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Domingo, 16 de diciembre de 2012
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Sobrevivir para contarlo

No ficción > La Perla fue el centro clandestino más grande del interior del país durante la última dictadura y, entre sus paredes, los secuestrados establecieron un pacto: “El que sale con vida tiene la obligación de contarlo”. Muchos lo hicieron durante los juicios a las Juntas, y ahora volvieron a dar sus testimonios para el libro de Ana Mariani y Alejo Gómez Jacobo. Esta Historia y testimonios de un campo de concentración no sólo permite ver cómo se fue construyendo la memoria sobre aquellos años, sino también su relación con la libertad, la responsabilidad social de oírlos y la nueva dimensión que cobra al publicarse el libro justo cuando los responsables del centro están siendo finalmente juzgados.

Por Carolina Marcucci
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Luciano Benjamín Menéndez y María Angélica Abarca se casaron en la primavera de 1948. “No fue coincidencia que el nombre con que cariñosamente apodaban a aquella novia fuera el mismo que el de una construcción militar ubicada junto a la autopista que une la ciudad de Córdoba con Villa Carlos Paz.” A María Angélica Abarca la apodaban “la Perla”. Así comienza el libro La Perla. Historia y testimonios de un campo de concentración. Un trabajo exhaustivo de Ana Mariani y Alejo Gómez Jacobo, donde reunieron declaraciones orales y escritas de los sobrevivientes de La Perla, uno de los centros clandestinos más grandes del interior del país, que funcionó en el período más oscuro de la Argentina de la última dictadura cívico-militar, entre 1976 y 1978. Según los organismos de derechos humanos y los testimonios de los sobrevivientes, se calcula que pasaron por este centro clandestino entre 2200 y 2500 personas.

En la década del ’70, en Córdoba, se realizaron dos de las obras más importantes de la provincia: una fue el Estadio Olímpico, para el Mundial del ’78, y la otra la autopista Córdoba-Villa Carlos Paz. Parte de esta construcción vial se hizo sobre terrenos donados por el Tercer Cuerpo del Ejército y parte en terrenos privados expropiados a la altura del acceso de Alta Gracia. El contrato firmado en 1972 con Vialidad Nacional incluyó, como compensación por los terrenos cedidos del Tercer Cuerpo del Ejército, “una casita” sobre el costado derecho de la ruta. La construcción del “edificio administrativo” fue entregada a mediados de 1975 a cargo de las empresas Caruso S.A. (actualmente Kursal S.A.) y Vimeco S.A. “Según presumen los responsables de la construcción, se lo llamó La Perla porque a esa zona rural se la conocía con el mismo nombre, que derivaba del barrio La Perla de Malagueño.” Pero los responsables del centro clandestino lo llamaban La Universidad, para diferenciarse de La Escuelita, “como llamaban al Campo de la Ribera, destinado a militares que ellos consideraban de menor peso. Era, más bien, una cárcel militar que blanqueaba a la mayoría de los prisioneros, aunque también ahí se asesinó”.

La Perla. Historia y testimonios de un campo de concentración. Ana Mariani y Alejo Gómez Jacobo Editorial Aguilar 478 páginas

Cuca, La Tía, El Gordo, Sordo, El Negrito, Palito, Texas, Chubi, Cura, Fesa, Yanki, Ropero, Mormón, Fogonazo, HB, Capicúa, El Hombre del Violín, Juan XXIII, Quequeque, Nabo, Villegas, son varios de los sobrenombres que recorren las más de cuatrocientas páginas de estos testimonios y que retuvieron en su memoria los sobrevivientes de La Perla hasta identificar a quienes fueran sus torturadores, asesinos y responsables de la maquinaria de exterminio, desaparición forzada de personas y sustracción de bebés, que se implementó sistemáticamente en Córdoba por el personal del Destacamento de Inteligencia 141 General Iribarren. Hoy, los responsables están siendo acusados por causas de lesa humanidad con nombre y apellido: Luciano Benjamín Menéndez; Héctor Pedro Vergez; Jorge Exequiel Acosta; Luis Gustavo Diedrichs, Carlos Alberto Díaz; Carlos Alberto Vega; Luis Alberto Manzanelli; José Hugo Herrera; Aldo Carlos Checchi (suicidado en estos días debido a la negligencia de su custodia); Carlos Enrique Villanueva; Ricardo Alberto Ramón Lardone; Luis Alberto Cayetano Quijano; José Andrés Tófalo; Oreste Valentín Padován; Emilio Morard; Héctor Raúl Romero; Arnoldo José López; Juan Eusebio Vega, Emilio Morard; Héctor Raúl Romero y Angel Lemoine.

Que actualmente se esté juzgando a la “patota” responsable de ese campo de concentración cambia de perspectiva la lectura de este libro. La narración dolorosa de los sobrevivientes, las tramas, las reflexiones del horror de la experiencia de la muerte, a más de treinta y cinco años de los hechos, se hacen no sólo necesarios sino fundamentales para comprender un presente fracturado por un pasado reciente que estuvo silenciado y que, en la actualidad, salda una deuda, no sólo social, sino la que los sobrevivientes se prometieron pagar estando en cautiverio: “El que salga con vida tiene la obligación de contarlo”. A diferencia de los primeros testimonios que contaron este infierno, en éstos sucede algo interesante que bien señaló la historiadora Mónica Gordillo en la presentación: “El libro muestra también cómo fue necesario consolidar la democracia para hacer posibles los relatos: muchos de los sobrevivientes ya habían declarado en el Juicio a las Juntas, de 1985, sin embargo sus relatos no son los mismos que entonces, lo que muestra cómo cada época hace posible también decir cosas distintas, todas verdaderas, pero como diferentes capas de una realidad que se va desenvolviendo. Por ejemplo, para entonces no podían decir que habían sido militantes, porque eso menoscababa su carácter de víctimas, además se muestra también cómo los militares seguían gozando de impunidad en los primeros años.” Por eso, como dijo la narradora Tununa Mercado, “esa experiencia límite tenía que ser nuevamente escuchada y difundida para aquilatar sus valores y dar lugar a revelaciones. La entrevista permite ver, rompe aquel entrever que persistía, aparta sombras y con la mera transmisión de una escucha leal revierte las especulaciones en torno del campo y resitúa la índole del exterminio: una entidad compacta, con efectos múltiples de enajenación y distorsión de la condición humana, una ejecutora con recargas múltiples de asedio sobre la víctima para anular su voluntad y su deseo. Exterminar entonces no sólo es matar sino apoderarse de la vida, matar al otro mientras se lo deja vivir”.

Este libro que trabaja la memoria como resistencia adquiere un valor revelador en cuanto se descubre que en la lectura de la “multiplicidad de los relatos no importan solamente los elementos comunes o compartidos que permitirían dar claves explicativas de carácter general. Más bien es lo contradictorio aquello que da cuenta de una realidad difícil de atrapar, que obliga a razonamientos no lineales. Por su parte, muchas veces es el dato único, la imagen especial que se vuelca en un único testimonio lo que ‘ilumina’ parte del conjunto, lo que sin ‘aparecer’ explícitamente en las otras experiencias, está sin embargo detrás de ellas como posible clave de sentido”, como escribió Pilar Calveiro en la revista Acta Poética. De esta manera, los testimonios que iluminan dan cuenta de “una potencia que adquiere realidad mediante una impotencia de decir, y una imposibilidad que cobra existencia a través de una posibilidad de hablar”, como bien describe Giorgio Agamben en El archivo y el testigo. Por esa misma potencia y esa misma imposibilidad es que el lector, todos nosotros, tenemos la obligación de escucharlos.

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