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Domingo, 15 de diciembre de 2002
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Los enredos de Wanda

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Pynchon tenía problemas con sus dientes y estaba convencido de que Time quería una foto suya para confrontarlo o igualarlo al conejo Bugs Bunny. Cuando el fotógrafo lo encontró en la ciudad de México, huyó a las montañas.
Por Scott McLemee

En 1963, la revista Time quiso exhibir en público un espécimen del Joven y Brillante Novelista Norteamericano. Un fotógrafo fue entonces por Thomas Pynchon, quien había escrito una primera novela muy (y hasta un tanto increíblemente) celebrada llamada V. Se trataba de un libro que combinaba el humor negro y la novela de aventura, y en el que de algún modo convivían la histeria metafísica de Kafka con la picaresca à la page de Jack Kerouac. Pynchon tenía veintiséis años y ya no era sólo una joven promesa. Era, según Time, el espécimen perfecto.
Salvo por una cosa: Thomas Pynchon no quería ser fotografiado. Quizás por timidez. Tenía un problema con sus dientes. Pynchon estaba convencido de que Time quería una foto suya para confrontarlo o igualarlo al conejo Bugs Bunny. De cualquier modo, cuando el fotógrafo lo encontró en la ciudad de México, él huyó. Se tomó un micro y desapareció entre las montañas. Al poco tiempo sus vecinos mexicanos lo llamaban Pancho Villa (no por la habilidad que mostró para escapar de la gringada sino por su aspecto: empezó a cultivar un bigote enorme con el que lograba ocultar su identidad. Y sus dientes).
Cuando apareció Vineland (1990), cuarta novela del escritor, todo periodista que se preciara de tal conocía muy bien el esfuerzo que implicaba obtener de él una entrevista, sin entrar siquiera a hablar de fotografías. Existían y existen escritores que glorifican la soledad, pero Pynchon ha hecho de esto un culto. Sus intervenciones son muy poco frecuentes y su perfil público inexistente. La última fotografía que apareció publicada de él fue en 1955 y hasta su paradero, de hoy y de siempre, es un secreto bien guardado. Es que en Pynchon la invisibilidad excede a la timidez: insiste en dirigir la atención pública hacia sus libros y no hacia su vida.
Y esto funciona muy bien en cuanto a resultados. Durante la década que siguió a la huida mexicana, Pynchon publicó otras dos novelas, La subasta del lote 49 (1966) y El arco iris de gravedad (1973). Con ellos dejó para siempre la liga de escritores-jóvenes-con-talento y ascendió a la de Gran-Novelista-Norteamericano. En sus ficciones ha construido un enorme laberinto de itinerarios conspirativos que se conectan a partir de sistemas metafóricos infinitos y vagas alusiones históricas.
Hoy son muchos los críticos literarios que se pasean felices y exultantes por este laberinto, y no tienen ningún apuro en librarse de él y abandonarlo. En pocas palabras: las interpretaciones de Thomas Pynchon se han convertido en una verdadera industria académica. A él mismo todo esto le puede resultar gracioso, aunque quizás no (todavía no se ha pronunciado al respecto).

Los límites de la noche
¿Qué tan estable y consecuente puede ser una comunidad académica cuando su centro de atención está puesto en una figura literaria que le rinde tributo a la paranoia y a la obsesión e insiste en aborrecer la esfera pública? Al preservar los límites entre vida y obra, Thomas Pynchon no ha dejado de tener problemas. Pero ahora son más y de mayor intensidad. Durante el verano de 1995, un viejo rumor comenzó a circular con una energía renovada. Y se introdujo en el campus con la suficiente fuerza como para dividir a los especialistas en Pynchon. Llamémoslo así: “El affaire Wanda Tinasky”.
En San Francisco, un grupo de detectives con inquietudes literarias (o al revés) asegura que Thomas Pynchon envió durante los años ‘80 una buena cantidad de cartas a ciertos periódicos que circulan todavía hoy en el norte del Estado de California. Todas firmadas con seudónimos y uno con mayor frecuencia, el de Wanda Tinasky. Cuando se anunció esto en 1990, casi ningún especialista en la obra de Pynchon prestó atención. Todo era o parecía demasiado ridículo.
Hoy las cosas han cambiado un poco: el anuncio y posterior publicación de las cartas de Tinasky convirtió el asunto en un imperdible para la crítica, para la academia y para los lectores. ¿Es posible que el autor más ostensiblemente replegado en su vida íntima revele, del modo más críptico, todo un nuevo universo literario? Algunos críticos piensan que sí. Otros, que en un principio también creyeron que Tinasky era un seudónimo del novelista, cambiaron de pronto su opinión. Son esos cambios lo que genera ahora, en ciertos ambientes, una guerra de especulaciones. Pero, ¿de qué se asustan los pynchonianos eminentes? Las discusiones, todavía, no se han convertido en escándalo, aunque crecen en intensidad.

