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Domingo, 17 de febrero de 2002
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La puta respetable

Fanny Hill.
Memorias de una cortesana.
John Cleland.
Traducción de Enrique Martínez Fariñas,
Colección “La sonrisa vertical”,
Tusquets Editores, Barcelona 2002.
203 pags. $ 15

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POR GUILLERMO SACCOMANNO

La protagonista de esta crónica, al escribir sus memorias, recapacita y se disculpa por el abuso de determinadas figuras retóricas que puedan causar inquietud: “Palabras tales como goce, ardores, transportes, éxtasis y el resto de tan expresivos términos, tan adecuados, tan aceptados en la práctica del placer”. A lo largo de dos cartas extensísimas, que ella juzga “una confesión que abre tantas heridas en mi amor propio”, Frances Hill, una muchacha pelirroja, alta, de “insolentes pechos y tobillos atrayentes” construye con su pasado, el que va desde sus dieciséis años hasta pasados los veinte, la transición del campo a la ciudad, de la inocencia a la prostitución, una fábula con su correspondiente mensaje edificante. Si la autora se disculpa por la reiteración de determinadas palabras es porque tiene conciencia de que la descripción de una escena erótica puede convertirse en un aburrido registro vinculado con la gimnasia y el contorsionismo. No obstante, la autora se empecina en desplegar situaciones que se replican, permitiéndole, en su urdimbre, escenificar con los cuerpos aquello que más tarde concluirá, inexorable, con una reflexión moral.
Fanny Hill, nombre de guerra de la joven campesina Frances Hill, es la heroína que da título al clásico erótico de John Cleland. No abundan datos biográficos de Cleland. Se sabe que nació en Londres en 1710, que fue diplomático y que su carrera lo llevó por Esmirna y Bombay. Escribió varias novelas, obras de teatro y ensayos filosóficos mientras, con diferentes seudónimos, practicaba el periodismo. Se estima que Fanny Hill, su narración más popular, la escribió en la cárcel, donde fue confinado por deudas en 1730. Cleland murió olvidado en 1789, mientras su novela alcanzaba la fama vendiéndose en la clandestinidad.
Tal como señaló Raymond Williams, “los efectos culturales no necesitan ser siempre indirectos. En la práctica resulta imposible separar el desarrollo de la novela, como forma literaria, de la economía política sumamente específica de la publicación de ficción”. Pieza clave de la literatura erótica del Siglo de las Luces, publicada en 1749, Fanny Hill es hija de las condiciones sociales de su época, la retrata y, a la vez, como texto marginal, se constituye en influencia decisiva en el género. En tiempo y espacio está muy cerca de las condiciones que favorecen la escritura de Moll Flanders (1722), de Daniel Defoe, y de Tom Jones (1749), de Henry Fielding. También cerca está Los 120 días de Sodoma (1785) del Marqués de Sade. Pero a diferencia de Sade, considerado por Pierre Klossowski un espíritu religioso que necesita hundirse en el mal para detectar el bien, estos autores ingleses profesan una confianza ilimitada en las perspectivas que se le abren a la burguesía en ascenso. Novelas de iniciación de héroes plebeyos, las de Defoe y Fielding plantean que la experiencia se corona con una lección. Hay una utilidad tanto en la aventura como en el arte. El caso de Fanny Hill. Que los plebeyos de la novela participen con nombre y/o apellido, mientras que los señores del poder, nobles y no tanto, lo hagan protegidos en el secreto de sus iniciales induce a otra lectura. Lo plebeyo (cuerpo en acción) irrumpe con una identidad, lo “puramente mercenario” (el dinero) se afirma y consolida. El amor, como absoluto, tiene un mercado. Se compra y se vende. Como relato presuntamente libertino, Fanny Hill presenta rasgos que, considerados desde el presente, resultan de un erotismo entre maquinal ycandoroso. A lo largo de sus poco más de doscientas páginas se constata la ausencia de sexo oral. Si bien hay relaciones homosexuales entre mujeres, el sexo anal pertenece al orden de lo reprimido: la única escena en que se realiza está protagonizada por dos varones jóvenes que luego serán estigmatizados. El fetichismo apenas si cuenta y el goce disciplinario merece una consideración, si no excéntrica, al menos de una benevolencia piadosa. Porque todo aquello que no está relacionado con el ejercicio ortodoxo de la penetración vaginal se juzga insalubre. Son los órganos destinados a la reproducción aquellos que se emplean para el placer. Mujeres de formas regordetas ofreciéndose a caballeros dueños de aparatos poderosos (resulta llamativo que, cada vez que un hombre exhibe su verga, es calificado como “héroe de las mujeres”). El erotismo de la novela está estrictamente orientado a la excitación masculina desde una supuesta certidumbre de aquello en que consiste el goce femenino: ser penetrada. A la vez, las sensaciones alcanzadas en el placer se califican en función de la alimentación: se deleita, se saborea, se degusta el sexo como manjar.
