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Domingo, 5 de febrero de 2012
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Sinfonía de sentimientos

Calles laberínticas, arroyos pestilentes y fantasmas de Navidad son recreados en un parque temático que lo recuerda en su bicentenario. Nuevas biografías y reediciones de sus libros acompañan la conmemoración de los doscientos años del nacimiento de Charles Dickens, el 7 de febrero de 1812. Genio literario que gozó del favor del público, inventó la infancia desdichada como tema literario y convirtió el folletín en alta cultura. Eso y mucho más fue Dickens, el inmortal creador de las mejores indagaciones del sentimiento humano.

Por Rodrigo Fresán
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BLEAK HOUSE: Antigua casa de veraneo de Dickens en Kent donde escribio gran parte de David Copperfield

Pocos autores han tenido la satisfacción y el placer y el privilegio de contar con un retrato suyo a la altura de su vida y obra. Me refiero aquí a Dickens’s Dream, de Robert William Buss, pintado en 1870, y donde contemplamos a un coloso crepuscular, poco antes del adiós, sentado en su escritorio con aspecto entre meditabundo y agotado, envuelto en la espesa niebla de sus creaciones. Allí, un Charles Dickens prematuramente anciano y muy enfermo, consecuencia de una vida turbulenta repleta de grandes esperanzas y tiempos difíciles. Poco queda en ese rostro muy marcado del alguna vez joven angelical dispuesto a conquistar el mundo poniéndolo por escrito y, de paso, hacerlo suyo y a su manera.

Lo que me recuerda que –no hace mucho– leí de la apertura, en Kent, de un parque temático de nombre Dickens World. Una Dickenslandia –con una inversión de 62 millones de libras– que recrearía calles victorianas, arroyos pestilentes, sombras siniestras y espectros navideños. Recuerdo también que, entonces, me pregunté qué sentido podía tener viajar allí cuando, sin moverse de casa, a dos siglos de su nacimiento, resulta tanto más fácil y económico viajar a Dickenslandia abriendo otra vez, para ya no cerrar hasta la última página –y de ser posible ilustrados por sus casi coautores gráficos George Cruikshank o Hablot “Phiz” Browne– cualquiera de sus muchos libros.

Doscientos años después, Charles John Huffam Dickens (1812-1870) continúa siendo no sólo el primer narrador superstar de la historia sino, también, el más poderoso desde entonces. Cuesta pensar (tal vez Stephen King, –quien ha vuelto a maravillarnos con su reciente 11/22/63– en términos de permanencia, fecundidad e impacto mundial) en algún escritor contemporáneo que vaya a ser leído en el 2212 como Dickens es leído en el 2012.

Y (por favor, que nadie me interrumpa para aullar otra vez aquello de que de vivir Dickens hoy estaría escribiendo para la HBO; pero la HBO no ha adoptado ningún Dickens hasta la fecha, aunque Deadwood bien puede ser entendido como el más dickensiano de los westerns) también cuesta imaginar a alguien que haya tenido o vaya a tener una vida como la de Dickens. Una vida, sí, digna de miniserie en la que –como en un juego de espejos deformantes– aparecen como no-ficción todos los motivos de los que casi enseguida se nutrirán sus ficciones.

