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Domingo, 5 de septiembre de 2010
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Sin tregua

Richard Bausch es uno de esos escritores norteamericanos que, por su vitalidad y lirismo, merecen ser más conocidos en castellano. Fundamentalmente por Paz, esta pequeña novela bélica que encierra la inmensidad de la guerra.

Por Rodrigo Fresán
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Soldados aliados durante la larga y sangrienta toma del monasterio de Monte Casino, en Italia, 1944.

La gran novela belicosa norteamericana –en especial en lo que hace a la variedad Segunda Guerra Mundial– tiende a lo colosal y al Cinemascope: Los desnudos y los muertos, de Norman Mailer; Los jóvenes leones, de Irwin Shaw; De aquí a la eternidad, de James Jones; Trampa 22, de Joseph Heller; El arcoiris de gravedad, de Thomas Pynchon...

Aunque de tanto en tanto aparecen libros en tamaño pequeño pero de alcance cósmico cuando se trata de mostrarnos no el inmortal valor de los soldados sino la mortal estupidez del juego al que juegan. Allí se apuntan joyas como la preliminar La larga marcha, de William Styron, la cósmica Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, o la epifánica y navideña Claro de medianoche, de William Wharton. Y es en este selecto pelotón en el que forma y marcha Paz, de Richard Bausch.

Bausch (Fort Benning, 1945) nos lleva a la Italia de 1944, a un páramo golpeado por la carnicería de Monte Casino, donde una patrulla de soldados lleva a cabo una de esas desorientadas misiones exploratorias.

Paz. Richard Bausch Los libros del lince Barcelona, 2010 196 páginas

Y Bausch vuelve a enfrentarnos a la interesante paradoja de que pocas cosas hay más aburridas y ocurrentes que la guerra. Poco y nada sucede salvo que puedes estar muerto en un segundo, al minuto siguiente. El tiempo ya no se mide ni en años ni en días. El tiempo es ráfagas de tiempo que no suena a tic-tac sino a bang-bang. Así que aquí viene un puñado de hombres que –en una primera lectura– podrían sufrir el reproche degradante de ser demasiado arquetípicos y bidimensionales. Seres humanos y especímenes de guerreros junto a los que uno viene luchando desde seriales como Combate o súper-producciones como Rescatando al soldado Ryan. Uno ya ha estado allí, uno ya ha vestido ese uniforme manchado de sangre y fuego tantas veces, sí. Pero enseguida –en una lectura más cuidadosa, llevados por la prosa tan exacta como lírica de Bausch– descubrimos las verdaderas intenciones del autor: contarnos que, entre las explosiones y la metralla, todos se ven reducidos a su más mínima y económica y eficaz expresión. Para poder matar –y para impedir que te maten– debes reducirte y destilar tus cualidades esenciales. De este modo, el elenco de Bausch forma y rompe filas frente a nosotros con los movimientos justos y las palabras precisas. Nada sobra en ellos. Nada asombra pero todo conmueve porque percibimos en cada uno de ellos su condición de soldados uniformes, pero también de individuos al borde de un ataque y punto y quién sabe si será un punto final o un punto y aparte. Seguro, no lo saben el desilusionado Marson, el pícaro y lírico Joyner, el cínico y judío Ash ni y el feroz Glick, quien ha disparado sobre una indefensa prostituta alemana. Todos ellos presentados como música de cámara, con modales casi teatrales, apuntando y disparando sobre los Grandes Temas con movimientos mínimos y precisos, para no ser descubiertos y capturados y ejecutados por el enemigo que, en más de una ocasión, puede llegar a marchar en el mismo lado.

Y de eso trata Paz: de lo difuso de los límites cuando se camina por el campo de batalla; de la fina línea que, de pronto, separa a una ejecución de un asesinato y al testigo del cómplice.

¿Cómo moverse entre esa brevísima paz a la que accede Marson en la última página antes de caminar hasta la terrible última línea donde leemos un “Se echó la carabina al hombro y regresó despacio a la guerra”?

¿Qué hacer?

¿Qué no hacer?

Lo que hace Bausch en su onceava novela –un escritor de presencia errática en nuestro idioma que se merece muchas más medallas de las recibidas hasta ahora– es contar esta pequeña historia para, en realidad, explicar la Historia. Con una rara mezcla de furia y ternura, con luz y oscuridad, con esa rara maestría que hace sentir al lector que él es uno más allí afuera, junto al fuego, en el frío y la lluvia. Y hacerle comprender que el dilema de Marson –alguien que sabe que nunca se les dice del todo adiós a las armas una vez que se las ha empuñado, que no hay retirada posible, que el frente está en todas partes– es y siempre será, también, el suyo.

Así en la paz como en la guerra.

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