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Domingo, 18 de diciembre de 2011
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Del desierto al purgatorio

Homenajes> El escritor mexicano Daniel Sada moría casi en forma simultánea a ser galardonado con el Premio Nacional de Ciencias y Artes de México, el último 18 de noviembre. Hace ya unos años empezó a publicarse su obra en Argentina, al calor del Premio Herralde que obtuvo su novela Casi nunca, en 2008. Formado en los consejos de Juan Rulfo, que lo llevaba por los senderos de la imaginación y los libros inhallables, y Salvador Elizondo, quien le reforzaba el costado experimental, Sada supo ingresar en el mercado editorial sin perder el lirismo complejo de una obra perdurable, poco folklórica pero tan mexicana como el desierto y el Distrito Federal.

Por Carlos Rios
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El primer contacto que tuve con un libro de Daniel Sada fue en Puebla, México, hace nueve años. Se presentaba una antología de cuentos mexicanos y Sada acompañaba a un par de escritores poblanos incluidos en el libro. Vale la mención porque los ejemplares nunca llegaron; igual los organizadores cumplieron con el ritual, como si nada pasara. Un par de días antes busqué en alguna librería algo de Sada y encontré El aprovechado, tres relatos publicados ese mismo año. Recuerdo el magnetismo de una prosa vibrante, los arrebatos escénicos de un texto delineado en octosílabos y la voz de un comentador algo burlón, impiadoso con sus personajes. Tratamientos constantes de los narradores sadeanos que someten a sus personajes, haciéndolos pasar por verdaderas novelas-purgatorios.

Los libros de Daniel Sada seducen por la potencia desconcertante de su lengua, y en ese ovillo donde el escritor planta su laboratorio, el lector puede reconocer destellos de las obras de Lezama Lima, Guimaraes Rosa, Pérez Galdós y Góngora. También Balzac, Stendhal, Cervantes, Rabelais, y más, muchos más. El teatro grecolatino. Shakespeare. Otro tándem posible: Vallejo, Chejov, Watanabe. Menos reconocibles Eliot, Gadda y Pynchon. Digamos: una literatura construida sobre la base de matrices poderosas donde reescribir la propia filigrana. Más allá de estos nombres, Sada situó su literatura entre dos escritores de su país que oficiaron como maestros/ tutores: Salvador Elizondo y Juan Rulfo, quienes “destrozaron” sus primeras intenciones narrativas, vehiculizadas en la novela Lampa vida (1980) y alentaron, no sin disonancias, al joven escritor que apenas había publicado un libro de poemas. Rulfo, nos contaba Sada, lo estimulaba a desarrollar las vertientes de la imaginación y le sugería lecturas inencontrables, mientras que Elizondo le proponía ahondar en el estudio y la reflexión del universo introspectivo, inclinándose por una narrativa cuya fuerza radicara en el carácter experimental. Como buen alumno, supo absorber estas recomendaciones para hacer otra cosa; esa prosa cortada, acatarrada, picaresca, de inimitable espesura lírica es la marca de un narrador sádico, “por aquello de Sada”, tal como le gustaba aclarar, entre risas.

Avanzar por el desierto, desprendiéndose de dos manos adultas: el costumbrismo (para qué) y la percepción rulfiana (ya no). ¿Por dónde? Por el camino de la frase, la construcción “a partir del sonido” de una prosa que florece como piedra bajo el sol abrasador y deslumbrante del desierto, pero también en la gran ciudad, insensible y expulsiva: sus dos ciclos narrativos.

Hace dos años le hice a Sada una entrevista pública en Puebla por su novela Casi nunca, Premio Herralde 2008. Tras un cuarto de siglo desechando versiones y arrancando de cero cada vez, la novela encontró el tono exacto para contar una historia de amor ambientada en el México de los años ‘40. Era su vuelta narrativa al “ciclo del desierto” con una historia familiar, después de escribir tres novelas ambientadas en el Distrito Federal. En esa charla, Sada expuso que en la literatura mexicana hay “grandes técnicos que saben armar una novela, ser episódicos, poner a los personajes, pero no rompen con nada. Hay una especie de miedo expresivo y una inercia hacia lo convencional. Si voy a escribir novelas no quiero acoplarme a lo que ya se ha dicho, entiendo que hay una realidad que es urgente, pero también entiendo que la realidad también puede ser un sueño”.

Su reticencia a formular personajes paradigmáticos o armar tramas de alta complejidad (aunque en Porque parece mentira... las tramas se multiplican y hay más de noventa personajes) ha sido vista por la crítica como un efecto derivado del trabajo minucioso en el círculo de la frase. El modo de intervenirla, de asediarla con un despliegue retórico cuya modulación es siempre diferente y cuyo fin es crear nuevos sentidos en plena incertidumbre y atenerse a los sonidos singulares de una lengua menor, demora y anula la adhesión rápida del lector que busca confirmarse en lo que lee. Sada, consciente de esta tensión, fue trabajando su prosa desvinculando a la frase de la regularidad rítmica de los poemas clásicos, aligerando las tramas o la tensión dramática sin resignar por eso la música en el oído del lector. Algo así como un repliegue estilístico, última demostración de fuerza de una literatura que no se somete al mercado editorial y a la vez diseña su espacio en él, fortaleciéndose en aquello que éste desdeña: los malabares de una prosa cortada, digresiva, alterada en su comunicabilidad.

Que no a los personajes emblemáticos, entonces. A modo de ejemplo veamos qué queda de Jesús Malverde, el patrono de los narcotraficantes, en la perspectiva de un narrador como Sada: “Se le decía así (Malverde) porque siempre se envolvía en hojas de plátano para hacer sus trastadas, además el forro le hubo de servir, en principio, para esconderse ente matorros y chiribitales. Aquella masa humana, ¡y vegetal!, era el ¡Malverde!, algo así como un estigma demoníaco que por ahí venía”.

Al contrario de otros escritores, Daniel Sada buscó preservar su obra de cualquier explicación, propia o ajena. No se inmutó cuando Roberto Bolaño lo comparó con Lezama ni cuando Harold Bloom, al recibir el Premio Alfonso Reyes hace ocho años, lo mencionara como uno de los escritores actuales destacados. Y logró, como pocos, inmiscuirse en el mercado literario y tomarse su tiempo ahí, entre novela y novela, para ir ajustando una obra que lograse entretener sin despojarse de su densidad lírica, y entretenerse él en la fragua de una lengua popular con deslices barrocos, o al revés. Una obra hecha de “algunos calambures y algunos chivateos con tramas y subtramas”, nada más para envolvernos “pasitamente con el humus de la gracia”.

El próximo año, la editorial Anagrama publicará El lenguaje del juego, una novela que alcanzó a entregar antes de “adelantarse”, como suelen decir en su tierra, refiriéndose a la muerte de un ser querido. Daniel Sada se nos fue –se nos adelantó– el 18 de noviembre de este año, el mismo día que era galardonado con el Premio Nacional de Ciencias y Artes de México.

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