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Domingo, 10 de marzo de 2002
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SEGUNDA MANO

Volver a Wimpi

EL GUSANO LOCO
Wimpi
Freeland
Buenos Aires, 1978
144 págs., $ 4
(Resucitado en la Feria de Parque Centenario)

POR JORGE PINEDO

Cada tanto algún locutor radial, hastiado de tanta tragedia que retorna como comedia, desempolva los libritos de Wimpi y engalana el éter mañanero con esa filosofía extemporánea, ese humor de zaguán y tapialero, esa cuasi literatura cuyo autor jamás hubiese pretendido denominar tal.
Montevideano como Lautréamont, Arthur García Núñez llegó a Buenos Aires a principios del siglo XX, estudió en el colegio Mariano Moreno, inició Medicina, largó, aventurereó por el Chaco, volvió a la capital uruguaya, donde fue periodista de El Imparcial y luego de El Plata. Recaló en la prensa escrita y radial porteña hacia 1946 ya bajo el seudónimo de Wimpi con textos como El gusano loco, Los cuentos del Viejo Varela y Ventana a la calle. Sepultado por la intelligentzia reaccionaria y pacata por su tono popular, e imposibilitado de defenderse por su prematura muerte en 1956, a mediados de los setenta fue recuperado por un editor entrañable, Jorge Freeland, quien publicó los once títulos que supieron salvarse del fuego autoral.
Inclasificable en cualquier género, la producción de Wimpi oscila con generosidad entre el tratado filosófico, la estampa histórica y el cuadro costumbrista, con una mezcla de soltura campechana y erudición académica que se amortiguan mutuamente. Territorios que explora como pequeños capítulos organizados temáticamente (la liga de la media, una pierna quebrada, las ratas, el esqueleto, en fin...) o bien el franco ensayo. Ambas variantes las desenvuelve el autor sin temor alguno al divague, la libre asociación y hasta el franco delirio, con una brisa que se ríe de la solemnidad sin arrancarle una hilacha de credibilidad: “El tipo es una inflación unitaria y portátil. Le llama ‘solucionar’ un problema sustituirlo por otro. Lo único que pudo aprender hasta ahora fue a sacar un clavo con otro clavo más grande. Cada vez que quiso sacarlo con la tenaza, dejó el agujero”.
Capaz de demostrar que la raza humana le debe a las ratas pulguientas nada menos que el cumplido de “¡salud!” frente al estornudo, la cuarentena, el Decamerón de Boccacio, la difusión de la lengua inglesa y el Imperio Británico mismo, Wimpi cruza historia y antiimperialismo decontracté sin muletas ideológicas ni prótesis académicas. Ostenta con orgullo y sin vanagloriarse referencias clásicas –helénicas y anatómicas, preferentemente– que las hace girar por las esquinas porteñas (“el centauro era una especie de jinete de sí mismo, que los griegos confeccionaron sacándole a un hombre la parte que tiene de caballo para ponérsela al centauro adelante, y sacándole a un caballo la parte que tiene de hombre para ponérsela atrás”).
En los cinco capítulos en los que Wimpi divide las setenta y siete páginas de su ensayo La risa despliega una lógica que no por positiva deja de ser contundente. Al trabajar la relación entre humor, comicidad y efectos del lenguaje, Wimpi evoca al señor que escribió “una frase que era así: ‘El gosta distima a los doches’. Ni gosta, ni distima, ni dochequieren decir nada. Pero el señor en cuestión empezó a trabajar con esas palabras que no quieren decir nada y llegó a la conclusión de que si la gosta distima los doches, puede asegurarse que los doches son distimados por el gosta. Además nadie podría discutir que un doche es un distimador de gostas y que si gosta llegara a ser un croningo, habría la oportunidad de que el doche distimara el croningo también”.
Impecable lógica, sistemática y rigurosamente prolija. Más en tiempos donde dislates menos originales que carecen de sagacidad metódica llegan a regir los destinos de miles de ciudadanos. Si en algún momento se postuló volver a Marx, o volver a Freud, ¿por qué no volver a Wimpi?

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