Antonio Muñoz Molina (Jaén, 1956) es un funcionario gris de la administración de Granada, un aspirante a escritor, un tÃmido adolescente tardÃo que bebe más de lo que su hÃgado puede filtrar y tiene por costumbre fumar hachÃs en juergas nocturnas varias. Tiene mujer y descendencia. Pero sólo es padre y esposo los fines de semana. Y en las vacaciones escolares del verano, se explica. El resto del tiempo disfruta de su soledad en un piso modesto de la ciudad del sur. Y escribe, por ejemplo, El invierno en Lisboa, la novela por la que se le otorgará más adelante el Premio de la CrÃtica y el Nacional de Narrativa en España. Ignora, también, que en no demasiado tiempo llegará a ser, además de multipremiado, miembro de la Real Academia de la Lengua Española, director del Instituto Cervantes de Nueva York durante dos años, profesor de Literatura en la New York University y, sobre todo, uno de los personajes más castizos del mundo literario español. Con una marca media que llegará a las 25 obras en 30 años de carrera literaria, su trabajo tendrá siempre un apoyo fundamental en su labor como asiduo articulista del diario El PaÃs, el más leÃdo en habla hispana. Pero entonces, allá por 1987, Muñoz Molina desconoce las mieles que le deparará el futuro. Apenas se imagina que una noche disfrutando de la compañÃa de Bioy Casares, homenajeado en Madrid, ultimará su salida del abismo emocional. Tras la cena y la interminable sobremesa tÃpica de España, el tÃmido recién estrenado escritor de masas se atreverá a decirle a esa periodista pelirroja que también estaba sentada en aquella mesa que, por favor, no se tome un taxi, que le gustarÃa que se quedase con él esa noche. Al dÃa siguiente Muñoz Molina conocerá personalmente a Onetti y, pasado el tiempo, se arrepentirá de no haberle confesado que unas pocas horas antes habÃa entendido que el amor y la alegrÃa estaban en otra parte. Desde luego, no en su vida del sur de AndalucÃa. Y asÃ, sin pudor alguno, Muñoz Molina se suma a la lista de autores que exponen el cuerpo a las balas, haciendo de este recurso su aspecto mejor logrado.
Pero vayamos por partes. En realidad, esta novela se presenta como la reconstrucción de la huida de James Earl Ray, el blanco del sur de EE.UU. que le disparó a Martin Luther King el 4 de abril de 1968 y que murió, treinta años después, en una celda, habiendo logrado salvarse de la silla eléctrica tras acceder a declararse culpable y aceptando una condena de 99 años de prisión. Muñoz Molina, conmovido por la noticia de que el tal Ray en su malograda huida pasó se diez dÃas en la ciudad de Lisboa, pensó que serÃa una gran idea reconstruir, con todo detalle, quién era ese hombre, cómo habÃa escapado y hasta qué crema de afeitar usaba o qué tipo de zapatos acostumbraba a llevar. Todo esto, indagando en los documentos que el FBI desclasificó hace no demasiado tiempo y a los que cualquiera puede acceder desde su computadora. Aclara Muñoz Molina al final del libro que este hecho es, para él, un ejemplo de transparencia y de buenas costumbres democráticas. Más allá de su visión polÃtica de las virtudes y defectos del sistema polÃtico estadounidense, el autor vio en Lisboa una epifanÃa. Para él significa el punto de partida de su carrera literaria y de su nueva vida emocional. Por eso, esta ciudad le servÃa como nexo de unión con los otros dos aspectos de la novela: su conversión amorosa y su necesidad de incluir una reflexión sobre el propio oficio de escritor. Como esquirlas, durante la lectura asistimos a una suerte de clase magistral del propio autor sobre cómo trabajar la experiencia para convertirla en ficción. Esto enlaza a su vez con otro detalle: el recuerdo de esa ciudad y no otra le permite volver con cierta facilidad a algunos de sus temas fundamentales, como la construcción de la identidad y los recovecos siempre inexactos de la memoria. De hecho, cuanto más sabemos sobre el ciudadano americano que decidió dispararle al lÃder del movimiento por los derechos civiles de mediados del siglo pasado, más lejos estamos de conocer quién era realmente aquel hombre. Se trata, entonces, de un ejercicio práctico de desmemoria a través de la profusión de datos. Sin embargo, este aspecto de la novela resulta sin duda excesivo y obliga al lector a continuar casi pidiéndole que lo haga por una cuestión de fe. Y está bien que continúe porque la parte más exquisita y lograda está casi al final del libro, donde Muñoz Molina apuesta por la contraposición entre la vida del asesino y la del asesinado, haciendo foco en este último, saliendo al fin de la repetitiva reconstrucción de la huida del asesino. Este, que apenas sabÃa escribir, que desconocÃa por completo el hecho de que matar al héroe en aquel momento preciso significaba convertirlo en eterno, se muestra más nÃtidamente que nunca por oposición a su objetivo. Asà Muñoz Molina consigue sintetizar la brecha que atraviesa la sociedad norteamericana y que aún hoy no se ha resuelto, como demuestran los episodios ocurridos en Ferguson a finales de 2014.
El hecho de que al hablar de esta obra se subraye la temática de la huida de James Earl Ray como punto fuerte de la novela tiene que ver, realmente, con que, sin esa historia, el objetivo del Muñoz Molina actual hubiese sido inútil. Lo que ha pretendido es crear una partitura con dos instrumentos dominantes y un tercero con función de acompañamiento. Ese último corresponde a la intención de otorgar a los lectores una clase magistral sobre cómo escribir una novela. Pero el segundo, el de la reconstrucción de la propia vida del autor, de su conversión en escritor de éxito y de hombre felizmente enamorado a la vez, es realmente el terreno en el que Muñoz Molina da muestra de sus mejores dotes narrativas. Es en esos fragmentos donde caemos en la cuenta de la metáfora fundamental en la que se sostiene el libro en su conjunto: que, salvando la evidente distancia, ambos personajes, el de Ray y el de Muñoz Molina, no han hecho otra cosa que huir de sus vidas miserables. En el caso de Ray, de la de un blanco del sur de EE.UU. con una infancia desastrosa cuyo único handicap en aquel momento era estar por encima de un negro por el simple hecho de tener un tono de piel claro, y en el de Muñoz Molina, de la de un gris funcionario del Ayuntamiento de Granada sin otra perspectiva que la de cumplir un horario laboral sin sobresaltos.
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