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Domingo, 11 de octubre de 2015
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Mauro Libertella

CONFESIONES DE INVIERNO

En su segundo libro, Mauro Libertella anticipa un balance generacional lleno de nostalgia y autenticidad, sobre cómo dotarse de una educación sentimental por afuera de las instituciones.

Por Juan Pablo Bertazza
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El invierno con mi generación. Mauro Libertella Random House 128 páginas

Al primer roce con El invierno con mi generación de Mauro Libertella entra a jugar algo así como una ecuación que no cierra del todo, como en esos largos ejercicios matemáticos que terminaban con una sospechosa cifra decimal que hacía tambalear todo el cálculo y llevaba la cuenta a un lugar dudoso: aunque el autor apenas sobrepasa los treinta años, habla en este libro de los tiempos de su educación secundaria –el colegio, los amigos, los códigos en común– con un dejo de nostalgia que no se corresponde del todo con el tiempo efectivamente transcurrido.

La cuestión, sin embargo, no tarda mucho en aclararse y lo mejor de todo es que la respuesta la ofrece la propia novela: “Eramos jóvenes pero ya sentíamos nostalgia por una época que no habíamos vivido, ya idealizábamos el pasado y detestábamos el presente”.

Esa distancia paradójica entre lo percibido y lo vivido no debería desatenderse porque, en cierta forma, construye el clima y el escenario donde van a interactuar una serie de personajes que practican con total dedicación su desidia, que se esfuerzan por estudiar lo menos posible (y entonces asocian a Hamlet con el Rey León “pero en Dinamarca hace muchos años”), usan ropa cara pero rota y deambulan por Palermo, Belgrano y Plaza Francia, hablando de una marihuana que todavía no probaron.

En definitiva, lo que cuenta El invierno con mi generación (título que remite a la canción de Franco Battiato) no es ni más ni menos que las vicisitudes y múltiples vías –lingüísticas, gestuales e incluso textiles– para dar con esa otra educación (acaso una de las palabras que más se repiten en el libro) fuera de los márgenes de la escuela, es decir, a pesar de los programas, pautas, profesores y todo ese tiempo que se perdía cuando el tiempo no era, todavía, un bien limitado o escaso.

Con una escritura sin estridencias, agudo sentido del ritmo y sensible eficacia para concentrarse en un hecho o situación concreta, este libro ofrece un altísima legibilidad que hace revivir el vértigo y la voracidad con que se hacía todo lo que se deseaba apenas se llegaba del colegio y volaba la mochila o cualquier forma de uniforme, ahí donde parecen fundirse en una sola cara el chiste, la nostalgia y hasta el absurdo, como cuando leemos la descripción de uno de los integrantes del grupo de amigos, el Negro (“Llegaba al aula y no hablaba, no se sacaba la campera, no abría la mochila, casi no abría los ojos; el Negro, simplemente, estaba”), la manera graciosa en que, finalmente, habla el protagonista con la boca seca, luego de fumar su primer porro y sin que su amiga le permita tomar nada porque si no se van enseguida los efectos, o el efímero y milagroso noviazgo de dos semanas entre el introvertido protagonista y Mariana, la más linda del colegio.

Es cierto que esa misma marca de lo efímero parece teñir toda la novela, como si resultara demasiado breve, como si le faltara un poco más de horno (hay que recordar que Mauro Libertella venía del plato fuerte Mi libro enterrado, sobre su padre) para trascender el mero relato o la memoria de determinado episodio. Pero también es cierto que se trata de un libro auténtico aun en sus contradicciones porque no duda en ir al frente cuando hay que hacerlo sin ese truquito un poco tedioso de hacer mínimos cambios en los nombres o situaciones para hacer justicia a no se entiende bien qué tipo de noción o tribunal literario.

David Hume aseguraba que absolutamente nada en la experiencia podía dar cuenta de la causalidad entre dos eventos: así, en el choque entre dos bolas de pool nada de la percepción nos indica que, en efecto, el choque entre las dos bolas sea el motivo del movimiento de la segunda. Esa relación artificial era para Hume, en todo caso, una especie de adorno humano que servía a los fines prácticos para hacernos la vida más liviana, casi casi una superstición. En uno de los grandes momentos de El invierno con mi generación, el protagonista establece una relación causa-efecto entre una charla con su hermético grupo de amigos sobre la adjetivación “alta noche” en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” de Borges y el incipiente uso generalizado que empezó a tener esa expresión en la oralidad porteña y que el grupo de amigos cree haber anticipado vía borgeana: “Durante años sentimos que nos habían robado un tesoro personal y que, por un efecto incomprensible, eso que empezó una noche en la habitación de un bar a puertas cerradas trascendió y se volvió cultura popular”.

En esas arbitrarias pero inspiradas relaciones de causalidad reside, en definitiva, la potencia literaria de esta novela.

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