Así –antes de convertirse en el gran novelista de su era, el más eficiente gestor de sí mismo, el infatigable luchador contra la piratería de sus textos y el revolucionador del folletín elevándolo a forma de alta cultura–, va un breve recuento de capítulos: su infancia primero feliz, pero casi enseguida pobre y con padre en la cárcel (traumas de los que Dickens jamás se repondría y de ahí la abundancia de caídas en desgracia, niños hambreados y de robustos calabozos en sus historias); el pequeño trabajador en fábricas siniestras y esclavizadoras (cuyo recuerdo pesadillesco e inolvidable, una vez famoso, lo llevaría a involucrarse en numerosas causas benéficas sociales y reformistas en beneficio de la clase trabajadora); su efímero paso por un bufete de abogados; su veloz mutación a reportero inquieto (con el tiempo, varias de sus muchas crónicas de “viajero sin propósito” contendrían muchos recursos de lo que suele atribuirse recién al Nuevo Periodismo); su frustrada vocación actoral (que retomaría con pasión casi autodestructiva en sus últimos años, representando a sus personajes en lecturas públicas y, de paso, fundando los horrores y placeres de los actuales tours literarios); su primer amor imposible (no se lo consideró buen partido) por Mary Beadnell, a quien reescribió como la Dora de David Copperfield; su boda con Catherine Hogarth (a la que atormentó con dedicación y quien le dio diez hijos), sus viajes “de denuncia” al Nuevo Mundo y su estudio y mesa recibiendo a grandes entre los grandes (Alexandre Dumas, George Eliot, Ralph Waldo Emerson, Victor Hugo, Henry Wadsworth Longfellow, Alfred Tennyson, William Makepeace Thackeray, Thomas Adolphus Trollope y un largo etcétera lo frecuentaron o intercambiaron cartas con él); el turbulento fin de su matrimonio y su complicado y “prohibido” romance con la joven actriz Ellen “Nelly” Ternan; su interés en lo paranormal y su implicación en The Ghost Club; el accidente de tren al que sobrevivió milagrosamente en 1865 (recuperando de su vagón el manuscrito de Nuestro amigo común) y del que nunca se repuso del todo y fue inspirador de últimas y siniestras fantasías como “El señalero” y El misterio de Edwin Drood; sus cada vez más frecuentes desvanecimientos sobre el escenario por agotamiento; su muerte en casa luego de haber trabajado todo el día, pluma en mano; su deseo contrariado de un entierro humilde y privado y su tumba en la Poet’s Corner de Westminster Abbey; sus lectores llorándolo sin consuelo.

Después, claro, su inmortalidad altamente radiactiva (podría decirse que entre sus muchos alumnos los mejores incluyen al canadiense Robertson Davies y al norteamericano John Irving) y los habituales regaños a “Mr. Popular Sentiment”, casi siempre condenando las imposibilidades y casualidades de sus argumentos y el desatado sentimentalismo de sus héroes y heroínas. De acuerdo, algo de eso hay; pero también es cierto lo que se vio obligada a admitir Virginia Wolf –al igual que Henry James, muy crítica con Dickens– en cuanto a que “cuando lo leemos nos vemos obligados a remodelar nuestra geografía psicológica”.

Y, de nuevo, lo del principio: Dickens no fue y no es sólo un escritor. Dickens (“Dickens nos expande”, diagnosticó Vladimir Nabokov) es y fue un creador de todo un mundo, de otro mundo que está en éste.

Dickenslandia otra vez.

Y, una vez que viajamos y entramos allí, suyas son las reglas de etiqueta y las leyes físicas que la rigen y, enseguida, nos rigen a nosotros. Y somos tan pero tan felices.

¿Alguna queja más?

Aquí y ahora, en una reciente encuesta británica sobre los cien libros más importantes de todos los tiempos, Dickens se apuntó con cinco títulos, ha sido adaptado al cine más de ciento ochenta veces, fue billete de diez libras entre 1992 y 2003, y no hay Navidad en que alguien repita, alzando las copa, aquel “God Bless Us, Every One!” de Tiny Tim. Lo que equivale a exclamar –más allá de cuál sea, o no sea, nuestra fe religiosa, imposible no creer en él, en su eternidad que es la misma eternidad de Shakespeare– un “¡Dickens nos bendiga a todos!”.

Gilbert Keith Chesterton lo puso mejor que nadie: “El escritor inmortal, en mi opinión, es el que hace algo universal de una manera especial (...) Y Dickens es tan universal como el mar. Pero aún nos queda por andar un largo camino hasta que podamos agotar a Dickens (...) La posada no lleva al camino: es el camino el que conduce a la posada. Y todos los caminos conducen a una última posada, donde hemos de reunirnos con Dickens y con todos sus personajes y, cuando bebamos de nuevo, será el vino de las grandes garrafas en la taberna del fin del mundo”.

Mientras tanto y hasta entonces bienvenidos para siempre a esa inagotable posada que se llama Dickenslandia. Posada que se inauguró el 7 de febrero de 1812 y que no cerrará sus puertas hasta la última vuelta para todos del mundo tal como lo conocemos y como nos lo hizo conocer su fundador y patrón.

Muchas gracias por todo.

Y muy felices doscientos años.

Y que cumpla muchos más.

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