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Domingo, 23 de marzo de 2003
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MALAS LENGUAS

Se avla espanyol

A los ochenta años, Haim Vidal Sephiha carga con una doble supervivencia: la propia, en tanto ex prisionero de los campos de concentración, y la de su lengua, el judeoespañol. Hoy, luego de haber impuesto la enseñanza de su habla en la universidad, esta autoridad insoslayable en cultura sefardí se apresta a cumplir su última misión: el 24 de marzo inaugurará en Auschwitz una laja que marca el reconocimiento oficial del exterminio de los 160 mil judeoespañoles perpetrada por la barbarie nazi.

POR ALEJO SCHAPIRE, Desde París

Como ocurre con la mayoría de las instituciones religiosas o espacios culturales judíos, ninguna inscripción exterior delata la filiación del Centre Communautaire de París. Estas paredes mudas, custodiadas por cámaras de video, forman parte del paisaje de un país donde un antisemitismo rampante se traduce día a día en incendios de sinagogas, palizas en la vía pública o en los colegios y donde a los maestros les resulta cada vez más difícil enseñar la Shoah. Haim Vidal Sephiha (Bruselas, 1922) es uno de sus sobrevivientes. Lo encontramos sentado en una sala, junto a un pizarrón, rodeado por una treintena de hombres y mujeres cuyas edades oscilan entre los 50 y 90 años. Algunos son sólo exiliados; los demás, como él, son ex deportados o hijos de deportados de Auschwitz. Viven en Francia, pero nacieron en Turquía, Bulgaria, Rumania, Grecia, Marruecos o Italia. Entre las sillas, circula con una bandejita Sarah Konfino, oriunda de Karnobat (Bulgaria). Ofrece unas empanadas que llama “borekas”, y a quien le pida más información, amplía: “Kozas de orno”. En el otro extremo de la habitación, Daniel Alcalay, un turco improvisado historiador, presenta su último libro manufacturado, ilustrado cándidamente por él mismo.
Al escucharlos, se tiene la perturbadora sensación de oír un lenguaje familiar y remoto, una suerte de español anacrónico salido directamente de El Quijote. Pero este castellano arcaizante, contaminado por el francés, el turco y otras lenguas balcánicas, es de hecho anterior a Cervantes. Quienes todavía lo practican son “Sefardíes”, de “Sefarad”: “España” en hebreo. Y su lengua es un complejo dialectal conocido como “sefardí”, “judeoespañol”, “judezmo”, “jaquetía” (como le dicen en el norte de Africa), o simplemente “español”, como lo conocen en Turquía. Dos jueves por mes se reúnen en el Centro para participar en el taller “Vidas Largas”, dictado desde 1974 por el profesor Sephiha. “Vienen porque les sobra algo de la cultura judeoespañola.” Les sobra, o les falta; este octogenario cuya vitalidad desmiente sus años prefiere ver siempre la mitad llena del vaso. Como varios de sus “alumnos”, pronuncia algunas consonantes como un inglés, otras como un francés o incluso como un argentino, como cuando dice “yo” o “calle”.
Fue tal vez pensando en esta proximidad que el poeta argentino Juan Gelman –de origen askenazí– escribía en el prólogo de su libro de poemas judeoespañoles Dibaxu (“Debajo”): “Sé que la sintaxis sefardí me devolvió un candor perdido y sus diminutivos, una ternura de otros tiempos que está viva, y por eso llena de consuelo”. En cuanto al acento no identificado, como una parte del vocabulario, puede variar según el lugar del nacimiento, aunque sus hablantes tienen un mismo origen. Son piezas vivas de un rompecabezas que empezó a deshacerse el 31 de marzo de 1492, cuando los Reyes Católicos firmaron el edicto de expulsión de los 200 mil judíos que no estaban dispuestos a convertirse al cristianismo, y llegó a su eventual extinción en las cámaras de gas. Dos veces supervivientes, los sefardíes de hoy son fragmentos sueltos de un puzzle a los que les sobran y faltan pedazos de una memoria colectiva. Juntándose, metiéndose en el taller –“un baño de recuerdos”–, “reconstruyen el universo total del judeoespañol: la cuenca del Mediterráneo”, dice Sephiha. El año del descubrimiento de América entonces, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón dieron a los judíos cuatro meses para abandonar España, convertirse o morir. Antes de emprender el éxodo, los que no se resignaban a convertirse en marranos, malvendieron sus casas, trocándolas por objetos ligeros, transportables. Por otra parte, les estaba vedado dejar el reino con oro o plata. Algunos se instalaron en el norte de Europa, donde con el tiempo adoptaron la lengua de las comunidades judías locales. Fue el caso de la familia portuguesa del filósofo Spinoza, que se afincó en Amsterdam. Los que eligieron Marruecos o el Imperio Otomano en formación continuarían hablando la lengua de sus verdugos durante cinco siglos.

