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Domingo, 17 de noviembre de 2002
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Reseñas

Garage Miguel Angel

El museo efímero
Francis Haskell

Traducción de Lara Vilà
Crítica
Barcelona, 2002
256 págs.

Por Sergio Di Nucci
El autor de este libro, Francis Haskell, murió el 18 de enero de 2000 a los 71 años, y fue uno de los historiadores de arte más indiscutidos de su generación. Enseñó durante un buen tiempo en Oxford, cuando Oxford era todavía hostil a las artes y, en particular, a la historización de las artes. Su primer libro, Patronos y pintores (1963), anticipó su proyecto, si puede llamárselo así: el interés vivo por lo que dicen las obras, en situaciones institucionales diferentes. Le siguieron Redescubrimientos en arte (1976), El gusto y el arte de la Antigüedad (1981), escrito junto a Nicholas Penny, y La historia y sus imágenes (1993). En cama, y en el mes que moría, termina un manuscrito sobre la historia de las exhibiciones de arte, publicado póstumamente por la Universidad de Yale. Se trataba de El museo efímero (2000), traducido ahora al castellano. Haskell fue una estrella académica internacional, un inamovible en cuanta conferencia, simposio o encuentro de historiadores de arte se celebrara, en Inglaterra o en el mundo. Erudito y muy escrupuloso, tanto en relación a las adquisiciones que hicieron ciertos museos como en el principio de acceso libre a ellos.
En El museo efímero, su interés está puesto en el caso inglés y europeo, aunque en todo esto, en todo cuanto toca a instituciones artísticas, Estados Unidos polarizó tanto las cosas que su caso es también el nuestro. Si los museos menos disputados del mundo consagran buena parte de sus esfuerzos en las exhibiciones itinerantes de los grandes maestros, no dejarán de hacerlo, al menos como gesto, aquellos más periféricos. Haskell constata con decreciente sorpresa pero con no menos intensa amargura, que en los ‘90 este tipo de muestras (en inglés blockbuster exhibitions) se ha vuelto dominante. En un proceso que se acentúa luego de 1900, cuando los museos públicos dejan de resistir las presiones por prestar sus colecciones permanentes, aun a museos públicos de otros países en otros continentes. Por supuesto, “nadie pudo prever el cambio que se produjo en la segunda mitad del siglo XX”. Y hoy, por ejemplo, el Departamento de Medios y Deportes del gobierno británico pide a sus instituciones nacionales que contemplen como uno de sus targets el préstamo y la obtención de colecciones extranjeras, “como si los museos fuesen clubes atléticos cuya eminencia quede demostrada por la participación de sus miembros en eventos internacionales”. Si Chicago cuenta con un Tiziano, el Palazzo Pitti se aseguró un grupo de pinturas impresionistas.
Haskell dirá que si la presión por el lending provino en la primera parte del siglo XX de la esfera política, en la segunda vendrá por la publicidad y por las finanzas, pero desde los mismos museos. Y que los cambios económicos y políticos que esto introdujo —en el turismo, pero también en la promoción de prestigios o glorias personales o nacionales— han llegado a modificar el propio modo en que hoy miramos o contemplamos arte.

