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Domingo, 25 de mayo de 2003
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El oficio , el fuego

Traducida por Silvio Mattoni para Adriana Hidalgo editora, llega a las librerías la última novela de Cesare Pavese, La luna y las fogatas, en edición crítica preparada por Gian Luigi Beccaria, Franco Fortini e Italo Calvino.

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POR GUILLERMO SACCOMANNO

“Escribir es arrepentimiento, no satisfacción”, escribió Cesare Pavese (1908-1950). “Actividad antinatural, no desahogo gozoso: no es cuestión de contenido, que un escritor siempre tiene en abundancia.” Los presupuestos teóricos del escritor son absolutamente coherentes con su obra. El caso Pavese es, por sus características, de una rigurosidad y coherencia extremas. Basta cotejar las anotaciones de su diario con su poesía y narrativa para advertir hasta dónde todas y cada una de sus palabras responden a una intención meditada largo tiempo y en silencio. La asunción del silencio, en este punto, es clave en su escritura lacónica, más confiada en lo que se calla que en el desborde. “El arte requiere un trabajo tan arduo, tal maceración del espíritu, un incesante calvario de tentativas que por lo general fracasan antes de llegar a la obra maestra.”
No son casuales los términos empleados por el piamontés Pavese: “arrepentimiento”, “maceración”, provenientes uno de la religión y otro del campo. Acerca del primero, el “arrepentimiento”, cabe anotar, más allá de lo que pueda interpretarse sobre su suicidio, su intento de corrección permanente: no conformarse con una palabra, reemplazarla por otra, tachar y, otra vez, en la corrección, como Sísifo, iniciar la subida cargando la piedra. “Arrepentimiento”, como ningún otro concepto, alude a la busca de un estilo que sólo puede conseguirse a través de una estrategia: “La riqueza de una obra –de una generación– siempre está dada por la cantidad de pasado que contenga”, anota. El otro término, “maceración”, de connotación campesina, es clave. En su reminiscencia no debe leerse ninguna añoranza vinícola de la tierra. La “maceración” alude, en la escritura, a la concentración y la paciencia, dos condiciones necesarias para un artista que cree menos en la inspiración que en el trabajo diario. Siendo uno de los intelectuales italianos más dotados de la posguerra, la labor de Pavese comprendió además de una escritura que marcaría generaciones, la difusión de la más trascendente literatura norteamericana: fue tanto el traductor de Moby Dick como de Antología de Spoon River. Lector de los clásicos (una franja que va de Homero a Stendhal), su poética no se deja entusiasmar por la efervescencia de las modas. Pavese, en su clasicismo, siempre está contando, cuando se vuelve sobre su literatura, algo nuevo. Así, la reedición de La luna y las fogatas, su última novela, escrita antes de su suicidio, viene a resignificar, además de una escritura, una política que recela tanto de las comodidades del realismo como de las asepsias de lo meramente simbólico.
El suicidio, que puede orientar un acercamiento piadoso a su biografía, tiende a empañar en forma unidireccional y limitadora la lectura de su Diario, en el que Pavese registra mucho más que su soledad y la turbulencia de sus frustraciones amorosas (nada más distante de Pavese que la autocompasión. El suicida, para Pavese, es un “homicida tímido”). Más bien, su diario debe leerse como el archivo secreto de sus elaboraciones teóricas sobre el oficio de escribir. Para Pavese, la escritura no es más que esto: un oficio. Pero un oficio religioso. Gian Luigi Beccaria señala con perspicacia en la introducción de La luna y las fogatas que Pavese “trabajó mucho para construir poco a poco su máquina narrativa. Como un ‘obrero’ de las letras, concibió el arte como un calvario hacia el ‘cristal’ del estilo”. Esta observación engarza agudamente con una preocupación de Pavese: “Si llegases a escribir sin una tachadura, sin volver atrás, sin retocar nada, ¿te seguiría gustando? Lo bueno es esmerarte y prepararte con toda calma para ser un cristal”.