En esa sociedad jaqueada por el hambre, Jonathan Swift, padre de Gulliver y contemporáneo de Cleland, aconsejaba con humor subversivo a los poderosos liquidar a los chicos famélicos que deambulaban por las calles y cocinarlos para terminar así con este malestar social. En este contexto, mientras se concretan el ascenso de la burguesía y el industrialismo, se profundiza la contradicción entre el campo y la ciudad. Los cuerpos, en el campo, son animales. En la ciudad, respondiendo al “principio de electricidad”, son máquinas que fabrican placer. Su fin último es la reproducción del sistema. Fanny proviene del campo. En consecuencia, todo lo que está ligado a la degradación se encuentra en la ciudad: “La conversación, el ejemplo, todo en aquella casa contribuía a corromper mi natural pureza”, reflexiona al recordar uno de sus pasajes prostibularios. Desde la perspectiva de la colmena urbana, el campo es paisaje idílico, retiro que se ambiciona, tan codiciable como el matrimonio, esa otra utopía burguesa que se cifra en los beneficios de la monogamia como propiedad privada, en el caso de Fanny, equivalente al reposo de la guerrera sin culpa.
El subrayado educativo es una constante a lo largo de estas “memorias de una cortesana”. Mucho más sugerente se manifiesta el subtítulo original: Memoirs of a woman of pleasure. Lo que Fanny recuerda es el placer, lujurioso y desbocado. Pero también añora esa atmósfera doméstica del prostíbulo como boceto oculto de la familia. Y se lo recuerda desde una virtud recobrada. Se trata de memorias, se trata de experiencia, se trata de lo aprendido, desde el presente en que se narra: que el amor (siempre rindiendo una utilidad) puede triunfar sobre la gratuidad (lo banal, lo fugaz) del goce. Así se explica que, después de cada encuentro sexual, se encuentre un corolario de sabiduría popular consoladora. Algunos ejemplos: “La verdad es poderosa y no siempre nos negamos a creer lo que estamos deseando”; “Las pasiones violentas no suelen durar mucho, y las de las mujeres menos aún”; “Cuán relativamente inferiores son los goces del vicio si los comparamos con los de la virtud”. Si la destinataria de estas memorias es otra mujer, al relato debe entonces adjudicársele lo que tiene (para el lector como voyeur) de confidencia entre mujeres: una veterana de vuelta aconsejando a otra más joven, de ida, precaviéndola de los riesgos que presentan los desórdenes amorosos. Si Fanny recuerda las etapas escandalosas de su vida, lo hace para demostrar como acabó por salir “para disfrutar de todas las bendiciones que pueden proporcionar el amor, la salud y la fortuna”. De hecho, esta tríada opera como propiciatoria del final feliz: la protagonista se redime no sólo al encontrar de modo folletinesco su primer amor; también acude en su ayuda para solucionar sus dificultades económicas. El cuidado de la salud, la acumulación de unafortuna, le permiten de esta manera comprar el amor que se consagrará en el matrimonio.
En este sentido, Fanny es crítica de sus compañeras de trabajo, quienes “considerando toda reflexión como su natural enemigo, las destierran todo lo lejos que pueden o las destruyen sin piedad”. Un cuerpo sin pensamiento (un cuerpo primitivo, campesino) está condenado en la ciudad. Para obtener el status de reconocimiento allí, en un tiempo de transformaciones, el cuerpo debe pensar. Lo que Fanny advierte es, ni más ni menos, la contradicción cuerpo/alma, coartada central de la ideología dominante. En la medida en que especula, Fanny garantiza su redención: piensa su cuerpo, piensa su valor.
Tratado sobre los criterios de salud y moral, si la novela de John Cleland provocó en su tiempo tanto escozor no se debió sólo a la infatigable y minuciosa exposición de cuerpos en acción, o a la introducción de la homosexualidad masculina. Más bien, su censura y persecución debiera atribuirse a su final feliz: en lugar de concluir hundida en la miseria y la enfermedad, la puta Fanny se integra, bien casada, al lado honorable de la sociedad y, desde una posición acomodada, reivindicando su pasado licencioso como estrategia de sobreviviente, sienta jurisprudencia literaria sobre la hipocresía de la época. Toda resonancia del texto con la actualidad no es pura coincidencia.

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