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Domingo, 4 de mayo de 2003
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Utopías paralelas

El paraíso en la otra esquina
Mario Vargas Llosa

Alfaguara
Buenos Aires, 2003
486 págs.

Por Claudio Zeiger
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En su última novela, Mario Vargas Llosa propone un viaje al ya lejano pero siempre apasionante siglo XIX. El tren de esta historia tiene dos ramales diferentes y complementarios: las vidas de Flora Tristán –dirigente obrera y prefeminista ligada tanto a la historia de Perú como a la del socialismo utópico europeo– y Paul Gauguin, el pintor que abandonó la comodidad de la civilización burguesa para convertirse al primitivismo en Tahití. En forma pareja y prolija, el autor dedica un capítulo a cada protagonista. Los de Flora Tristán transcurren hacia 1844, cuando después de una extenuante gira por Francia para predicar las bondades de la Unión Obrera, en plena formación, y denunciar la explotación contra las mujeres aún en las propias filas obreras, ella muere a los 41 años. Los capítulos de Paul Gauguin transcurren entre 1892, con su llegada a la Polinesia, y 1903, año de su muerte. Además de encarnar –según el discurso paraliterario armado por el propio Vargas Llosa– dos modelos de utopías humanas (una colectiva, otra individual), hay un lazo más evidente que se reconstruye aquí: Flora Tristán fue la abuela del pintor, la madre de su madre, otro personaje tortuoso de una saga familiar plagada de desgracias. El nieto Paul quizás haya sido el más mítico de la familia y sobre quien se han elaborado distintas versiones y leyendas. ¿Fue Gauguin tan desprendido, tan “descivilizado” como pretende la leyenda, o se trató de la astuta construcción de una imagen de artista insubordinado de cara al mundo del arte mercantilizado que lo aceptaría como a su gran colega y amigo Vincent Van Gogh, póstumamente?
Lamentablemente poco aporta al respecto esta especie de hagiografía del Buen Salvaje que nos entrega Vargas Llosa, tan alejado de sus mejores logros literarios. Poco aporta en cuanto a una interpretación y valoración de los hechos, ya que si de información se trata, El paraíso en la otra esquina resulta abrumadora, sobre todo en sus primeros capítulos. En ellos, los datos, las fechas, las citas bibliográficas y los clichés se acumulan de una manera alarmante. Nunca el gran escritor latinoamericano se había permitido atiborrar un comienzo de capítulo (el segundo del libro) como el que sigue: “El apodo de Koke se lo debía a Teha’amana, su primera mujer de la isla, porque la anterior, Titi Pechitos, esa cotorra neozelandesa-maorí con la que en sus primeros meses en Tahití vivió en Papeete, luego en Paea, y finalmente en Mataiaiea, no había sido, propiamente hablando, su mujer, sólo una amante. En esa época todo el mundo lo llamaba Paul. Había llegado a Papeete en el amanecer del 9 de junio de 1891, luego de una travesía de dos meses y medio desde que zarpó de Marsella, con escalas en Aden y Noumea, donde debió cambiar de barca. Cuando pisó, por fin, Tahití, acababa de cumplir cuarenta y tres años”. Si a veces la legibilidad es considerada como la transparente estética que más conviene al mercado, frente a estos farragosos párrafos no queda más que extrañarla a gritos.
Un dato llamativo y quizá revelador de los límites de esta novela es cuán extraordinariamente temprano se revela el sentido metafórico del texto, como si no hubiera la mínima posibilidad de que el lector pudiera captarlo por sí solo más adelante. En este caso, en la página 19 de un libro de casi 500, se nos explica qué significa eso del “Paraíso en la otra esquina”: es un juego de niños (presumiblemente similar a la Rayuela) donde el paraíso queda cada vez más lejos, un juego que Flora Tristán descubre que en el siglo XIX practicaban tanto los niños franceses comolos peruanos. La utopía, entonces, viene a ser como correr en sueños; cuanto más cerca creemos estar del objetivo, éste más se aleja.
El material de la utopía de Flora Tristán tiene su contexto en algo que describió descarnadamente Marx en El capital: el trabajo superexplotado de las mujeres y los niños en las fábricas de la revolución industrial, la que tenía lugar en las grandes ciudades y también en los pequeños pueblos y las zonas agrarias. La gira de Flora en el libro a través de territorio francés es la prueba de ello. Pero si ésas son las condiciones materiales, las “espirituales” vienen a ser los grandes maestros del socialismo utópico, Saint Simon y Charles Fourier en primera línea, con sus sociedades utópicas, armónicas y equilibradas, cuando aún no les había sido revelado el gran motor de la historia descubierto por Marx: la lucha de clases. Por ello, los capítulos de Flora Tristán, en la novela de Vargas Llosa, están teñidos de un tono entre candoroso y melancólico, y como además era una mujer, se permite que su alma a veces sea captada por el romanticismo literario. Ella misma escribió un libro titulado Peregrinaciones de una paria, en la que se basa esta parte del libro, y donde se la puede vislumbrar como una seductora heroína de novela.
Un poco diferente es el mundo de la utopía de Gauguin. Aquí Vargas Llosa –entre artistas bohemios, primitivos y paisajes incendiados– parece sentirse más a gusto, inclusive más interesado. Así se lo percibe: más apelado por Gauguin que por la abuela obrerista. Obviamente no se puede negar la atracción de esta figura del arte moderno (se le han dedicado varias biografías y Somerset Maugham se inspiró en él para La luna y seis peniques). En su conflicto se cruzan los choques entre el burgués y el artista, entre el arte y el mercado, entre la razón y la superstición. Su atracción por el primitivismo y el indigenismo no puede resultar indiferente a un escritor nacido en Perú. La sexualidad, otro de los aspectos infaltables en las mejores novelas de Vargas Llosa, es mucho más decisiva en esta parte de la novela y más morbosamente atrayente, por qué no decirlo. De todos modos, Vargas Llosa no se apartó –en los capítulos de Gauguin– de su rígida postura de glosar más y más información, aunque logra varias escenas de una potencia que falta en la otra parte, la de Flora.
¿Por qué a pesar de contar con estos dos personajes tan atractivos, la novela es un tedioso viaje al pasado, a la letra muerta? ¿Fatiga de los materiales? ¿O es que Vargas Llosa se ha impuesto una tarea demasiado pesada? Por ahora esbocemos una hipótesis, válida sobre todo para los conocedores de aquel apasionado ensayo que Vargas Llosa supo escribir sobre otro escritor y su gran personaje, sobre Flaubert y Madame Bovary: La orgía perpetua. En ella, el escritor asediaba de tal modo a su tema que nadie podía dudar de la pasión. Tantos años después, con el eco muy lejano de grandes logros como Historia de Mayta o la no tan lejana Lituma en Los Andes, da la impresión de que el doble destino utópico de este libro habría sido mucho mejor captado en un ensayo apasionado a lo Vargas Llosa que en una novela impersonal, despojada de cualquier atisbo de estilo. O quizá sólo sea de que para hablar de pasiones, hay que estar más apasionado, más caliente.

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