Ernest Hemingway podrÃa ser también Auguste Rodin o Juan Ramón Jiménez. Sus mujeres podrÃan llamarse Camille Claudel y ser artistas que, apartadas, acaban por romper parte de la obra propia, o podrÃan llamarse Zenobia Camprubà y, entonces, ser escritoras, y dejar que su marido brillara por encima de ellas. La Historia está plagada de situaciones semejantes. Lo de Hemingway no fue una excepción. Genio incomprendido, su desdicha se basaba en un dilema esencial: tanta necesidad de un matrimonio estable en el que ser cuidado, como un deseo irrefrenable de echarle el lazo a la rutina y estrujarla con una soga hasta ahogarla. El señor Hemingway, reportero, escritor y alcohólico, lo querÃa todo, siempre. ¿Y cómo no va a dárselo una Ãnfima mujer cualquiera de los años veinte? Además, según se repite una y otra vez en este libro, en el caso del autor estadounidense, el fÃsico era imponente: un torso dorado por el sol de Cuba y surcado de cicatrices por aventuras varias en una Europa que se devoraba a sà misma. Las mujeres caÃan a sus pies y ellas, entre sÃ, peleaban para ver quién ganaba la apuesta de ser la única. Ni siquiera la última lo consiguió: él decidió pegarse un tiro, igual que en su dÃa lo hiciera su padre. Era el año 1961 y la depresión le habÃa apretado las tuercas hasta niveles insoportables.
Hemingway tuvo innumerables amantes y cuatro esposas. La primera fue Hadley Richardson, madre de su primer hijo y tan buena –según se la pinta– que, tras la desgracia de haber sido engañada en su propia casa, rehizo su vida y fue amiga del escritor hasta el final. La segunda fue la peor para el señor Hemingway: el diablo. No se tragó el hecho de que la cambiasen por otra. Pauline Pfeiffer, o Fifi, se propuso ponerle las cosas muy difÃciles y nunca superó que la dejase a un lado del camino. Gracias a ella, cabe decir, Ernest Hemingway pudo trabajar con serenidad en los inicios de su obra literaria: antes de su fama mundial, el hecho de vivir con una acaudalada señora le ayudó a tener el tiempo suficiente para dedicarse plenamente a su trabajo. Fifi, por cierto, murió antes que Ernest. La tercera es la misma Martha a la que está dedicada Por quién doblan las campanas, una reportera de guerra rubia que trabajó con él estrechamente durante la Guerra Civil Española. Martha Gellhorn fue, tal vez, la mujer más audaz de todas. No dejó su escritura ni el periodismo, por el contrario, profundizó en ello y cuando se dio cuenta de que su hombre era más bien un peso que una ayuda, casi se lo puso en bandeja de plata a la siguiente presa: Mary Welsh. Esta sà lo dejó todo, incluso su anterior matrimonio. Tras casarse en Cuba, se encerró en una casa a servir a su marido, a esperar dÃa tras dÃa que la depresión remitiese, que volviese a amarla como en los primeros dÃas y que, por supuesto, no se le ocurriese pegarse un tiro dejándola sola con la conciencia de que lo que habÃa dejado por él era ni más ni menos que su propia vida. Pero se fue y ella, durante mucho tiempo, aseguró que habÃa sido un accidente absurdo con una escopeta: poco creÃble tratándose de un cazador experimentado.
Naomi Wood consigue construir una biografÃa de Ernest Hemingway sesgada, sÃ, pero sin pretensiones de lo contrario. Avisa, al final del libro, que para conocer las vidas reales de los personajes que habitan su ficción debe acudirse a biógrafos concretos. Ella, simple y llanamente, investigó para remodelar de una forma agradable la vida privada de uno de los escritores más importantes de todos los tiempos. Lo ha hecho, además, de manera inteligente: el libro no termina en la página 317, sino que puede continuarse en la web naomiwood.com, donde hay toda una serie de recursos para utilizar el libro de forma pedagógica.
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