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Domingo, 15 de agosto de 2010
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La casa de la poesía

Si una antología es una casa, la de los 200 años de poesía argentina de Jorge Monteleone está llena de habitaciones, salas, patios, recovecos, balcones y terrazas. Si un mérito ostenta, además del gran esfuerzo que supone recorrer el canon de dos siglos, es el haber ido más allá de los criterios de consagración, demostrando que hay muchos más poetas antologizables de lo que muchos podían suponer.

Por Enrique Foffani
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Aun cuando las antologías nazcan por encargo y el antólogo se esmere por alcanzar la completud imposible de la totalidad o pierda literalmente el sueño y la paz por ver representados todos los senderos de la poesía, las antologías de poesía parecen desentenderse de la previa intencionalidad que le dio origen, y hasta desligarse de sus propias razones de ser: se disparan solas hacia el territorio imaginario del lector. La autonomía de las antologías, que no suspende por ello el juicio crítico, encarna de alguna manera su propia potencia de ser: por medio de la selección se suscitan territorios significantes en continuo movimiento que dejan ver galaxias de poemas, que Jorge Monteleone, el antólogo, denomina “constelaciones”, y que prefiguran no solamente itinerarios a seguir por parte del lector sino también comparaciones y juegos de sentido entre las composiciones líricas.

200 años de poesía argentina. Selección y prólogo de Jorge Monteleone. Alfaguara 1006 páginas

Por eso, toda antología de poesía, que se precie de tal, pivotea sobre dos ejes: uno dice que toda antología es necesariamente incompleta per se, ya que no es posible superar el principio de selección que la constituye; el otro dice que sin el principio del movimiento resultaría un mero catálogo, una lista muerta de poemas sin dirección alguna. Como tantas otras, que no podremos comentar aquí, la de Monteleone presenta estas dos facultades pero infunde, a propósito de arco temporal tan vasto que se propone abarcar (nada menos que dos siglos), un concepto de amplitud cuya pertinencia persigue un objetivo tan ambicioso como riesgoso y que requiere, al menos para llegar a buen puerto, sortear no pocos escollos. Uno de esos peligros hubiera consistido en la exclusión de poetas que no hayan logrado con sus respectivas obras (aunque no necesariamente publicadas) una poética de peso, capaz de gravitar en el contexto lírico de su época y sin embargo la decisión de una organización “constelada” –más que una basada en la diacronía y los mecanismos de consagraciones institucionales– suscitó la formación de un conjunto estructural en el que los poemas se relacionan con otros independientemente de lo que pudieron lograr por sí mismos en sus propios poemarios. Y esto es un acierto: no suspender la calidad poética pero potenciar la relación entre un poema y el otro, en una suerte de recíproca iluminación profana, significa no solamente dar a ver la trama latente y múltiple del mapa de la poesía argentina sino también dar cabida concretamente a los poemas de poetas que quizás no hubieran podido conseguir un lugar en la antología, de mediar otro principio constructivo. Como contrapartida, el otro acierto es la decisión del antólogo de sí publicar poemarios completos (como Nidos de cóndores de Olegario Andrade, Luz de provincias de Carlos Mastronardi, Argentino hasta la muerte de César Fernández Moreno, Cadáveres de Néstor Perlongher, Hospital británico de Héctor Viel Témperley), una decisión que no sólo vuelve a esta antología sumamente útil sino que se trata de poemarios que han contribuido emblemáticamente a la constitución y destitución al mismo tiempo de los procesos de formación de una identidad argentina: desde el esfuerzo titánico del hombre decimonónico por asumirse como un nuevo Prometeo en el poema de Andrade, pasando por esa égloga realista de Mastronardi hasta llegar a la visión irónica y distanciadamente paródica del libro escrito por César, el hijo de Baldomero. O bien un poemario como el de Perlongher, que identifica uno de los tramos más oscuros y siniestros de nuestra historia a través de la alegoría poética, de larga tradición en la literatura argentina si pensamos como uno de sus antecedentes en el siglo XIX a “La refalosa” de Hilario Ascasubi.

