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Domingo, 21 de marzo de 2010
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El Gran Expreso de Oriente

Manuel Gutiérrez Aragón es un cineasta español que con su novela La vida antes de marzo ganó el Premio Herralde de novela 2009. Con el atentado a la estación de Atocha del 11 marzo de 2004 como trasfondo que tiñe una trama futurista, dos hombres hablan infinitamente en un borgeano tren fantasma.

Por Omar Ramos
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La vida antes de marzo, Manuel Gutiérrez Aragón, Anagrama, 288 páginas

Para Borges en la eternidad coexisten, conviven, todos los instantes del tiempo. El pasado, el presente y el porvenir son simultáneos, son contemporáneos. Su idea de El Aleph surge de aplicar al espacio lo que el concepto de eternidad aplica al tiempo.

El cineasta español y ahora novelista Manuel Gutiérrez Aragón ha escrito La vida antes de marzo, con la que obtuvo el prestigioso Premio Herralde de Novela, en su edición 2009, donde la acción se desarrolla en un tren que “viene de todas las estaciones y se dirige a varios sitios a la vez, pues ni nace ni muere, es un circular de 2000 vagones”. Una especie de espacio y tiempo infinitos donde se encuentran los protagonistas, Martín, el de voz profunda, y Angel, el de la cara morena; se conocen y dialogan sobre sus vidas a lo largo de todo el viaje, donde dar marcha atrás es hacer el mismo recorrido: Bagdad-Lisboa-Bagdad en un pasado que es tan inseguro como el porvenir.

Este tiempo circular de la trama puede resultar extraño al lector, por eso Aragón sigue el concepto de Wells que a su vez es aplicado por Borges en El Aleph. “Cuando la idea es rara –léase fantástica– conviene que lo demás sea vulgar o normal para que la narración lógica lo acepte. Entonces –sigue Borges– yo pensé, ese punto conviene que esté donde están los lectores, en Buenos Aires. Conviene en una calle, un poco gris, como la calle Garay y conviene personajes que sean vulgares también para situar ese punto extraordinario que es el Aleph.”

Aragón sitúa su idea ilusoria en el año 2024, en un tren verosímil llamado El Gran Expreso de Oriente, que nunca se detiene para recoger o descargar pasajeros, sino que un satélite que se coloca en una vía adyacente aumenta la velocidad hasta alcanzarlo. El tren sigue su curso imparable, sin término ni desenlace, tal vez como la historia de la humanidad una vez más reflejada en el choque de dos culturas, la occidental y la islámica, que muestra esta novela que tiene como telón de fondo el atentado del 11 de marzo de 2004 a la estación de trenes de Atocha. En ese sentido es muy elocuente la foto de la tapa del libro, que muestra unas vías de tren, cercadas por edificios y chimeneas que humean y en el margen superior derecho se estampa una media luna amarilla.

Refiere el autor en una entrevista que la novela no trata específicamente sobre el atentado: “Cuando rozas un tema tan sensible, lo tiñe todo, el atentado nos marcó”. Como también lo marcó la violencia de la ETA reflejada en su última película, Todos estamos invitados (2008), un thriller político, que obtuvo el Gran Premio del Jurado en el Festival de Málaga.

En los enormes convoyes del tren viajan dos extraños, que son Martín y Angel. Se convierten en interlocutores, son hombres comunes, tal vez con más miserias que virtudes, recuerdan hechos de la infancia y adolescencia. Martín evoca a su padre veterinario, a su madre, a las criadas, su tierra en Asturias, la amante de su padre, las películas de Almodóvar, la invasión a Irak, la camiseta número siete de Raúl, el goleador del Real Madrid.

La charla evocativa de los protagonistas es acompañada por un ligero vino blanco de Friuli, por un carnoso vino rumano, o del Ródano, en el entendimiento de que con el vino las inhibiciones desaparecen y las palabras fluyen y se convierten en intimidades que son conflictos como el enamoramiento de Martín con Asal, una joven magrebí. Las diferencias de costumbres y religión que lo separan de la joven transforman una amena comida de cordero asado y especias en un espacio de tensión.

Otro tanto le ocurrió a Angel cuando relata cómo por necesidad se fue conectando con un grupo islámico –Serhane, el tunecino, y Yurgam, dueño de un locutorio– en una madeja que comenzó con encargos en apariencia inocuos hasta terminar en la droga y en complicidades aterradoras.

El triángulo formado por el padre autoritario, la madre sumisa y el hijo (Angel), quien asume en su imaginación ser el marido de la madre, el propio padre y el hijo de sí mismo, le confieren a la trama una dimensión psicológica y una consistencia que prescinde de la mera anécdota.

La narrativa de Aragón, de estilo visual, ágil y cinematográfico, de una simplicidad profunda, extiende una zona para la reflexión acerca de la condición de los hombres: “Los animales eran dioses y los hombres se transformaban en animales a la hora de copular”. “¿Cuándo un hombre cabreado se convierte en asesino de su propia especie?” También aborda la alegoría en una cruel matanza de un cerdo al que se le pone una capucha en la cabeza como se hace con algunas personas para impedir que vean lo que se hace con ellas. El sadismo y el afecto se entrecruzan en sentimientos en apariencia opuestos: “El cerdo chilló y yo sentí un placer inmenso, recuerda Angel. Yo era su dueño y podía castigarle”. “Podría haber tenido un cerdito como hijo y mecerlo en mis brazos como mi padre me meció a mí.”

En un final inesperado la vida de estos dos interlocutores se cruza como los rieles del infinito del tren imprimiéndole a esta historia una arquitectura compacta y de pulida calidad literaria, uniendo el ritmo de un thriller con la anchura de una novela intimista con trasfondo de gran actualidad.

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