Los muchachos de antes no usaban arsénico
Wanda Tinasky hizo su primera aparición en abril de 1983 en un semanario de la ciudad de Mendocino llamado The Commentary. Lo hizo con una carta enviada al director que, al igual que las que le siguieron, mostraba un entrenadísimo sentido del humor, a expensas, mayormente, de los poetas locales. Por supuesto, muy pronto dejaron de publicarla.
Pero la veda jugó en su favor. No mucho tiempo después de experimentar ese ambiguo purgatorio, un hombre llamado Bruce Anderson adquirió un semanario en esa misma ciudad. Con él, Anderson tenía un objetivo: antagonizar con quien sea. El semanario se llamaba Anderson Valey Advertiser y hoy es quizás el más estimulante de entre los medios locales en todo Estados Unidos. El Anderson Valey Advertiser no solo refleja las ideas políticas del dueño (cierto populismo de izquierda) sino también su personalidad, que, para entendernos, es cuanto menos confrontacional. Su política editorial es la simplicidad en sí misma: “Tengo derecho como editor a decir lo que se me ocurre con respecto a todo y a todos, siempre”. Y esto se cumple. El AVA opina que el jurado de Mendocino está compuesto “por rotarios seniles que posan de indulgentes”. En los editoriales afirman que McNugget es la mejor demostración de que “los norteamericanos comen cualquier cosa sumergida en aceite y bañada en azúcar”. Y el mismo Anderson no es menos benévolo cuando escribe sobre lo que él mismo llamó “la tropa de pésimos poetas y artistas con los que cuenta nuestra ciudad”.
Proscripta de The Commentary, Wanda encontró hogar en las páginas de AVA Aunque comenzaba a quedarse corto en publicidades por las innovaciones de su nuevo propietario. “Mi semanario estaba subiendo sus decibles –recuerda Anderson–, y Wanda era justo el tipo de personaje que necesitábamos.”
En los siguientes cuatro años arribaron docenas de cartas firmadas por ella, en los cuales fue revelando algunos datos de su vida. Wanda Tinasky era una rusa expatriada, judía y de 80 años; aseguraba usar las páginas de AVA como ropa interior porque dormía a veces debajo de los puentes; y que leyó durante seis décadas el Reader’s Digest aunque simpatizaba con los escritos teológicos de Nicolás de Cusa.
Evidentemente, sabía muchísimo de los figurones políticos y literarios de la ciudad. Se reía de ellos y de sus pretensiones absurdas con un placer algo inquietante. Tampoco era cálida con la industria de la cultura, ni de la alta (“si eres lo suficientemente idiota como para comprar un libro recomendado por un crítico pago, bueno, te dan lo que te mereces”) ni de la baja (“qué valiente fue Phil Donahue en decir que era un adicto al trabajo; yo creo que la idea que tiene Phil del trabajo es quedarse sentado debajo de una secadora de pelo”).
Es claro, Wanda y el AVA parecían hechos el uno para el otro. La anciana expresó sus simpatías por el editor y su “estilo-de-perro-viejo” y por la política denigratoria del semanario. Con los años no dejó de insistir en que AVA debía ganar el Pulitzer. Las burlas no se agotaban en las cartas y Tinasky incursionó en el terreno más literario con pequeños poemas y citas, incluyendo un inspirado y gracioso dístico titulado “Acerca de mi primera experiencia con Ezra Pound y sus Pisan Cantos”. Se trataba de contribuciones irregulares y explosivas que se fueron extendiendo hasta el mes de agosto de 1988. A partir de entonces, Wanda entró en un largo silencio.

