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Domingo, 24 de febrero de 2002
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RESEÑAS

El escritor vigilante

Historias de amor
Rubem Fonseca
Traducción de Elkin Obregón S.,
Grupo Editorial Norma,
Bogotá, Colombia, 2001,
116 págs
$15

La cofradía de las espadas
Rubem Fonseca
Traducción de Irene Vasco
Grupo Editorial Norma,
Bogotá, Colombia, 2001,
116 págs
$22

Y de este mundo prostituto y vano sólo quise un cigarro entre mi mano
Rubem Fonseca
Traducción de Elkin Obregón S.
Grupo Editorial Norma,
Bogotá, Colombia, 2001,
124 págs
$15

Por Guillermo Saccomanno

Una mujer le pregunta a su marido si ha matado alguna vez a un niño de siete años. “En una ocasión hice agujerear a bala las palmas de dos mocosos que me robaron unas papeletas, pero creo que tenían diez años. ¿Por qué quieres matar a uno de siete años?”, contesta él, un dealer de Jacarepaguá que habita un condominio de clase media alta de la Barra de Tijuca. El cuento se llama “Ciudad de Dios” y es uno de los más crudos e impasibles (lo uno por lo otro) del brasileño Rubem Fonseca que integran Historias de amor, su colección de relatos de 1997. Al igual que la texana (residente francesa) Patricia Highsmith, como el ruso (nacionalizado italiano) Giorgio Scerbanenco, Fonseca opera en una lengua aséptica, como “traducida” (y que, justamente, por esta condición, atraviesa indemne sus traducciones afectadas), moviéndose con una ductilidad asombrosa en las atmósferas sombrías de historias que podrían perfectamente integrar la página de policiales de cualquier diario de una gran metrópoli y que, por su espesor, se instalan de una en el lector. Al contar estas crónicas chicas de la sordidez y ferocidad en los bordes, Fonseca no sólo despliega un oficio de narrador despojado. Al poner de inmediato a quien lee en la escena del crimen, transmite una comprensión escalofriante de sus personajes (maleantes de poca monta, capaces de cometer una crueldad sin que se les mueva el pelo) y, como si fuera poco, los explica con una frialdad cartesiana, volviéndolos semejantes al lector.
Si una característica puede definir a Fonseca es que su biografía no responde en absoluto a los moldes de un escritor políticamente correcto. Su currículum más bien puede escandalizar al intelectual progre. Fonseca estudió Derecho y, a la vez, fue un alumno brillante de psicología en la escuela de policía. En la década del 50, como comisario, operó en el distrito 16, Sao Cristovao, en Río de Janeiro. Más tarde fue enviado a perfeccionarse como policía en Nueva York, y aprovechando su estadía, se graduó como licenciado en administración de empresas. Hay que convenir que esta formación no es la típica de un escritor que, a los 77 años, es uno de los popes de la literatura de su país, cosechador de todos los premios habidos y por haber en su lengua y, además, celebrado en otros idiomas. Fonseca es, además, guionista de cine y crítico. Sus novelas más ambiciosas y densas, como El gran arte, cifrada en la cuchillería, deslumbran no sólo por la utilización de la intriga y la violencia sino porque en ese entramado pueden leerse las contradicciones de una sociedad, los tejes y manejes del poder. Otro ejemplo notabilísimo es Agosto, en la que el tejido dramático de lo policial funciona como excusa para describir el Brasil agitado de 1954, la época previa al suicidio de Getulio Vargas.
La prosa de Fonseca –despojada, seca– puede recordar en esas novelas al imperturbable James Hadley Chase, otro escritor prolífico del género. Al reflexionar sobre esta clase de prosa neutra, aséptica –casi un requisito de lo policial–, conviene recordar aquello que Georg Lukács pensaba sobre el género: una literatura que es no-literatura, la novela policial como realismo crítico, como forma de contar la perversión del sistema enfocando los núcleos que son resorte de la sociedad capitalista (sexo-dinero-poder). Pero a diferencia de Chase, que mantuvo su produccióninfatigable y aluvional siempre dentro de los márgenes reglamentarios de la novela negra, Fonseca no se conforma con su rol “sencillo” de escritor de thrillers que combinan política y sexo. Ni siquiera responde al modelo convencional de policía que se hace escritor y dedica el resto de su vida a redactar novelas negras (modelo habitual en la literatura de género en Estados Unidos, que administra de modo empresarial el talento). En varias oportunidades, en sus cuentos, Fonseca intenta correrse desde esa “no literatura” aludida por Lukács hacia lo que se supone es literatura.
