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Domingo, 27 de julio de 2014
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LA MUERTE PENDE SOBRE LA CIUDAD

El 26 de julio de 1942 moría Roberto Arlt, a los 42 años, dando comienzo a un largo silencio sobre su obra, que luego también llegaría a su fin, y a una leyenda de la literatura argentina: la del cadáver que se balancea sobre una ciudad cuyas transformaciones había ayudado a descifrar.

Por Claudio Zeiger
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De la muerte de Roberto Arlt, acaecida (término que seguramente figuraría en un cable de noticias de su tiempo) el 26 de julio de 1942, nos queda esa imagen emblemática que supo relatar Ricardo Piglia a partir de las fotografías del velatorio que le mostrara Juan Carlos Martini Real. La más impresionante de esas imágenes, acordaban ambos, era una del féretro colgado en el aire con sogas y suspendido sobre la ciudad. El ataúd, armado en su pieza, era muy grande y no salía por la puerta al pasillo, lo que motivó que tuvieran que sacarlo por la ventana con aparejos y poleas. Piglia tomaría esta imagen como una metáfora del lugar de Arlt en la literatura argentina y como una parábola de su vida condensada en la muerte. Siempre estará muriéndose joven y siempre estaremos sacando su cadáver por la ventana. Y así seguimos, un día como hoy, anunciando una vez más, como El Mundo en su edición del 27 de julio del ’42, la muerte de nuestro hermano, periodista, cronista, escritor, otra vez asomándonos a la última aguafuerte, la última crónica, la necrológica interminable.

Hay un libro de 1950 que en forma muy meticulosa y con contenida emoción, reconstruye –entre el dato real y la evocación, al mejor estilo de la película de una vida que pasa entera por delante de los ojos en el instante final– el último día de esa vida, un sábado que comenzó al mediodía, cuando Arlt se despierta y siente como una puntada en el corazón, una puntada aguda.

El libro no es quizá justo en todas sus apreciaciones, sobre todo en las estético-literarias, pero ese capítulo final, “La partida inesperada”, es notable. Se trata de Roberto Arlt, el torturado, de Raúl Larra, primera biografía más o menos consecuente del escritor. Habla de su infancia, cuenta la famosa historia de que el padre le decía a Arlt “mañana te voy a pegar”, lo que era peor que pegarle en ese mismo momento, asegurándole la larga noche del que va a ser ajusticiado al amanecer. Considera que en su inaugural El juguete rabioso estaba condensada toda la obra posterior, lo cual es harto discutible, ya que se basa en la apreciación de que esencialmente Silvio Astier es el pichón de Erdosain, conjetura no muy aceptable. Astier es Arlt, uno podría pensar contra toda prevención antiautobiográfica; pero Erdosain no es Arlt, es el hombre gris y de oficina que podría haber sido Arlt en una de las pesadillas del autor. Como sea, Larra después se explaya largamente acerca de la dedicación de Arlt al teatro, avanza sobre la relación de Arlt con la política (bastante ilustrativa, un poco idealizada pero atendible, con datos que dan por tierra ciertos lugares comunes entre Florida y Boedo) y finalmente desemboca en ese final tan triste como feliz en su libro: la muerte inesperada.

Claro: podría alegarse que fue más prematura que inesperada. El mismo Larra señala sus problemas cardíacos y aclara que Arlt seguía a medias las prescripciones médicas. Pero sobre todo el relato es detallado, y suena verídico aun cuando extrapola imágenes y recuerdos de otros tiempos. Dice que ese mediodía, mientras se vestía para salir a la calle, justamente trató de reconstruir la cara del padre y otra vez no pudo; siempre se le representaba como un decapitado. Y también evoca sus primeras inclinaciones por el ocultismo, lo que le hace pensar en los seres queridos que han partido antes –como su hermana Lila, como Ricardo Güiraldes– y en la posibilidad de volver a encontrarlos alguna vez.

Ya en la calle, mete la mano en el bolsillo y toca una tarjeta. Es del Círculo de La Prensa. Una citación. Esa noche hay elecciones. Por qué no ir, piensa. Y al lado de la citación una carta. Recuerda haberla escrito la noche anterior. Es una carta para la madre, donde le habla de la quimera de las medias vulcanizadas, la posibilidad de pegarla con un invento entre racional y milagroso. Después de echar esa carta en el buzón, se da una vuelta por la redacción del diario, donde recuerda las trasnoches aporreando la máquina para escribir Los siete locos, y abre los cajones de su escritorio, melancólico, ya casi ido.

Después se arranca de la melancolía, aunque nunca deja de sentir el frío de ese invierno y la puntada en el corazón. Toma el subte, desciende en Callao y va directo hacia Corrientes, su calle. Ya es la noche del sábado.

Se llega hasta el Teatro del Pueblo en donde ya venía discutiendo con Barletta acerca de la puesta de El desierto entra en la ciudad, pero esa noche asiste por décima vez a una representación de Gogol. Se ríe, aplaude y disfruta desde la última fila.

A la salida van a tomar algo con la barra de actores y trabajadores del teatro y entonces se acuerda de las elecciones en el Círculo de La Prensa. Se raja para allá. Los periodistas se sorprenden de verlo. Es la primera vez que va a votar. Y así culmina el relato de Larra:

“Cuando sale, después de haber votado, no adivina que volverá al día siguiente. Lo traerán en un cajón de madera ordinaria, lo cubrirán de flores y los amigos se inclinarán sobre su rostro iluminado de paz, repitiéndose llenos de angustia:

–¿Será posible?

Camino de su casa le vuelve la puntada al corazón. ‘Es la vieja angustia que golpea’, dice tranquilo, sin temores. Tiene tanto por hacer, el lunes sin falta irá al laboratorio, ordenará las cosas y luego partirá al Delta por una semana.

Se desviste sin encender la luz. No sabe cómo se acuerda de Lila: ‘Tenemos que vernos de nuevo en la otra vida’.

Sí, repite como entre sueños, tenemos que vernos. Apoya la cabeza en la almohada. Y se queda dormido... dormido para siempre”.

Y así, con su sombra oscilando sobre la ciudad una vez más, lo despedimos.

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