Encontramos otro tipo de poemas, de perfil bajo en su hechura y conectados con el fulgor efímero de la vivencia, los cuales pueden dialogar con estos poemarios completos y portentosos a nivel imaginario y lo hacen primordialmente porque las poéticas de lo mínimo, en poesía, nunca devienen minimalistas: siempre hablan la lengua del menor (de lo menor) pero no son menores, en todo caso apelan a lo que Josefina Ludmer llamó a propósito de Sor Juana “las tretas del débil”. Esta artimaña de hablar desde el margen logra suscitar una conciencia poética que esta antología se propone resaltar. Con un gesto vitalista, Monteleone parece decir que no hay poetas menores, sí los hay menospreciados: otorgarles un lugar es uno de sus objetivos, como si de pronto poetas no tan conocidos o parcialmente olvidados obtuvieran lo que en la esfera jurídica se denomina el recurso del “ha lugar”. No se puede obviar que esta antología le da por fin lugar y otorga el “ha lugar” a poetas que otras antologías no han tenido en cuenta y que la crítica de poesía todavía no ha podido estudiar ni tampoco las historias de la literatura, salvo honrosas excepciones claro está.

Sólo a título de ejemplificación, señalaremos el nombre de cuatro poetas cuya presencia en esta antología la justifican con creces. La neuquina Irma Cuña es una voz poética que merece más atención que la que ha obtenido hasta ahora, una voz que bien podría oficiar como una poética fundamental a la hora de hacer una historia de la poesía de la Patagonia. Lo mismo ocurre con un poeta como Rubén Sevlever, de Rosario, cuya obra es tan intensa como expresiva de la experimentación con el lenguaje. A su vez la presencia de Mario Romero, el poeta tucumano que muere poco años después de retornar del exilio en su propia provincia, repercute con fuerza en el conjunto: quien no ha leído su obra y se interesa por la poesía, deberá hacerlo porque se trata de un poeta radical, cuyo desconocimiento por cierta franja de lectores de poesía incomoda como le ha pasado a quien escribe esta reseña, que lo ignoraba. Por último, la poesía de Samuel Bossini, conocida sólo imperfectamente en un reducido circuito que la creía más oral que escrita, refulge con una potencia inusitada, como si el lugar que encuentra ahora en este ámbito le otorgase no sólo su justo reconocimiento sino, más todavía, la posibilidad de dialogar de igual a igual, de tú a tú, con los otros poetas argentinos.

El admirable mapa poético que queda cartografiado es tan extenso como intenso. La intensidad de la extensión reside en un afán de expandir con un gesto democratizador la línea, siempre restringida, del horizonte de los poetas consagrados. Ahora, con doscientos años transcurridos, resulta que hay muchos más poetas que merecen ser antologizados de lo que uno puede imaginarse. Esta concepción, quizás a nuestro juicio la más imbatible y consistente de todas las que alientan esta antología, vendría a decir que la poesía no se queda encerrada en el círculo áulico de los poetas justamente consagrados. Esta antología dice: hay muchos poetas, festejemos con fervor whitmaniano, es decir, con el fervor que nace y se nutre del presente democrático.

Los poetas que no están adentro y los que, aun estando, debieran estar afuera de esta antología, no son intercambiables. Lo hubieran sido si la ley que los organiza en un espacio lar (porque después de todo una antología es eso: una casa), no hubiese optado por la figura constelada, bajo la impronta semántica de la figura en el tapiz. Es posible que muchos poetas que forman parte de esta antología rechacen en el fondo el formato expandido y horizontal que Monteleone ha querido infundirle. Serán aquellos poetas que no están dispuestos a compartir la casa con más poetas, y pensarán estar frente a la casa tomada de la poesía argentina. Esta antología echa por tierra aquella concepción aristocrática de que los poetas de verdad son muy pocos y que a éstos se los cuenta con los dedos de una mano, convencidos de que los verdaderos poetas son los que han sido tocados por la varita mágica de la Gran Poesía. Con este volumen, Jorge Monteleone confirma (afianza) su posición crítica frente a la poesía. Queda claro que su concepción no es elitista sino gozosamente democrática en su vitalismo. La mirada que depliega, encuentra al poeta en el poema, en los intersticios de los versos y en la voz que encarnan. Y, sobre todo, esta antología brega por una poesía que transgrede por fin las fronteras de los cotos privados para expandirse y crecer más allá de los círculos consagratorios. Es monumental pero no por las mil páginas, sino por el trabajo que ha reportado. Esa es la apuesta más política de la antología, mucho más que el pretexto del Bicentenario que le dio origen.

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