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Domingo, 12 de enero de 2003
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Emma, la cautiva

Por María Moreno
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Sartre –a quien Emma Barrandéguy leyó muy bien– decía que lo importante no era ser joven o viejo sino ser nuevo. Y Emma Barrandéguy lo ha sido ya desde los veinte años, cuando sus dudas laicas hicieron que fuera expulsada de la comunidad de las hijas de María. Y lo sigue siendo hoy, cuando un libro suyo, Habitaciones, es ocasión de dos estrenos: el Area de Letras, teoría, comunicación y estudios Queer del Centro Cultural Ricardo Rojas y la colección “Aquí me pongo a cantar”, que planea la editorial Catálogos. La invocación irónica de la primera línea del Martín Fierro es para cobijar, lejos de épicas nacionales, autobiografías impertinentes, testimonios fuera de lugar, hagiografías non sanctas o sueños diurnos, a condición de que quien diga “yo” no se escude en el autoescrache, la catarsis o la expresividad, debiendo ceñirse sólo a los rigores benignos y siempre elásticos de las obras de ficción. Aquí me pongo a cantar quisiera dar a este último verbo, en lugar de la acepción policial, su antiguo sentido festejador.
Cabe desear que esta serie –y siguiendo a Fierro– no se transforme en una pena extraordinaria para su editor Horacio García: a lo sumo la pena ordinaria (pero con gusto) de un editor capaz de elegir lo que Diana Bellessi ha definido en la contratapa de Habitaciones como “lo fuera de canon, la línea fronteriza de la gran escritura argentina”.
Emma Barrandéguy nació en Gualeguay hace 88 años. En 1964 aparece su libro de poemas Las puertas, editado por Amigos del Libro Argentino. Luego edita El andamio, que podría considerarse su primer tomo de autobiografía encubierta.
En 1970, la Dirección de Cultura de Entre Ríos le otorga la máxima distinción –Premio Fray Mocho– a su obra teatral Amor saca amor. Otro libro de poesía: Refracciones. En 1984 vuelve a ganar el Fray Mocho con Crónicas de medio siglo, que edita la Dirección de Cultura de Entre Ríos.
Habitaciones fue escrita hacia fines de los años cincuenta. No por azar, ya que en sus pliegues se respira la atmósfera libertaria que estallaría en la década siguiente. Pero con una diferencia notoria: por sobre el mandato ideológico y la peripecia existencialista sobrevive en ella una soltura sensual que evoca la relectura modernista de los griegos, anterior a la tragedia colectiva de la Primera Guerra Mundial, y el proyecto abarcador del socialismo utópico, disperso bajo los imperativos del capital analizado como racionalidad de la producción.
En Habitaciones la palabra “novela” despierta dudas. Ya que, como todas las obras de Emma Barrandéguy, que ella sintetiza de una manera injusta como de catarsis, cuenta los avatares de una conciencia en la mejor tradición memorialista nacional –Victoria Ocampo, Lucio V. Mansilla–. En sus entrelíneas puede leerse una reflexión sobre el destino de una intelectual que no es porteña y no por eso concedió en jugar de regionalista, y que, “afrancesada” con ironía, compartió la misma luz de provincia con Juan L. Ortiz y Carlos Mastronardi. Lo hizo bajo la consigna de “intentar demoler la sociedad burguesa injusta y llevar la introspección hasta los últimos posibles recovecos”.
De la lectura de El segundo sexo de Simone de Beauvoir y de los tomos de sus autobiografías, Emma Barrandéguy recibió la marca que la enfrentaría a esa palabra que el cuerpo rescató de la política: libertad. Los interiores iluminados en estas habitaciones aquí son también los del interior, los de una cultura sumergida –alejada de la metrópolis–, la de las familias fundidas y de los terratenientes asolados por la nueva burguesía de comienzos de los años veinte.
Como en las memorias de Victoria Ocampo, la autobiografía se funde con la biografía de la patria: “Cuando mi abuelo se suicidaba en 1896, por pérdida de sus cosechas, Eduardo Wilde, aquel ministro de educación autonomista, defensor de la ley laica de enseñanza, terminaba su Prometeo y Cía. Cuando mi padre hacía la conscripción como artillero en Ramos Mejía, ya doblaba el nuevo siglo y la guerra con Chile era una posibilidad”. Pero si para Victoria Ocampo era urgente rescatar a la rosa de la mierda, para Emma Barrandéguy es preciso, bajo la guía de su maestro Raúl González Tuñón, blindarla: convertirla en arma sin renunciar a su aroma.