Otras voces
El museo ha sabido convertirse en espectáculo que puede competir con los massmediáticos, en salón de fiestas que funciona como pre-dance: el consumo de bienes culturales desvinculado de su valor simbólico de “alta cultura”, y su nuevo éxito, sustentado en cualidades hedónicas, ahora explotadas como valor de entretenimiento. Pueden funcionar como mediación entre las grandes empresas y el Estado, a travésde la exención impositiva por obra cultural o de mecenazgo: una suerte de “lavado de dinero” limpio. O de mediación entre esas mismas empresas y la sociedad: son una fuente de legitimidad, como cuando en Argentina la empresa Telefónica de España auspicia la exhibición de una muestra itinerante de Picasso o Dalí. Pero también de incursión del Estado en el mercado, en el mercado de arte en el caso más restricto, a través de instituciones que van desde la tasación hasta el hecho de que las obras retenidas por los museos estatales, entronizadas por éstos y autenticadas por sus expertos, constituyen el pináculo y el patrón de una escala de precios para las obras.
Desde Los Angeles a París, lo que une al Tate con el Guggenheim, el Getty y el museo de Orsay es la nueva relación que establecen entre las obras y los espacios en donde éstas se exhiben. Muchas veces es una arquitectura pop que incluye fenómenos más o menos previsibles: pululación de los comercios o stands de ventas en el interior o espacios destinados a manifestaciones artísticas no convencionales (un concierto de rock en la nueva Tate Gallery). Un cínico slogan de Thatcher propiciaba una inversión radical de las prioridades: nunca más un museo con un bonito shopping, sino un shopping con un bonito museo adentro, o al costado.
El museo entonces sufre, junto con la del financiamiento, una crisis en los fundamentos tradicionales de su legitimidad. Si los Estados Sociales empezaban a serlo cada vez menos —cediendo a ideales del neoliberalismo— y a desatender programáticamente las antes inexcusables áreas de salud y educación públicas, el cambio social concomitante, acelerado desde los 60, afecta el valor social de los bienes de la cultura alta. Surge en los departamentos de las universidades europeas y norteamericanas lo que se designa como “nueva museología”. Autodefinición que alude a lo que la separa de su predecesora, pero de modo no menos revelador, a todo lo que no la separa de un Estado menos dadivoso. Y con una crisis de financiación por detrás, tanto estatal como privada, que padecieron con una virulencia hasta entonces desconocida los museos norteamericanos y europeos en la década de 1980, la era de Ronald Reagan y Margaret Thatcher.
Colocada bajo el signo del capitalismo tardío, la nueva museología internaliza y hace suyos los argumentos que proclaman el fin del museo, prescribiendo ahora criterios de utilidad social. Aunque su existencia y sentido lo debe al horizonte neoliberal, antes que a una evolución interna, inmanente a la propia historia museológica.

Un mundo para Haskell
Ahora bien, frente a este clima inesperadamente inhóspito —y sin entrar aquí a compendiar la explosión de los inverosímiles museos de arte revisionistas con bases identitarias, ni en sus influencias—, ciertos críticos opinan que las exhibiciones itinerantes de los grandes maestros son un mal muy menor. Porque en todo caso refuerzan una narrativa en la historia del arte, cada vez más ausente en los museos. Y que si bien ésta se fundamenta en la del genio individual, tiene como objetivos criterios mínimos de democracia y sentido común: se trata de obras y de figuras clásicas que hablan de todo y, especialmente, a todos. Sin distinciones de razas, clases o géneros.
La crítica norteamericana Lynne Munson, acusada de conservadora por la izquierda chic, no deja de señalar una noticia alentadora: el intensísimo revisionismo de los años 80 y principios de los 90 ha comenzado a ceder, gracias, precisamente, al romance de los museos con la exhibición blockbuster de los grandes maestros.
Existen problemas, por supuesto, y son todos aquellos de lo que nos alerta Haskell (y también Munson): que las muestras itinerantes promueven expectativas similares a las de un partido de fútbol, todas ellas infundadas. Que se ignoran todos y cada uno de los requisitos que tienen que ver con la conservación, desde el hecho de transportar las obras de unpaís a otro. Que la cantidad prima sobre la calidad, y las multitudes dentro del museo que compran afuera remeras con los nombres de sus pintores estrella impiden lograr una mínima atención sobre cualquier cosa. Que su intención socializadora es mayor al interés real por la contemplación del objeto artístico.
No es bueno, observa Haskell, que las exhibiciones encuentren su razón de ser en la conmemoración del nacimiento o muerte de un artista, que esto se vuelva un imperativo moral. Y menos a costa de convertirlo en una figura vaciada de todo sentido, o rellenado con las mismas expectativas que espera de él un público que asiste al museo y a los cursos de arte contemporáneo para florearse en el almacén o en la universidad.
Ciertamente, no es posible pasar por alto una vaga armonía con el tercer sector de la economía. El hotel Bellagio en Las Vegas, por ejemplo, a tono con sus pares vecinos, nombra hoy a sus limosinas “Monet”, “Van Gogh”, “Cézanne” y “Picasso”. O también en Las Vegas, que se venden casas con nombres epónimos: la “Monet” tiene un garage para tres coches y la “Miguel Angel” incluye una sala de lectura y una de juego.
Finalmente, lo que Haskell dirá de las exhibiciones de los grandes maestros y su circuito itinerante mundial coincide con todo lo que tiene por decir Munson acerca de la nueva museología: que quienes promueven una y otra cosa gustan más de la política que del arte, o que no les interesa o no les gusta el arte. Y que además, cuando acuden a pretextos artísticos para demostrar que “es obvio, todo arte tiene significaciones políticas”, reducen la política a un show escolar de buenos y malos que le produciría carcajadas o conmiseración hasta al propio Carlos Marx.

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