UN MUSEO VIVIENTE
En el siglo XV, el Imperio Otomano se expandía, abarcando Turquía, Grecia, parte de los países balcánicos, de Egipto, de Oriente Medio y de algunas islas del Mediterráneo. Desde el momento en que los judíos debieron huir de España, el Gran Rabino Capsali de Constantinopla consiguió que el Sultán Bayaceto II abriera sus puertas a los israelitas. Según una boutade que se le atribuye al monarca, discutiendo con un cortesano que alababa la política del Rey de España, Bayaceto II respondió: “¿Cómo queréis que considere buen gobernante a un hombre que empobrece su reino para enriquecer el mío?”. En efecto, aparte de ciertos avances técnicos en la artillería y en la confección de tejidos, los sefarditas introdujeron la imprenta, conservando el monopolio hasta el siglo XVIII, ya que los musulmanes tenían prohibida su manipulación. Los judíos, por pertenecer al “pueblo del libro” –como los griegos ortodoxos o latinos y los armenios– gozaban del estatuto de dhimmi, que les permitía practicar su religión y administrar instituciones comunitarias. A cambio de esta libertad debían pagar un tributo.
Con el correr del tiempo, el castellano de la diáspora siguió su camino lejos de la península ibérica. El ladino –“lengua calco” creada a partir de una traducción literal de la Biblia del hebreo al español– continuó siendo la lengua litúrgica. Paralelamente, privados de una educación pública laica, en vez de adoptar el turco en el habla cotidiana, hicieron perdurar el idioma de sus padres, a través de canciones y romances. En este sentido, Sephiha destaca la función de la mujer: “Yo digo que en cuanto a las canciones hay dos tipos, están las del patrimonio –las canciones litúrgicas– y las del matrimonio. Ahí la mujer tuvo un papel muy importante en la preservación del judeoespañol, porque era la memoria de la poesía cotidiana, es decir de las romanzas”. Sólo gracias a estos expatriados poco rencorosos pudieron atravesar el tiempo algunos romances españoles que, a partir de 1906, el filólogo español Ramón Menéndez Pidal se encargaría de catalogar en Los romances de América y otros estudios (Espasa Calpe, 1948). Sephiha confirma con entusiasmo: “¡Tenemos romances del Cid que ya no existían en la península!”. Y resume: “Somos un museo vivo del español del siglo XV”.
En esta “República Judeoespañola”, como él la denomina, se conservó la lengua haciendo caso omiso del cambio fonológico que experimentara el castellano en el siglo XVI. Sin embargo, el español de los judíos siguió evolucionando, tomando prestadas al pasar palabras de todos los rincones del Imperio Otomano, hasta alcanzar, en el siglo XVIII, su apogeo. En 1740 se publicó un texto fundamental: el Meam Loez, una verdadera enciclopedia popular judía donde se enseñaba el libro sagrado y la moral a través de cuentos y anécdotas. Aunque la obra maestra de los judeoespañoles es sin duda La Biblia de Ferrara, escrita en ladino en 1553. Este texto sería luego el modelo de la llamada Biblia del Oso, traducida por Casiodoro del Reyna, a la que pasarían numerosos hebraísmos que perduran en algunas ediciones del Antiguo Testamento de hoy.
Estos son apenas algunos títulos de los 758 publicados en Constantinopla entre 1504 y 1940. Entretanto aparecería la prensa, alcanzando en el Imperio Otomano, entre 1842 y 1959, unos 296 periódicos distintos. La decadencia llegó recién en 1923. “Es a partir de la república de Ataturk –sostiene Sephiha–, que empezó la represión del judeoespañol.” Además, en ese entonces, la Alianza Israelita Universal, creada para ayudar a los judíos de Oriente, empezaba a crear una red de escuelas. Impregnada por un esperanzado sentimiento francófilo heredado de las Luces, la AIU impuso el idioma galo en el aprendizaje. “Así llegamos a un estado nuevo del judeoespañol que yo llamo judeofrañol”, se lamenta Sephiha. Pero el verdadero tiro de gracia a la lengua fue el nazismo. Sephiha estima que antes de la guerra había unos 360 mil judeohispanohablantes. “Hoy en día son 200 mil, pero el judeoespañol ya no existe como monolengua”, dice con amargura quien vio extinguirse los últimos monolingües en Israel, un Estado que en aquel momento imponía la política de “un pueblo, una lengua”. Hoy, de las viejas publicaciones, sólo existe el periódico turco Salom (www.salom.com.tr), cuya situación Sephiha sintetiza así: “En 1970 todo el diario estaba escrito en judeoespañol, sólo había una página en turco. Hoy es al revés”.

