alrededor de un libro (Saurat, el protagonista, recibe la propuesta de escribir una biografía sobre el financista Bobby Mayer, muerto en circunstancias extrañas en el Pacífico, con resonancias del caso Graiver; pero no le hacen la propuesta porque sea un avezado periodista de investigación sino porque es el único que lo conoció y podría hacerlo) y el dilema de un proyecto de vida. ¿Debe escribir ese libro por encargo o debe seguir su destino de escritor un tanto errático y desencantado? ¿Narración referencial dura o poesía? ¿Debe intervenir en la íntima biografía de su amigo, rastrearle, operarle la vida? ¿Qué es y cómo se sostiene un proyecto literario? ¿Es un proyecto literario, en definitiva, un proyecto de vida, una forma de sostener, soportar y darle sentido a la propia vida? ¿Vida o literatura? ¿Vida y literatura?

Quizá sean demasiadas preguntas para deducirlas de esa novela sólida y profunda como es La vida brillante, pero la relectura de El pasajero, a raíz de su reciente reedición, nos lleva a pensar que sí son preguntas permitidas y avaladas por La vida brillante y casi todo el resto de la obra de Rabanal. El pasajero es anterior a estos “proyectos” que devinieron en sus novelas de los años ‘90. Se la suele mencionar junto a En otra parte como el dúo de novelas norteamericanas de Rabanal, pero vaya a donde vaya, pasen donde pasen, estamos en el terreno de las relaciones entre vida y literatura, entre proyecto literario y proyecto existencial.

Claro que si de algo dice carecer Pablo Morán en El pasajero, es de proyecto. Llega sin algo así (entendido como se lo suele entender hoy en nuestro mundillo de papers, tesis que se vuelven libros y libros por encargo) a una ambigua institución cultural del Medio Oeste de los Estados Unidos, con más aires de derrumbe y refugio de mentes perturbadas que otra cosa. Llega con el “pecado original” a cuestas de pertenecer a una Cultura de grandeza frustrada, malogro y dolor de ya no ser.

“Me llamo Pablo Morán, y he nacido en una ciudad remota, capital de un país que no termina de gestarse, configurado por la inmodestia de sus designios y la impecable altura de sus errores. Educado según modelos ilusorios, viví hasta hoy en la improductividad tolerada del periodismo y de la literatura. Hubiera podido también ser funcionario y, con más suerte, rentista o agente financiero, pero por carecer de esos talentos debí resignarme a lo imaginario.” No empiezan las cosas del todo halagüeñas. Así enunciado el asunto, la imaginación literaria o poética vendría a ser adoptada como oficio o misión de forma un tanto resignada, por descartes sucesivos, como último peldaño de una vitalidad frustrada. Igualmente no hay que darle tanta importancia a la declaración de principios en sí sino a sus efectos, y entre ellos hay que destacar en esas novelas norteamericanas de Rabanal varias páginas notables, como las últimas de la nouvelle Nueva York es un nervio desnudo o el monólogo del tullido y homosexual poeta Christopher Hawks en El pasajero, palpables resultados de una imaginación que se revela potente, aunque se confiese disminuida.

Algo va creciendo en esos textos primeros de Rabanal –El apartado, En otra parte, El pasajero– que luego vendría a afianzar en obras “mayores” como La vida brillante o El héroe sin nombre (mayores porque en sus primeros libros hay algo deliberadamente menor y en estos últimos entra una dimensión “mayor” en forma también deliberada: la esfera histórico-política); algo se va desenrollando, al principio como un hilo tenue, luego más tenso y más firme. Rabanal, escritor que, hay que decirlo, cosecha algunas reservas de parte de quienes lo consideran un poco excedido en refinamientos gastronómicos, eróticos y cosméticos a la hora de montar las escenas de sus libros, parece haber tomado muy temprano una decisión radical, aunque a veces la cubre con afeites e ironías, diletancias y boutades. Y eso se nota en la aspereza sesgada, en el duro piso que inevitablemente nos espera en el fondo de la piscina: Rabanal ha decidido que la literatura es lo más importante en la vida, que la literatura es el sostén deseable o inevitable de la vida. Y así escribe, ha escrito. Es un escritor existencial que todo el tiempo oscila entre la vida o la literatura, o mejor dicho, entre la literatura y la vida. No importa que a veces sea más o menos realista, más o menos “literario” o refinado, más o menos entendido o desentendido de la historia. En definitiva, Rabanal ha consolidado una obra con varias facetas (por ejemplo, su narrativa suele encerrar una importante reflexión sobre lo poético) y matices como para no reducirlo en la lectura. Pero cuando se hace el balance y los escritores se presentan en un imaginario juicio final, cuando hay que poner lo que hay que poner sobre la balanza, los Pablo Morán, los Saurat, los alter ego y fantasmitas del escritor podrán decir, sí, lo que quería hacer, lo que tenía en la cabeza todo el tiempo, que era contestar la única pregunta literaria que importa, y ésa es si todo esto tiene un sentido, algún sentido, si la literatura vale la pena en la vida. Y la gran paradoja, el drama y la apuesta, confirma una vez más Rabanal desde El pasajero, es que sólo se puede responder esa pregunta escribiendo, inventándose un proyecto de vida y un proyecto literario, proyectándose hacia adelante, aunque más no sea para tantear las sombras con las puntas de los dedos.

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