En la contratapa de La cofradía de las espadas (1998), hay un comentario elogioso de Thomas Pynchon como garantía: “Lo mejor de la obra de Fonseca es no saber adónde nos va a llevar. Su escritura hace milagros, es misteriosa. Cada libro suyo es un viaje que vale la pena”. Dispuesta como anuncio publicitario, la opinión merece ser discutida. Fonseca es, en efecto, un escritor torrencial, pero en esa impronta magnánima acechan sus frustraciones no sólo estilísticas. Los cuentos reunidos en los dos libros mencionados más arriba y la novela Y de este mundo prostituto y vano sólo quise un cigarro entre mi mano (más una exageración que un título) vienen a confirmar tanto los hallazgos de su narrativa como esas fisuras por donde se cuela, visible, el afán de trascender un género, pasándose a lo que Fonseca debe suponer conflictos pertinentes a una literatura más elevada, como si abandonar sus escenarios naturales (violencia urbana, en el sentido callejero) y mudarse a historias de parejas ricachonas o conjugando trucos formales (como la escritura teatral, la transcripción de una grabación o de un chat) lo “elevaran” a cierto vanguardismo.
Como buen cinéfilo, Fonseca debería tener en cuenta una regla formulada por Hitchcock: que nada atrasa tanto como todo gesto vanguardista y, si lo que se persigue es la vanguardia, entonces no hay como ceñirse al cliché. En Historias de amor hay un relato largo casi nouvelle, “Carpe diem”, que apunta a combinar aquello que Fonseca maneja con habilidad: la respiración del thriller, el corte y el montaje, cruzándolos con la comedia costumbrista y psicológica de una burguesía snob. El resultado tropieza entre el conductismo y los lugares comunes (para describir una epifanía amorosa, Fonseca escribe: “El pene de él queda exhausto, el coño de ella hinchado”). En otro cuento, “Viaje de bodas”, procura la enumeración de inhibiciones y desencuentros de una pareja de clase alta en luna de miel hasta que el joven marido descubre el amor en una deposición de su cónyuge, “una gran masa de materia fecal”.
Cuando Fonseca quiere probar suerte en la introspección, pero no de malandras ni de putas ni de tiras cariocas ni del lumpenaje, no puede ganar la sutileza que en sus cuentos negros consigue sólo con un detalle y un punto aparte. La violencia, contenida o explícita, que crispa los cuerpos de sus héroes y antihéroes marginales, y que transmite con una síntesis admirable sus emociones, se vuelve su condena cuando Fonseca se aboca a personajes de clase alta, como si no hubiera otro método narrativo para contar a esos personajes que la genitalidad o el metabolismo. Más que una intención deliberada de caricaturizar, lo que surge es la limitación ideológica maniquea entre el bien y el mal: una visión del mundo cifrada en una concepción penal y forense de la realidad. Lo penal, como estrategia moralista, es el castigo o su perdón. Lo forense, como estrategia descriptiva, es esa impasibilidad al pormenorizar lo visceral. Fonseca se propone, sin embargo, igualar a ricos y pobres a través del crimen. Todos tienen algo que esconder. La función del escritor, vigilante, es desplegar una pesquisa que inexorablemente oficiará de sanción. Pero hay una duda que no ingresa en su concepción paranoica: si todos somos culpables, ¿nadie es culpable en particular?
Si ya bastante aburridas suelen ser las novelas con escritores como protagonistas, mayor es el riesgo de bostezo que implica tal recurso en un policial. Es el caso de la citada Y de este mundo prostituto y vano...:Mandrake, abogado criminalista, investiga cómo librar a su cliente, Gustavo Flavio, escritor de éxito, ensayista polémico, del laberinto de unos crímenes. La intriga es apenas una excusa para que Fonseca ponga en boca del escritor todo su dogma literario. Coincidiendo con Sade, postula que “los buenos escritores llenan el corazón y las mentes de los lectores de miedo y horror”. Porque la vida, según este planteo, es eso: miedo y horror. Sin embargo, la novela, con sus ínfulas de brillantez, ni asusta ni horroriza. Pierde nervio en función de las digresiones narcisistas del escritor-personaje (¿alter ego del autor?): consejos reduccionistas sobre el arte de escribir, blasfemias obvias contra la crítica, pontificaciones estéticas facilistas, guiños todos de una petulancia demagógica.
Lejos de estos merodeos en torno de lo que Fonseca puede sospechar que es “alta literatura”, cuando se dispone a contar sin vueltas, recurriendo a su experiencia y saber en el delito, a sus años de policía en un distrito caliente de Río, sin escrúpulos y también sin artificios, sus narraciones adquieren vibración, profundidad y aspereza. La prueba palpable está en “Los ángeles de las marquesinas” o “El vendedor de seguros” (de La cofradía de las espadas), en el ya citado “Ciudad de Dios”, “Familia”, o “El amor de Jesús en el corazón” (de Historias de amor). La sequedad y contundencia sin adornos de estos relatos remiten al Fonseca de El collar del perro (sus cuentos de los años ‘80) y lo confirman como un autor que, si bien es tan prolífico como desparejo, cuando acierta con una historia, ésta se vuelve, sin declamaciones, inolvidable.

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