DEBER DE MEMORIA
Si el judeoespañol es un museo, Sephiha es su guardián. Nacido en 1923 en Bruselas, Haim creció en una familia judeoespañola venida de “Estambol”, como le gusta decir. En plena Segunda Guerra Mundial se graduó de agrónomo. Pero en 1943, el nazismo envió a Haim a Auschwitz, a su padre a Dachau, donde fue asesinado, y a su madre a Ravensbrück. “Cuando se me murió la mamá, como digo en mi lengua, en el cincuenta, yo era químico, jefe en un laboratorio de Rouen. Y lo dejé todo para volver a mis raíces. Estudié español en la Sorbona, hasta el doctorado. Mientras, aprendía idish, hebreo, rumano, griego y las lenguas orientales para tener los instrumentos necesarios para entender mi cultura, que era polivalente. Con mis dos doctorados, me convertí en el número uno”, cuenta no sin orgullo. En 1967 empezó a enseñar el judeoespañol en la Universidad París III. Siete años más tarde inauguraba sus talleres. Pero la fecha que cuenta para él es 1984, cuando luego de una intensa campaña para convencer a François Mitterrand, le arrancó el decreto presidencial que le otorgaba la primera cátedra mundial de judeoespañol.
Hoy, Haim recorre el mundo –estuvo en la Argentina en 1998– para transmitir su experiencia a quienes aún no escucharon hablar del genocidio. Para los otros está el taller, donde interrogar los orígenes de las palabras equivale a buscar un sentido a lo ocurrido con los sefardíes. “El judeoespañol es un vehículo para construir una historia común y saber qué pasó. Aquí cada uno es el estímulo del otro: cuando uno saca un recuerdo, le sale al segundo otro recuerdo. Es como un tejido, ‘y por el hilo se saca el ovillo’”, explica. Hay días en que la sesión puede empezar con el estudio de un proverbio. Otros en que para rastrear una etimología se evocan canciones de cuna, expresiones de la infancia, y de ahí a la experiencia de la deportación suele haber un paso. Más recientemente, se comentaron los actos antijudíos perpetrados ya no por cabezas rapadas, y esto es los más doloroso, sino por los otros semitas, los otros descendientes de Abraham que en su momento los acogieron y hoy reproducen el conflicto israelo-palestino en las calles de París. Aunque, últimamente, el tema excluyente es el viaje a Varsovia.
Tres años atrás, Haim fue invitado por la radio France Culture para ser entrevistado en Auschwitz-Birkenau. “Durante dos días tuve que contar, contar... En 48 horas envejecí diez años.” Y prosigue: “Luego de estar dos días delante del memorial de A-B, vi esas lajas con el mismo texto y noté que faltaba la lengua mía, en judeoespañol”. Para quien descubrió lo que le esperaba cuando un judío de Salónica que llevaba su mismo apellido señaló las chimeneas del campo diciéndole en su idioma “allá están los crematorios”, la omisión era una deuda. Ayudado por su amigo Michel Azaria, Haim organizó una suscripción internacional. Gracias al apoyo de varios países –la Argentina fue el país más activo– convencieron a las autoridades polacas: el próximo 24 de marzo, los supervivientes judeoespañoles viajarán a Auschwitz para inaugurar su estela.
Mientras tanto, el trabajo académico de Sephiha sigue creciendo. Además de siete libros publicados sobre judeoespañol, en 1999 escribió el prólogo del libro Érase una vez... Sefarad de Hélène Gutkowski, un valiosísimo documento histórico publicado en Buenos Aires por Lumen, donde se reúnen testimonios de 63 sefardíes del Mediterráneo recordando su cultura y sus tradiciones. Y algunos años atrás, Sephiha reeditó su clásico La agonía de los judeoespañoles (Editions Entente, 1991). “Agonía no es muerte –aclara–. Viene del griego y quiere decir lucha.” Un combate que según él ha encontrado en Internet un formidable aliado, que le permite hablar hoy de un renacimiento del “judeoespanyol”. Sin duda, Haim es un optimista que, como suele ocurrir en la cultura judía, recurre siempre al costado humorístico de las cosas, aunque sea para contar cómo en verano, cuando se pasea en mangas cortas, los chicos le preguntan si eso que lleva tatuado en el brazo es su número de teléfono. Cabría agregar que su nombre, Haim Vidal, quiere decir dos veces vida.

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