Anatomía de un crimen
La historia pudo haber terminado bien si no fuera por algo: la publicación, en 1990, de Vineland. Habían pasado diecisiete años desde El arco iris de gravedad y la aparición de este volumen se convirtió en un acontecimiento literario desproporcionado. Pero también en un desproporcionado acontecimiento local. La acción de Vineland transcurre en el norte del Estado de California, en una ciudad muy parecida a Mendocino. Y aunque Bruce Anderson no había leído ningún libro de Pynchon, por alguna razón sí tuvo tiempo de leer éste. Se encontró con tantas cosas familiares que quedó pasmado.
Los acontecimientos de Vineland transcurren en el año 1984 y son muchas las alusiones a la novela de Orwell. Hay allí una inequívoca nostalgia por las políticas radicales de los años ‘60 y un ánimo amargo por los tiempos que corren, los años de Reagan (”El aparato estatal que exhorta a la legalidad y se autodenomina Norteamérica”, etc.). Aunque la narración oscila entre el melodrama y la confusión, el tono es de una aplastante y melancólica sátira que hace pie en los residuos de la contracultura y su conversión en ingenua new age.
Al leer la novela, Anderson sintió un shock de reconocimiento. Las zonas geográficas a las que hacía alusión Vineland no podían encontrarse en ninguno de los mapas con que contaba California. Y sin embargo, se parecían demasiado a aquellas que cubría AVA. Al editor todavía le resultó más familiar el ritmo de la novela: la prosa de Pynchon parecía compartir todos y cada uno de los acentos de Wanda Tinasky. Por otra parte, Anderson siempre sospechó que quien escribía las cartas debía de ser un varón: “No por un falocentrismo genético, o eso espero, sino porque me parecía obvio que estaban escritas en un tono humorístico cargado con altas dosis de testosterona”.
Vineland se convirtió entonces en la mejor excusa para el escándalo. En marzo de 1990, Anderson publicó un editorial anunciando que Pynchon era “casi con seguridad, el hilarante escritor que firmaba con el seudónimo de Wanda Tinasky”. La respuesta de Tinasky fue inmediata. Corrían los meses de marzo y abril de 1990 y la cruel anciana reaparecía luego de una ausencia que se habí prolongado por más de un año.
En una primera carta declaró que fue Anderson quien inventó todo eso de “la señora linyera que vagaba por las calles de Mendocino”. Luego, con estrategias un tanto cambiantes, sugirió que ella había conocido a Thomas Pynchon, al que llamaba “Tollie”: “Cuando te encariñas con él es un ángel. No es que yo lo conozca. Pero sí que lo conozco”.
En mayo de 1990, desaparecía una vez más. Pero el semanario siguió recibiendo cartas extrañísimas, escritas en un estilo muy parecido al de ella. Las firmaba Lilly Pearls y en una preguntaba lo siguiente: “¿No creen ustedes que se impone una retrospectiva de las cartas de Tinasky, considerando que toda la especulación literaria que han provocado enriquecieron y erotizaron el panorama literario, siempre tan estéril y árido?”.
Por esos meses comenzaron a circular artículos y ensayos acerca del affaire AVA-Pynchon, aunque muchos de los especialistas en el escritor permanecían fieles a la incredulidad.
Entretanto, el rumor seguía extendiéndose y se rehusaba a morir.
A fines de 2000, unos amigos y asociados a Anderson formaron el llamado Grupo de Investigación Wanda Tinasky. El objetivo era trabajar en una cuidada edición de las cartas de Wanda, intentando a la vez determinar el grado de conexión con Pynchon. Los seguidores y militantes de Tinasky, encabezados por un pacifista e investigador part-time llamado Fred Gardner, distribuyeron en mayo del año pasado un artículo en el que anunciaban la publicación de la correspondencia. El prólogo estaría a cargo de Anderson y se titulaba “¡El Misterio Literario de la Década!”, y se anunciaba que “en octubre se van a publicar las cartas de Wanda Tinasky, una obra de 220 páginas”, cosa que efectivamente sucedió (el libro, hoy, es prácticamente imposible de conseguir en Internet).
Una copia de l artículo y de las pruebas del libro llegaron a manos de John Krafft, editor de un volumen crítico sobre Pynchon, y a quien durante cinco largos años los rumores le parecieron inverosímiles. Krafft es el generosísimo hombre que aparece en los agradecimintos de cuanta monografía existe sobre Pynchon. Y como no podía ser de otro modo, el hombre pensó que todo especialista o entusiasta de la obra de Pynchon debería conocer el proyecto del Grupo Wanda. Con los textos en mano fue hasta una fotocopiadora. El misterio adquirió entonces proporciones industriales.