Habitaciones es el relato con que el recuerdo ordena un amor que sobresale en una “red sentimental” no sólo por su condición de prohibido sino porque está destinado a encarnar aquello que la pasión suele ubicar como exterior a toda serie posible. Que ese relato se ordene poniendo por testigo a otro lo emparienta al Alexis de Marguerite Yourcenar, aunque quien lo haga se cuente en una posición totalmente distinta de su Adriano, la de alguien que se piensa en posición de subordinación pero que, desde allí, ejerce estratégicamente la crítica a todo aquello que lo subordina: la especie, la clase social, los deseos de acuerdo con cada sexo.
El amor de la protagonista por aquélla a quien nombra Florencia no lleva a la pregunta sobre lo que el protocolo psicológico llama orientación sexual, sino al recorrido lúcido por los desfiladeros de una busca erótica instalada en una soberanía que los filósofos católicos con quienes Emma Barrandéguy polemizaba en su juventud situaban –eligiendo el lenguaje de la tragedia– como inadmisible para los dilemas de la carne.
Escrita mucho antes de que se teorizara sobre las minorías sexuales, Habitaciones puede leerse como algo que está por delante de ellas, en un horizonte más radical en tanto que denuncia los espejismos de toda elección, la multiplicidad de los deseos y de sus formas, “el anhelo de una puerta abierta hacia otra habitaciones, hacia nuevas experiencias”.
Alfredo Waiss encarna –si leemos el nombre en la dedicatoria y el de esa segunda persona ante la que el texto da testimonio en correlato a ciertos datos esbozados por la trama– a un hombre de Sur, es decir que pertenece a una coalición de la cultura alta argentina. Frente a él, la voz de la narradora vuelve a jugar como la contracara de la de Victoria Ocampo: los interiores cuyas cortinas descorre no son sólo los de un amor que no osa decir su nombre sino los de una cultura de oposición, la de la izquierda de los años treinta, republicana, comunista y, a menudo, proscripta, y en donde aquellos amores debían permanecer en la penumbra de la desviación burguesa.
Entonces, como en una caja china, cada interior esconde otro que el primero oculta y al que es preciso acceder descorriendo nuevos velos. Del lado de Florencia, los interiores se vuelve islas: “no sólo guarida sino isla donde me sumerjo y respiro, aliviada de todas mis tensiones, isla donde me tiendo sin violencia totalmente abandonada, aguardando, aguardándome, y cuando vuelvo a habitarme recobro mis voces antiguas, cantos que vienen de lejos, vibraciones diferentes y me quedo en acecho, vigilante, guardando las puertas de mi ciudad que sólo usted conoce, para que nadie entre después de nosotros”. La isla donde se habita puede ser Lesbos pero menos como espacio erótico que como lugar donde habitarse en una refundación de a dos donde el hombre sólo permanecerá al sesgo o como ausente.
En ese sentido, las confesiones laicas que desnudan el texto, lejos de constituir una justificación son el detalle, la evidencia de todo lo que escapaba al saber superior del macho, todo aquello donde éste nada podría saber. Realizadas con un tono muy alejado de la autocompasión, las confesiones de Emma utilizan la modestia afectada con que las mujeres –desde Sor Juana Inés de la Cruz hasta Mariquita Sánchez pasando por Victoria Ocampo misma– se han dirigido a la autoridad para enrostrarle sus excesos cuando no sus debilidades: “¿Sos feliz, Alfredo, me pregunto ahora, vos que llenás bien las condiciones exigidas por la estadística y las noticias fúnebres: esposa, hijos, sociedades anónimas? ¿O simplemente no te has interrogado tanto como yo y seguiste viviendo cada día, que es lo que en realidad deberíamos hacer y hacemos, no es cierto? Tirar, nomás. Seguir tirando... ¿Hasta? Hasta la muerte”.
El final de Habitaciones es una cita del final de La invitada de Simone de Beauvoir, sólo que los personajes no están en los mismos lugares, el triángulo no es equilátero: la mujer más joven privilegia su vínculo con la otra mujer y el rival es el hombre. Es también una resolución que empuja el testimonio a la ficción para que se vuelva novela de transgresión y la ley deje caer su peso, menos para subrayar su inexorable acción que para hacer más transparente el lugar de la víctima. Porque Emma Barrandéguy expone dilemas que ponen en evidencia la desigualdad de poderes mientras que La invitada ignoraba el derecho de pernada intelectual ejercido por el más fuerte y que vuelve ilusoria toda igualdad.
Ese final es estoico y, en cierto modo, feliz. ¿Acaso no constituye un final feliz conservar el amor pasión, sustrayéndolo a la decadencia y a la muerte? ¿Fue realmente un accidente fatal o un sacrificio con fines ejemplares el hecho de que Florencia manchara de sangre la mano del abogado, de un hombre de ley y de una autoridad intelectual? El lector que no se contente con el lugar de voyeur –si lo hiciera quedaría desilusionado– podrá averiguarlo si consiente en abrir los postigos y mirar hacia adentro, siempre que lo haga como Habitaciones lo exige, cara a cara.

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