Domingo, 5 de enero de 2003
La que no tuvo obra
Radical libre
Distribuido sobre el filo de 2002, El fin del sexo y otras mentiras de MarĂa Moreno examina los mitos de nuestro tiempo con fuerza y felicidad desconocidas desde hace mucho.
Por Alan Pauls

Corre un rumor: MarĂa Moreno –la autora de El affaire Skeffington, El Petiso Orejudo, A tontas y a locas y, ahora, El fin del sexo y otras mentiras– es “la que nunca tuvo obra”. El rumor serĂa de una puerilidad indigna si su principal propagadora no fuera la misma MarĂa Moreno, que lo incluye en el prĂłlogo de El fin del sexo... no ya como infidencia, haciĂ©ndose eco del quĂ© dirán, sino en futuro, como promesa o grito de guerra. “No habrá obra”, dice Moreno entre amenazante y regocijada, poniendo en evidencia una vez más dos de los sellos de fábrica de un plan de operaciones que no descansa: una, el desafĂo, gesto que combina una forma particularmente falsa de modestia con una inapelabilidad garrafal; la otra, una compulsiĂłn a la bastardilla que salpica con zarpullidos de cursivas las páginas compactas de sus libros.
No habrá obra, dice Moreno, reivindicando el carácter coyuntural, disperso y menor de sus escritos y oponiendo la figura de la periodista, eso que ella reconoce ser, a la más pomposa de “escritora”, y en esa autodefiniciĂłn se puede leer una de las tretas del dĂ©bil que Moreno –despuĂ©s de Sor Juana pero tambiĂ©n de Josefina Ludmer– lleva años rastreando en escritos, prácticas, sĂntomas o excentricidades ajenas. MarĂa Moreno podrĂa bajar del cielo de la teorĂa para divertirse un poco en la tierra; podrĂa dejar a Luce Irigaray y a HĂ©lène Cixous para embarrarse alegremente las patas chapoteando en Fray Mocho o De Soiza Reilly. Pero no. Eso serĂa hacer del periodismo una excepciĂłn reconfortante, un tour oxigenador, un pasatiempo popular que los ricos se conceden para variar un poco. No: el campo de Moreno es un campo de inmanencia, un solo y mismo lodazal donde todos chapotean con todos, “democráticamente”, y la retĂłrica de los posfeminismos o la teorĂa queer no brilla más que los giros atorrantes que suministran las hablas, las conductas o las invenciones de “la calle”. Moreno es De Soiza Reilly (o la Djuna Barnes que entrevistaba a Joyce para la secciĂłn Sociedad de algĂşn periodiquito de principio de siglo) y Luce Irigaray, pero no como Jeckyll y Hyde, que para hacer sus cosas se turnan, sino al mismo tiempo, interfiriĂ©ndose, saboteándose, parodiándose mutuamente. A Moreno no le gusta “aplicar” teorĂas; como a su maestro Germán GarcĂa, le gusta hablarlas con acento. Le gusta el efecto de desaliño, de “fuera de registro”, de zozobra que aparece cuando un objeto cualquiera –un transexual madre adoptiva, una nadadora sin pierna que cruza el Canal de la Mancha, una maestra que se enamora y se hace preñar por un alumno– no se deja pechar, resiste y pervierte a su modo la capa de saber que pretende adherĂrsele, no para proclamar su inutilidad –si Moreno se zambulle en el populismo es para nadar en Ă©l, nunca para ahogarse– sino para sacudirlo, revitalizarlo, devolverle la curiosidad, la rapidez de reflejos y el humor que ha perdido o corre el riesgo de perder. De ahĂ la baterĂa de armas caseras con que Moreno despliega su fobia a Lo Mayor: la columna apremiada contra la eternidad del texto, el rejunte contra el libro, la saliva oral contra la impresiĂłn deshidratada, el plagio y el reciclaje contra la originalidad, la paradoja contra la adhesiĂłn, la bufonerĂa contra la mueca seria, la promesa incumplida contra el compromiso. Lo extraño –lo más Moreno del asunto– es que, puestas en acciĂłn, lo que todas esas armas juntas engendran es una de las prosas más escritas –es decir: más visibles y carnosas– de la literatura argentina contemporánea.