Una conexión que se impone al volver sobre Pavese es su influencia considerable en nuestra literatura de los sesenta. En las traducciones de su narrativa por Atilio Dabini y Osiris Troiani y de su poesía por Marcelo Ravoni, la impronta pavesiana constituyó una lente para enfocar, además de un país, el modo de buscar una voz y una identidad nacional. Miguel Briante y Antonio Dal Masetto merecen ser leídos desde esta perspectiva. Hace poco, a propósito de esta reedición de Pavese, el escritor Roberto Raschella citaba a Néstor Sánchez: “Para nosotros, en aquel entonces, fue una presencia providencial, poco a poco monocorde y sofocada, sin otros caminos posibles que el de oficiar su retórica, pero capaz de señalar como muy pocos una amplitud tácita en esa relación personal (y necesariamente apasionada) con un lenguaje evasivo que era a su vez la búsqueda de una manera de vivir, o de admitir que no vivimos”.
Que el protagonista narrador de La luna y las fogatas se llame el Anguila propone, en este nivel, más asociaciones. Su nombre conecta con ese poema de Montale, “La anguila”, en el que leemos: “Vida allí donde tan sólo/ viven la desolación y la sequía,/ la chispa que expresa/ todo comienza cuando parece/ que se carboniza”. Y este poema de Montale, a su vez, se presenta como epígrafe en los cuentos “pavesianos” de El padre de Dal Masetto.
Escrita en unos pocos meses, La luna y las fogatas es una cima dentro de la obra de Pavese. Sus capítulos arrancan como viniendo de otra parte, de un discurso interrumpido, igual que un cuento al que se llega ya empezado. Lo que destella en su arquitectura no es tanto la trama, el hilo que los conecta, como su potencia de bloques donde alternan la imagen poética y la acción. En más de una oportunidad, a medida que se avanza en la lectura, se tiene la impresión de que éste es un texto no sólo poético sino también sapiencial, en el que los sucesos se disponen hacia la configuración del mito. Pero, con sutileza, Pavese sortea la ilustración fabulera del mito y, en vez de apelar a lo pedagógico, prefiere, como moral narrativa, insinuar el misterio. Historia del regreso a la tierra, es a la vez complementaria y antagónica de Conversación en Sicilia, de su amigo y par Elio Vittorini, publicada veinte años antes. Allí donde Vittorini volvía con su héroe a la búsqueda de la tierra como repertorio de lo sagrado y vital, Pavese, con su personaje el Anguila, encuentra, además de conmovedores motivos autobiográficos y sentencias, la inclemencia, la miseria y la muerte.
La revalorización de la tierra, se dirá. Una noción de pertenencia. Pero también una perspectiva crítica con los sentimientos contradictorios que inspira el palpar una raíz que, lejos de la reivindicación del primitivismo, se vislumbra como tensión. Quizá las zonas más forzadas de la novela, como apunta Italo Calvino, son aquellas en las que Pavese, hombre de su tiempo, se impone la política. Calvino sostiene que “Pavese sabía bien que manejaba los materiales más comprometidos con la cultura reaccionaria de nuestro siglo: sabía que si hay algo con lo que no se puede jugar es con fuego”.
A modo de Dante, el Anguila, un huérfano, después de haber hecho la América, en su retorno a las colinas idealizadas a través del tiempo y la distancia, vislumbra el infierno y pierde toda esperanza. Su naturaleza de bastardo prisma esta visión desolada del paisaje: “¿Quién puede decir de qué carne fui hecho?”, se pregunta en el comienzo de la narración. Después de un tiempo en el paisaje de Belbo, antes de marcharse, contempla el lugar donde fue ajusticiada por los partisanos Santina, una muchacha que jugó a dos puntas durante la resistencia: “Después le echamos nafta y le prendimos fuego”, le cuenta al Anguila el campesino Nuto, su antiguo amigo, ahora guía en la región, oficiando de Virgilio. Intemperie, crudeza, ritos sacrificiales. El retorno del Anguila opera como un insight: si se fue de su tierra fue para hacerse de dinero, y esto sólo podía lograrlo en un país de bastardos, los Estados Unidos. Si el Anguila ha vuelto, es para una revelación: “Siempre pienso cuánta gente debe estar viviendo en este valle y en el mundo a la que justo ahora le sucede lo que a nosotros nos pasaba entonces, y no lo saben, no lo piensan. Quizá es mejor así, mejor que todo se esfume en una fogata de hierba seca y que la gente empiece de nuevo”.

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