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Domingo, 20 de marzo de 2016
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Alan Sillitoe

EL HOMBRE AL QUE SALVARON LOS LIBROS

La autobiografía de Alan Sillitoe es el perfecto retrato del artista adolescente: la historia de cómo se hace un escritor, con la salvedad de que en su caso, el origen social –obrero pero extremadamente humilde, casi marginal y con un padre terrible– lo alejaba de cualquier formación literaria. Y sin embargo, Sillitoe cuenta su vida marcada por los libros, la guerra y los viajes, sin nostalgias ni resentimiento.

Por Sergio Kiernan
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ALAN SILLITOE EN MENTON, 1952

En el extraño sistema de clases británico, impecablemente moderno por haber inventado el primer proletariado y totalmente oxidado por mantener la última aristocracia, a Alan Sillitoe le tocó casi el fondo. Provinciano, hijo de un obrero casi siempre desempleado, con una familia de herreros, campesinos de tierra ajena, pungas y desertores, los pocos parientes que trabajaban en una carnicería o una tiendita eran como sapos de otra clase social. Al pibe Sillitoe le parecía la gran cosa pasarse la vida sobre un torno, “a seis libras por semana”, hasta que lo sacó de la nada misma una rara combinación del Conde de Montecristo y la Real Fuerza Aérea.

Sillitoe nació en 1925 y murió, bastante sorprendido de haber durado tanto, en 2010. Su carrera es de esas en que algunas de sus obras son más famosas que el autor, con tantos que escucharon hablar de La soledad del corredor de fondo sin poder citar quién lo escribió. Esto fue en parte uno de esos azares de los medios y en parte la chinchuda negativa de Sillitoe a anotarse en cualquier escuela o grupo. Que le dijeron escritor obrero, que lo pegaran en el álbum de los Angry Young Men, lo alejaba instantáneamente de toda escena, de toda promoción.

Uno de los temas subyacentes de esta Vida sin armadura es por qué hacía esto. En la primerísima página, Sillitoe arranca contando que su padre era un hombre brutal y bruto, un analfabeto que no sabía ni escribir el nombre de sus hijos, que sólo conseguía laburitos sueltos, que vivía desempleado y avergonzado, y que fajaba a su mujer día por medio, como un reloj. “Respecto a mi padre, nunca he podido determinar en qué edad mental permaneció estancado durante buena parte de su vida”, escribe Sillitoe sobre un hombre al que describe como un chico de diez años en el cuerpo “de un animal”, paticorto y megacefálico, crudo y astuto cuando le convenía. La madre escapaba de las palizas y ponía la cabeza arriba de un balde, para que la sangre no manchara el piso.

Con lo que se arranca con una infancia de mudanzas constantes, de casitas sucias que hay que abandonar cuando no alcanza para el alquiler, de tres muebles locos que se llevan en una carretilla, de una casilla que se inunda cuando llueve. Alan es el protegido de su adorada hermana mayor, un par de años mayor, que lo cubre y luego cubre a los hermanitos menores. Es una banda de chicos que llora seguido, por las palizas propias y por la madre que sangra. Sillitoe se cuenta huyendo del padre, juntando botellas para venderlas y comprar caramelos, caminando en los bosques de Nottingham y soñando que Robin Hood le daba una mejor vida. Después va creciendo, nadie se anima a pegarle más, encuentra el cine y descubre en la escuela que además de zonceras de esas de la década del treinta, existen las matemáticas y los libros.

Esta memoria es un retrato del artista adolescente, la historia de cómo se forma un escritor, desde el momento adolescente de descubrir que alguien escribe los libros que uno lee, y que ese alguien puede ser uno, hasta la formación de un estilo. Sillitoe trabaja de obrero, entra en un cuerpo auxiliar de la Fuerza Aérea y se forma como telegrafista, descubre que puede seducir mujeres –a lo que se dedica con energía– trabaja en un par de fábricas ganando sus primeros dineros y finalmente, con la guerra terminada, sube a un barco cumpliendo un sueño, cruzando el mundo para ser operador de radio militar en Malasia.

Es en esa Asia lejana que empieza a escribir, a mano y en cuadernos, hábito que se haría permanente pero arranca porque las máquinas de escribir eran caras. Buena parte del material que reunió y que nadie quiso publicar en su momento fue formando libros muy posteriores: Sillitoe ya era veterano en contar peniques y trasladó esa frugalidad a sus notas. De vuelta en Gran Bretaña después de un año y medio, la RAF le hace un último favor al ordenar una revisión médica que descubre una tuberculosis avanzada en un pulmón. En párrafos secos y elegantes, Sillitoe recuerda su angustia ante su primera debilidad física, el primer signo de que no puede contar absolutamente consigo.

Pero el diagnóstico lo transforma en un veterano herido en servicio, algo que viene con una pensión equivalente a lo que se ganaba en el torno. Es la beca que abre un capítulo de la vida que Sillitoe considera crucial y espectacular. Viaja a Francia, vive en la Riviera por un tiempo y finalmente encuentra un hogar en Mallorca, viviendo en esas casas sin agua corriente, a veces sin luz y siempre con retrete en el patio de una Europa todavía pobre. El pibe escritor cumple veinte años mujereando, haciendo amigos como Robert Graves, escribiendo poemas, cuentos, novelas y crónicas que son rechazados una y otra vez por revistas y editoriales. En el camino aparece el amor de su vida, una chica miope y ya casada que larga todo por él.

Este es el verdadero centro del libro, pero hay que prestar atención para encontrar los párrafos donde Sillitoe le da sentido a una crónica de pesitos ganados y gastados con prudencia, de amigos que ayudan, de cuánto costaba mandar un manuscrito de Mallorca a Londres, de decenas y decenas de rechazos editoriales. Por ejemplo, queda en claro que aprende castellano, pero no hasta dónde: Sillitoe tradujo al inglés nada menos que el Fuenteovejuna y hasta le dio el hermoso título de Todos los ciudadanos son soldados, creando una versión standard hasta hoy. Y también puede pasar por ahí el comentario de cómo escribió y reescribió lo mismo, hasta lograr un estilo que él llama simplemente despojado de todo lo innecesario. Pero que es un estilo que hace que cada página se quede parada como un ser vivo, un estilo seco y veraz que ya lo quisiera más de uno, inolvidable.

La memoria cierra con Sillitoe llegando al éxito con alguito más de 25 años cumplidos. La ecuación es simple, ya que bastó que alguien leyera en serio su novela Sábado a la noche y domingo a la mañana para darse cuenta de qué tenía entre manos. Fue un éxito, fue la primera plata en serio que vio en su vida y fue una película, idea que arrancó medio en broma y terminó produciendo un platal, arrancando la carrera del productor Harry Saltzmann y convirtiendo en estrella a Albert Finney, otra deuda que tenemos con Sillitoe.

Este libro es, además, realmente querible. Sillitoe escribe setentón sin la menor nostalgia ni distancia con su yo juvenil, cosa de desmentir eso de que el pasado es tierra extranjera. Uno termina con ganas de pasear por Mallorca y comer queso de cabra con este hombre “tan común que era invisible” entre tanto bohemio de fuste.

La vida sin armadura: una autobiografía
Alan Sillitoe
Impedimenta
326 páginas

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