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Domingo, 22 de julio de 2012
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Voces en el aire

Dos voces, la memoria y una serie de interrogantes. Jorge Castelli, autor de Whitelocke, una reconocida obra de teatro, logra con El purpurado cuello una novela perturbadora y de lectura atrapante.

Por Laura Galarza
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El purpurado cuello. Jorge Castelli Mondadori 332 páginas

Enero de 2003. Vuelo Buenos Aires-Madrid. Turbulencias en medio de una tormenta eléctrica a miles de kilómetros de tierra firme. Dios mío, dice ella y se aferra a la mano de él sin conocerlo. Vamos ya pasa, se dice él a sí mismo para calmarse. Después, estos vecinos de asiento empezarán a conversar para pasar el mal rato. De un lado, Germán Gonnard, hijo de un criminal de guerra de las SS. Del otro, Alejandra Carranza, ex prisionera de la dictadura argentina. Cada uno a su manera pareciera huir del pasado, aunque de entrada se advierte al lector: “El pasado no sólo no se anula tan fácilmente sino que, por el contrario, suele regresar por oleadas que acostumbran a poseer un carácter devastador”.

Jorge Castelli contó de sí mismo que escribe desde los once años, fue empleado bancario, vendedor de maderas y tuvo un negocio de autopartes en la calle Warnes. Fue director de un suplemento cultural de un diario de Comodoro Rivadavia, no terminó varias carreras. Se aburre, dice, igual que cuando empieza una novela (escribió varias que dejó inconclusas). A principios de los ’90 Castelli decidió dejar de escribir. “O sea, me suicidé. Tenía 38 años, casi me muero del corazón.” Entonces Castelli volvió, escribió y ganó un premio con El delicado umbral de la tempestad, que en el 2008 tomó forma teatral en la pieza Whitelocke, un general inglés, escrita en colaboración con su director Cristian Krämer y estrenada en el teatro Cervantes. La pregunta que daba cuerpo a aquella obra era por qué Whitelocke, comandante británico al frente de la segunda invasión inglesa, decide no atacar como debía Buenos Aires, y enfrentar a los tribunales de regreso a su país. En El purpurado cuello Germán se entera de que su padre fue responsable, entre otras cosas, de las ejecuciones en Passo del Turchino, ocurridas en Italia en mayo de 1944 bajo las órdenes de Engel, oficial nazi apodado El verdugo de Génova. Alejandra se encuentra por casualidad en la plaza del barrio jugando con su perro a quien fuera su torturador en El Cilindro. Castelli va haciendo hablar a estos dos personajes para ir construyendo una trama sin intersticios.

Germán regresó a Buenos Aires para encontrarse por última vez con su hermano y terminar de hilvanar la propia historia, que es también la historia de su padre. Una historia de la cual se siente ajeno. O más: un impostor. ¿Alguien puede estar unido a otro sólo por tener la misma sangre? ¿Es la sangre lo que une, o cierta concepción del mundo?

Parte de la lectura de El purpurado cuello queda sin amarras, queda doliendo, como si las palabras con que se cuenta dejaran al lector suelto, a la deriva, dentro de un espacio vacío. En ese sentido su lectura trasciende. Y a la vez pone a resguardo, hace un lugar, para no sentirse tan solo. “La memoria no salva pero, al menos en parte, restituye. La memoria es el arma de los inocentes.”

Las voces de Alejandra y Germán se unen en esta novela para componer un grito de justicia. Un grito que lejos de las estridencias suena como una melodía afinada, difícil de olvidar. Dos vidas que se ven entrelazadas por una misma maldición: la impunidad. Un libro que por momentos duele seguir leyendo y, sin embargo, no se puede soltar hasta el final.

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