La falta de obra funda compulsiones. La de MarĂa Moreno es tan conocida que a veces hasta la avergĂĽenza: consiste en salir a pescar “sus” objetos siempre en las mismas aguas, en una franja hĂbrida que lame a un tiempo los asuntos de gĂ©nero, el ser nacional, el corpus del freakismo contemporáneo y, por fin, ese amasijo de lugares comunes, coartadas y placebos culturales a los que Roland Barthes dedicĂł tambiĂ©n un libro de “articulitos”, MitologĂas, cuyos ecos no es difĂcil oĂr en las páginas deEl fin del sexo y otras mentiras. Los perezosos que busquen una agenda de problemáticas Ă la page ya hecha no tienen más que abalanzarse de cabeza sobre sus escritos, hogar jovial, a la vez crudo y zumbĂłn, que recoge y hospeda todas las rarezas que los medios a duras penas consignan con los guantes de la perplejidad y la Academia, aun en sus versiones más desbocadas, suele domesticar para enriquecer el mercado de los nuevos consumos. Las autoproducciones quirĂşrgicas live de Orlan, el sadomasoquismo on-line, los escritores que querrĂan ser mujeres, el gastroerotismo criminal de la mantis religiosa... ÂżQuieren ustedes ser radicales? Lean las enciclopedias impertinentes de MarĂa Moreno. Pero despuĂ©s: a llorar al diván (A propĂłsito de divanes: Moreno, que usa a Lacan más que a nadie en el mundo, instala su cuarto propio menos sobre el psicoanálisis que sobre sus escombros, en ese punto de inflexiĂłn donde las formaciones del inconsciente dejan de ser sĂntomas, representaciones, insistencias sin sujeto, para convertirse en libretos de un conductismo nuevo, tragicĂłmico: un verdadero programa de acciĂłn mutante. De ahĂ el vaivĂ©n, en El fin del sexo y otras mentiras, entre la interpretaciĂłn psi y el fascinado objetivismo de la etologĂa). Porque el blanco de la radicalidad de Moreno no es exactamente el sentido comĂşn comĂşn, esa “ficciĂłn dominante” que cualquiera de los casos extremos que Moreno toca en su libro bastarĂa para reducir a una indigencia estupefacta, sino el sentido comĂşn progresista, que, desesperado por el miedo de quedarse atrás, suscribe cualquier novedad en nombre de una mediocridad moderna llamada tolerancia. “Moreno es periodista” quiere decir “Moreno es curiosa”: acaso la mejor, la más brillante, la más implacable curiosa de la escritura pĂşblica nacional. Y como buena curiosa no persigue rarezas —quĂ© vulgaridad– sino restos; es decir: persigue “lo que supera toda ficciĂłn”, el punto “donde se queman todos los libros”, el diferencial explosivo que queda flotando en el caso, el personaje, la práctica, la tendencia, despuĂ©s de que los saberes y las doxas –incluidos los más “avanzados”– les pasaron sus respectivos rastrillos. La abstinencia (como resto del imperativo sexual contemporáneo), el amor-pasiĂłn (como resto de la legitimidad sadomasoquista): he aquĂ dos, sĂłlo dos, de los verdaderos fenĂłmenos de los que se ocupa MarĂa Moreno en El fin del sexo y otras mentiras. Ésa es la clase de restos que rastrea esta mujer-dandy con su nĂtido ojo de lince y que destila luego con la brutalidad y la precisiĂłn de frases que son casi fĂsicas: lo irrescatable, que es lo verdaderamente escandaloso y lo verdaderamente menor, porque es lo utĂłpico por excelencia.
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