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Domingo, 27 de abril de 2003
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Conversaciones, recuerdos,
lecturas y otras trivialidades literarias

SIDRA EN EL TORTONI

La actualidad no es necesariamente la realidad, ni lo real es necesariamente verdad. En momentos de elecciones presidenciales en la Argentina –espejismo democrático– echemos una mirada a la “posguerra” de Irak, más bien al flamante estado de guerra permanente, ya no fría sino latente, cuyas ocasionales erupciones, calculadas puestas en escena, seguirán dejando en el escenario muertos de veras.
Parece que después de todo Washington, a diferencia de Hollywood, no se equivocó de remake. Esta guerra de Irak, promovida por el marketing de Bush & Friends como un remake de la guerra (veloz, insignificante) del Golfo hace diez años, no resultó ser lo que sus primeros días prometieron: un remake de la derrota (interminable, patética) de Vietnam hace treinta años. El espectacular desastre americano no ha ocurrido.
El llamado –con optimismo excesivo– “mundo árabe” no se precipitó a salvar el régimen de Saddam, como la difunta URSS había alimentado y armado a Vietnam del Norte. En vez de una humillación, los Estados Unidos están conociendo una ambigua forma de triunfo: comprueban que tantos opositores a su intervención han suavizado en un lapso de días la acritud de su censura a la vez que sus aliados ocasionales mitigan la solidaridad. Las amenazas contra Siria parecen bravuconadas disuasivas: Blair, aliado inconvincente, inconvencido, no parece dispuesto a secundar un nuevo show marcial del Imperio. En Israel crece el movimiento de soldados que rehúsan servir en los territorios ocupados. Hasta Sharon, ese Spielberg de la lucha por el “espacio vital”, anuncia “compromisos dolorosos” hacia los palestinos. En Europa, la política de Washington ha reavivado el antiguo, nunca del todo extinguido antisemitismo, impaciente por borronear distancias entre judíos y sionismo, por confundir víctimas palestinas y terrorismo islamista (no islámico). Más cerca de nosotros, hasta Saramago anuncia que toma distancias con el senil “caimancito barbudo”...
¿Y por casa cómo andamos? En un momento en que la actualidad propone estas desganadas, escépticas elecciones presidenciales, puede ayudarnos a atravesar su apariencia de realidad, sin pretender por ello alcanzar verdad alguna, la exhumación de una vieja polémica. En 1932 se adjudicó el primer Premio Nacional de Literatura, correspondiente a 1929, a Ezequiel Martínez Estrada. Manuel Gálvez se consideró deshonrado por el segundo premio e hizo publicar en La Prensa cartas insultantes a los jurados Carlos Obligado y Jorge Max Rohde, fechadas el 24 de noviembre.
Son dos impagables exabruptos como nuestra amansada vida literaria ya no frecuenta. A Rohde le reprocha no haber cumplido con lo prometido: “Estuvo en mi casa hace quince días sólo para asegurarme que todo estaba arreglado” escribe e, intrépido, publica. Impávido ante el ridículo, agrega: “Mis treinta años de dedicación a las letras, mis veintisiete libros, la importancia de la obra que estaba en el concurso (que ha sido considerada por una cumbre de la literatura mundial como sólo comparable a Guerra y paz de Tolstoi), mi edad, todo lo que he hecho por la cultura del país, todo eso no ha valido nada”. La postdata está a la altura de la misiva: “No se moleste en mandarme padrinos. Soy católico”.
A Obligado lo acusa de “desagradecido, porque a mí me debe el ser académico”, de “cobarde ante el mulato perverso de Lugones, porque usted no puede creer que merezca el premio un poeta de segundo orden, sin personalidad, sin obra y sin prestigio. Lugones tampoco lo cree, pero el miserable es mi enemigo desde hace veintinueve años”. Acusa y delata: “Y es usted también un falso porque a Fingerit y a otras personas les aseguró que votaría por mí”. La postdata reitera la profesión de fe enunciada en la otra carta. En ambas amenaza con la publicación de un folleto (“será algo terrible”) donde denunciará al jurado por esta “escandalosa vergüenza”. En ambas, también, la firma está precedida por un “lo desprecia profundamente”.
En su mejor vena, Lugones, miembro del jurado culpable del agravio, responde en La Prensa con un texto titulado “Un ataque de tontícolis” (sic). En él empieza por aclarar que “el doctor Gálvez es un escritor de segundo orden, tal cual el fallo del jurado lo establece”. Revela luego que el ofendido autor ha gestionado el premio Nobel “con menor éxito”, señala como fuentes imitadas en “sus novelas paraguayas” a dos mediocres antecedentes de los años 1870, y con una anécdota histórica desautoriza “a los católicos que no se baten”. Concluye: “Espero, pues, con la tranquilidad a que los escrúpulos religiosos del doctor Gálvez dan derecho, el panfleto que nos anuncia. Lapidario, en el sentido fúnebre que autoriza este suicidio moral, estoy cierto de que ha de ser tan aburrido como sus letras”.
La Sociedad Argentina de Escritores, más expeditiva que el Congreso actual ante el senador Barrionuevo, decidió expulsar a Manuel Gálvez, quien se adelantó a la comunicación presentando su renuncia. Eran tiempos en que la literatura era tomada en serio.

Edgardo Cozarinsky

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