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Domingo, 31 de octubre de 2010
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Sexo y traición en Los Angeles

Lecturas > 30 años después de su debut, habiéndose convertido en la mayor celebridad literaria de su país a la vez que en el estilista más notable de su generación a esta parte, Breat Easton Ellis vuelve a los protagonistas y a los escenarios de su primera novela. Pero más que una saga o una continuidad de Menos que cero, Suites imperiales es una relectura que lo lleva a reflejar la descomposición de la sociedad de consumo, de los paraísos artificiales y del imperio de la belleza, en el espejo de sí mismo.

Por Claudio Zeiger
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Al pie de la última página, lacónica, la fecha: “1985 - 2010”. Esto era. Esto soy. Y no sé lo que seré. He dicho. El lector que llegó hasta ahí guiado por el frío estilete del espanto comprende que Menos que cero y Suites imperiales son lo mismo más allá de lo obvio: son exabruptos de una conciencia de clase exacerbada por las mil y una formas del consumo, las mil y una formas del agujero negro de la insatisfacción. Son la conciencia (tan obvia que hay que experimentarlo en carne propia para saberlo, para decirlo y escribirlo) de que nada del orden material, nada del orden del cuerpo, puede vencer el tiempo. A pesar de todo, estas novelas de Bret Easton Ellis pertenecen al más riguroso materialismo. Esa es su estética. No hay nada significativo por fuera de los materiales. No hay retórica, no hay lirismo. Hay literatura, siempre al borde de su negación.

También comprenderá el eventual lector que se puede deconstruir el capitalismo tanto desde abajo como desde arriba de la pirámide social. Que tenía sentido esa cita al proletariado cuando en un diálogo de Menos que cero, Clay le reprochaba a Rip: “Tú no necesitas nada, lo tienes todo”, y Rip contestaba que no era cierto. “Mierda, Rip, ¿qué es lo que no tienes?” “No tengo nada que perder.” Veinticinco años después, la cosa no parece haber cambiado demasiado.

Suites imperiales es bastante más que una saga de Menos que cero, una continuidad al estilo reunión de ex alumnos. Nada queda del prestigio de los colegios caros, ni de la universidad, ni de la dorada juventud que sólo tenía, para perderse, a sí misma. Ni hermosos ni malditos. Ni distancia irónica ni cinismo. Puede aceptarse, tal vez, que sea una juvenilia noir, un Chandler que se niega a abandonar el college. Noir porque precisamente no son jóvenes. Y todos se pelean por una chica que tampoco es tan joven según los cánones del mundo que se describe. Se pelean por una mujer que, al decir de Swann al final del camino, no era mi tipo. Se pelean con el fantasma de la homosexualidad, enmascarado –como en Proust– detrás de las muchachas en flor. Los cuerpos dan lo mismo, otra vez Marx: valor de cambio, valor de uso. Ni siquiera es Suites imperiales un astuto producto del mercado. No lo es. No es Hollywood a pesar de transcurrir en Hollywood. Es la gran retirada de Hollywood, es el cadáver de Fitzgerald. Es algo mucho más simple en apariencia y endiabladamente complejo en su ejecución: es una relectura de Menos que cero, una relectura de los comienzos de un escritor. Es como si Roberto Arlt hubiera vivido hasta los 45, 50 años, y hubiera releído El juguete rabioso. Y no digo salvando las distancias porque cada uno en su mundo, cada hombre en su noche, con casi cien años de diferencia, habla de algo parecido: la vida difícil de los que no tienen nada que perder.

Sexo y traición en Los Angeles. A propósito, no puede descartarse que Easton Ellis –además de Marx y Sartre– haya leído a Arlt y a Puig; lo que sí puede afirmarse es que si bien Easton Ellis es un escritor medularmente norteamericano, no es insular o entrópico. Aprovecha los hilos más tenues y capilares de su sociedad para hablar de la sociedad global.

epigrafe

Pero no hay que olvidar que Suites imperiales es una novela, y a pesar de su fuerte impronta sociológica, no deja de ser una formidable composición literaria. En la primera página, resume, condensa y reinterpreta a Menos que cero a partir de una notable primera frase (“Habían hecho una película sobre nosotros”). Y también resume y anticipa lo que estamos a punto de leer. El tiempo –materia prima de una saga, una continuación– queda así anulado, sensación que se acentúa porque nadie tuvo hijos. Sin descendencia, sólo queda fijarse en el linaje de la propia tradición. Por eso la novela remite a su propio origen, su mito de origen, que son las ilusiones precozmente perdidas de una generación/grupo que se identifica con el proletariado pero sin perder un gramo de opulencia material, aunque el precio sea el vómito, la náusea. Náusea que sobrevuela todo el tiempo en Suites imperiales, en parte porque no hay cocaína para cortar el alcohol, y en parte porque el miedo da náuseas. Es una náusea real, no moral. Pero ese origen también es un mito. Siempre hay mucho que perder (también los proletarios tenían y tienen mucho que perder. Como señalaba Piglia en Prisión perpetua, la lección de la resistencia transmitida por el padre es lo que enseña la tradición de los vencidos: siempre se puede empeorar. Dato a tener muy en cuenta por estos días). Y los personajes, enroscados en una trama paranoica ejemplar, pierden por miedo a perder, por querer ser fieles a ese mito de origen que dejaba un resquicio de rebeldía frente al “sistema”, por creer que iban a morir intactos y reventados (pero sin sangre, sin deformidad), mientras que en la relectura de Suites imperiales abundan la sangre y la deformidad, las máscaras que en vez de cubrir la identidad, la exponen de un modo insoportable.

De eso trata Suites imperiales al menos como relectura de Menos que cero. Del otro lado de la sensiblería y la sonrisa eternamente fija en los labios, tampoco se sobreactúa tanto el costado Bateman del affair, que lo tiene. Pero nunca se excede Easton Ellis en la autocita, si bien partimos de la base que lo que sostiene a la operación literaria en su totalidad es un salvaje ejercicio de autoobservación. Quizás Easton Ellis se acerque más en este juego de espejos a Cyril Collard y a Hervé Guibert con la ventaja –si se la puede llamar así– de haber sobrevivido al fin de siglo y su mala sangre.

¿Qué deja este viaje a la semilla, además de la relectura? Deja la lección magistral de un estilo que se coloca en los antípodas del formalismo estéril, que vuelve a mirar el mundo mirándose a sí mismo. Pero Easton Ellis, hasta donde sabemos, nunca ha abusado de su posición en el mundo. Siempre metió las manos en el fango, siempre escribió sin red y sin caretas. Tiene mucho que perder pero no ha perdido, por lo menos, la dignidad de escribir con las heridas expuestas.

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