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Domingo, 24 de julio de 2011
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Los isleros

Un primer libro de poemas y una voz entre la tecnología y la melancolía.

Por Juan Pablo Bertazza
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Isla de edición. Rodrigo Alvarez Paradiso 62 páginas

En el ámbito de la poesía y sus satélites resulta moneda corriente escuchar que la tarea de la traducción implica también cierta habilidad poética, como si en todo gran traductor se escondiera, en realidad, un buen poeta. Sin embargo, se trata de esas afirmaciones casi exclusivamente teóricas que no siempre cuentan con una demostración empírica, es decir, con ejemplos literarios.

La llegada de Isla de edición, el primer libro de Rodrigo Alvarez, cuyo casi único antecedente literario era, hasta el momento, haber participado en Mirad al cielo: ¡Los renos caen ardiendo!, una antología de la editorial Clase Turista, es una prueba contundente de aquella ley no escrita, ya que antes había tenido a su cargo la traducción de uno de los mejores últimos libros de Arturo Carrera al portugués, La inocencia.

Con un léxico rico pero nada artificioso, una profundidad que no se arrepiente de ser, por momentos, algo superficial y un registro poético maduro y fresco a la vez, sorprende gratamente la regularidad de este primer libro que cuenta con versos potentes compuestos, como dice uno de los poemas, por “palabras que pican y dejan roncha”. Desde su título cautivante que mezcla uno de los temas ancestrales de la literatura con el lenguaje posmoderno del registro del sonido, son en realidad diversas y exhaustivas las islas que visita este poeta con algo de náufrago por propia voluntad: islas excepcionales (“hay islas que no precisan el mar”, manifiesta en uno de los versos), la emblemática isla del Tigre donde entre otras cosas se suicidó Leopoldo Lugones, el archipiélago que aísla al sujeto enamorado, la isla marfileña de la actividad poética, la isla de la separación irreversible (“asoman todos los monstruos/ en la parca mudez de un decir trunco/ mientras a cada paso imagino/ que todavía te besa mi adiós/ en algún surco de tu frente”) y, por supuesto, esa isla personal pero inmutable que es la infancia, a la que justamente le escribía Carrera en La inocencia y que Rodrigo Alvarez traduce en su propia voz algo tecnológica y melancólica: “la infancia/ encefalogramas/ para encuadernar”.

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