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Domingo, 9 de marzo de 2003
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La Historia, de nuevo amenazada

Una voz viene de la otra orilla
Alain Finkielkraut

Trad. Valeria Castelló-Joubert
Editorial Paidós
Buenos Aires, 2002
118 págs.

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Por Paula Croci

“El presente, es decir, la cotidianidad, nos asedia por todas partes y no deja de invitarnos al olvido de las cosas pasadas” son las palabras de Vladimir Jankélévitch que Alain Finkielkraut elige para inaugurar Una voz viene de la otra orilla, un ensayo recorrido por el afán imperioso de revisitar los pilares filosóficos de la modernidad última: humanismo, razón, democracia, nacionalismo, historia, memoria y culto del presente son cuestionados a partir de las reflexiones de pensadores sumamente disímiles: el propio Vladimir Jankélévitch, Primo Levi, Emmanuel Levinas (de quien toma el título para su libro), Régis Debray, Alain Badiou, Ernest Renan, Claude Lanzmann, René Char y Albert Camus, entre otros.
En sus páginas subyace la siguiente sentencia: el Holocausto marcó el fin de la Historia porque no hay palabras para narrarlo (hasta aquí nada que ya no se haya dicho) pero Finkielkraut también sostiene que es el inicio de un modo inédito de concebir el mundo y las relaciones entre los hombres. Al tiempo que confirma el fracaso del humanismo y la democracia como la forma de convivencia entre los iguales, favorece un corrimiento, una expansión de lo hasta entonces permitido por las leyes y la moral.
Pero el autor advierte que si nada es comparable con el Holocausto en cuanto a brutalidad, se abre la escena para otras aberraciones también inmensas, las que frente a lo inconmensurable se vuelven contables o mostrables, como ocurre con la guerra por Kosovo; una contienda territorial con muchas más conexiones con la industria de la muerte perpetrada por los nazis que lo aceptado por la inteligencia bienpensante. Como en Auschwitz, en los Balcanes el enemigo no era un ejército levantado en armas sino un pueblo, el albanés, dado al crecimiento intenso de su población en una tierra que reclama como propia. Para la potencia naturalmente legítima de un arma biológica cuya eficacia se verifica en los censos, la humanidad ya había legalizado en 1935, por la fuerza de las Leyes de Nüremberg sobre Ciudadanía del Reich y la Protección de la Sangre y el Honor alemán, “la tanatopolítica –incendios, masacres, expulsiones– como defensa genuina”. En el mundo donde Auschwitz fue posible, la indiferencia ante los campos de refugiados albaneses de los ‘90 es una consecuencia lógica.
En otras palabras, Finkielkraut vuelve a hablar de la memoria pero con el reconocimiento de que está en crisis y se pregunta cuál es el papel que cumple o debe cumplir en un mundo donde la historia ya no es la epopeya del sentido. Entonces, se apresura a sostener que el recuerdo de lo que ya pasó es una trinchera donde se condena a muerte la “necesidad” de que vuelva a suceder. Muy lejos de los negacionistas, que necesitan que el Holocausto no haya sucedido para seguir adelante, y apartado también de quienes lo recuerdan todo el tiempo con riesgo a caer en la trivialización, la propaganda ocasional e incluso el revisionismo, Alain Finkielkraut se ubica en un lugar incómodo que incita a la polémica. Querer poner a la Shoah fuera del alcance de las comparaciones –nos dice- y oponerse a cualquier analogía entre los refugiados actuales y los deportados del ayer, no es salvaguardar el horror del desgaste, mucho menos defender la verdad, sino “hacer servir la memoria a la retención o a la yugulación de lo humano”. Finkielkraut se ubica en una tercera margen del río, desde donde las dos orillas son visibles e igualmente inabarcables: el pasado todavía vigente, advirtiéndonos sobre el porvenir para decirnos que “El mal viene siempre de más lejos de lo que se cree, y no muere forzosamente en la barricada que le elegimos”, palabras del poeta René Char elegidas por Finkielkraut para clausurar su ensayo.

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