Legislación no reconocida
“Si ocultas, ellos buscarán”, proverbio para paranoicos, El arco iris de la gravedad.
El asunto de las cartas de Tinaski cuenta con un terreno fértil. Los especialistas en Pynchon son multitud y hasta ahora fue un excelente negocio: desde 1973 ha habido por lo menos cuarenta conferencias dedicadas exclusivamente a las novelas de Pynchon. En otras ciento veinte se discutió sobre ellas y su relación con las de otros grandes autores, norteamericanos y europeos. Es muy cierto que existen especialistas que rechazan el interés por la vida personal del autor, aunque no es menos cierto que son también los que más se apasionan en recolectar los mínimos rumores. Aunque después vuelvan a centrarse en su obra, desde todas las lecturas críticas posibles: formalistas e historicistas, psicoanalíticas y posestructuralistas, feministas y marxistas, y todas sus combinaciones. ¿Pero en dónde terminan sus impulsos voyeurísticos habida cuenta de la reimpresión que han conseguido del mamotreto teológico de William Pynchon, ancestro puritano en el siglo XVII de Thomas, o, incluso, de las propias notas del escritor, precoces en paranoia, aparecidas en el periódico de la Universidad de Cornell cuando estudiaba ingeniería?
De todas formas, hay algo muy irónico en todo esto y es que Thomas Pynchon, si quiere, puede parar ya mismo la distribución de esa colección de supuestas cartas suyas. Porque según Ray Roberts, alguna vez editor de Pynchon, el escritor sólo debería declarar que sí, que él mismo escribió las cartas y declinar el permiso de reimpresión para que Anderson y Gardner se queden sin libro ni cartas. Es una estrategia tan generalizada que se ha vuelto estándar. Aunque en realidad esto no le importa a Roberts (enfático, asegura que Pynchon no escribió las cartas).
Lo que resulta indudable es que este asunto es el tipo de paradoja que tanto cautiva a los pynchonianos (menos o más eminentes, pero mayoritarios al fin).
En definitiva, y sin entrar a discutir quién o quiénes escribieron las cartas, lo cierto es que el affaire Wanda Tinasky ya pasó a ser una obra más dentro de la obra de Pynchon. No es de extrañar porque, después de todo, muchos de sus personajes habitan un mundo de pistas ocultas que se cifran a partir de signos inscriptos “detrás o más allá de lo visible”. El intento por saber quién es Wanda Tinasky, ¿es apenas otro capítulo de las rituales evasiones de Pynchon? ¿Es parte de un mecanismo cuyo objeto es confundir a los lectores y burlarse de la industria académica, por otra parte tan atenta a sus libros? ¿O es una revancha puramente literaria con pinceladas de saludable sarcasmo? Wanda Tinasky puede ser perfectamente un personaje de Pynchon. O quizá no (Todavía no se ha pronunciado al respecto).
Aunque al menos una cosa es segura: aquellos especialistas que han intentado encontrar una respuesta e incursionaron en los distintos universos de Pynchon, dieron cuenta una vez más de que allí todas las investigaciones se enredan o que no conducen a ninguna parte. Es lo que nos alerta otro proverbio para paranoicos en El arco iris de la gravedad: “Si se dan cuenta de que estás haciendo las preguntas equivocadas o estúpidas, no se van preocupar en darte las respuestas indicadas”.

Trad. Sergio Di Nucci.

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